Con la respiración agitada y escondido de espaldas detrás de unos percheros cargados de vestuario, miró hacia ambos lados. Todo indicaba que los había perdido. Excelente. El próximo paso era ubicar mentalmente la puerta que daba hacia Enriqueta Compte y Riqué y llegar hasta ella sin que nadie advirtiera su presencia, aunque suponía que estarían buscándolo. Por un segundo entretuvo la idea de que en el perchero pudiera estar la peluca de Chichita que le permitiera un escape de película noventera, para estar a tono con la década a la que había viajado, pero no había pelucas a la vista y esto era la vida real. De todos modos, manoteó del perchero un saco tejido color ocre con el que ocultó la remera que decía, en letras gigantes y rojas, meat is murder. Con el saco puesto, parecía simplemente un joven con mal gusto para vestirse y no un vegano del futuro que había vuelto a los 90 para rescatar al chancho de El show del mediodía.
Hay que decir que si uno se imaginara que algo fuera a salir mal en toda esta historia, pensaría que el fracaso estaría en el viaje en el tiempo, no en la efectivización de la captura y la posterior liberación del suino. El viaje, sin embargo, había sido una espléndida experiencia de desplazamiento en el tiempo: un sillón cómodo, una frazadita y unas papas fritas (aptas) con una pinta increíble, que igual no tuvo tiempo de comer. Su estómago se lo recordó con un sonido similar al del chancho y enseguida retomó contacto con su realidad: el chancho corría suelto por alguna parte del canal con media correa de perro grande colocada mientras él apretaba en su mano la otra mitad, resistiéndose a reconocer el fracaso del plan de liberación. Silenciosamente, colocó la media correa rota debajo del perchero que lo albergaba y a su lado agregó las orejas de perro confeccionadas en fieltro con las que había pensado disfrazar al cerdo. El plan habría sido un éxito, sin lugar a dudas, si tan sólo hubiese logrado retener al chancho. Ojeó las orejas de fieltro de nuevo y lo reafirmó. Por supuesto.
A pesar de sus escasas capacidades de orientación, el sentido de urgencia lo guio para ubicar la puerta de salida. Escurriéndose entre pasillos que de alguna forma estaban demasiado oscuros y demasiado iluminados al mismo tiempo, logró llegar hasta unos metros antes de la puerta, pero frenó en seco y simuló atarse los cordones cuando se cruzó con dos empleados del canal que se dirigían hacia la salida con una caja de cigarrillos en la mano. Su cara ensayó una mueca de disgusto involuntaria, pero él se dijo a sí mismo que esa era otra lucha y que ya vendrían los dosmiles y Tabaré Vázquez. Por lo menos estos habían salido a fumar afuera, así que ya estaban un pasito adelante. Ahora había que enfocarse.
Cuánto tiempo puede estar uno haciendo de cuenta que se ata los cordones, pensó, y se lamentó por la ausencia de los smartphones, tan útiles para las ocasiones de disimulo. No podía esperar a que los fumadores volvieran a entrar; era demasiado riesgoso. A esta altura lo debía estar buscando hasta Cacho de la Cruz. No podía arriesgarse a no volver al 2021. No le preocupaban tanto las paradojas espaciotemporales que planteaban absolutamente todas las películas de viajes en el tiempo que había visto en su vida, pero tenía clarísimo que en el Uruguay de los 90 un vegano se iba a morir de hambre, incluso más que un no vegano.
Se ató los cordones, porque entre tanto aparentar se le habían terminado desatando, y salió. En un pico de inspiración, calculó que si se hacía un poco el estrella, zafaría mejor. Al abrir la puerta, se envolvió en el saco ocre con un gesto de desprecio y pestañeó varias veces seguidas al recibir el sol en la cara, mientras miraba como decidiendo hacia dónde ir. Todo era actuación, claro: sabía que debía llegar hasta la esquina de Arequita y desde ahí correr hasta Martín García, donde estaba la máquina del tiempo. Ante las risitas de los fumadores, que se decían entre ellos y este ridículo narizparada quién se creerá que es y se daban codazos cómplices, se apretó más el saco para esconder la remera delatora y a paso lento, mientras su corazón galopaba, llegó hasta la esquina.
Juntó aire para correr la cuadra y poco que lo separaba de su máquina del tiempo, que en instantes debería devolver en el 2021, y, mientras dejaba atrás las miradas burlonas de los fumadores y escuchaba lo que parecía ser la puerta del canal que se abría y los gritos de los guardias de seguridad, se lanzó a correr. Ya habría tiempo de enterarse de qué habría sucedido con el chancho semiliberado, con la tribuna revolucionada, con el Cacho de la Cruz al borde del desmayo, con la puerta número tres misteriosamente prendida fuego. Ya habría tiempo de saber si, por lo menos, su performance y su discurso —un poco salido de guion y a los gritos mientras se venía abajo su intento de liberación del chancho— habrían de cambiar el curso de la historia del consumo de animales. Ahora hay que correr, se dijo, y se largó, advirtiendo que tenía el cordón desatado.