Pst. Oiga, usted.

—Caramba. ¿De dónde viene esa voz?

—De aquí, de adentro de la cueva.

—Ah, con razón el eco. Dígame qué se le ofrece.

—Ando buscando a alguna persona que constate mi aparición.

—¿Usted está desaparecida? Pues allí en la cueva no le está facilitando las cosas a nadie.

—No, es que usted no entiende. Yo soy la Virgen.

—¿Adrianita? Con esa mentira llevas engañado a medio pueblo, pero yo no me la creo.

—La Virgen Santísima.

—¡Virgen Santísima!

—¿También hay eco afuera de la cueva?

—Bueno, usted espéreme que voy a traer más gente para que la presencie y tal.

—¡Espere...! Disculpe, todavía no me aprendí su nombre.

—Es Arturo.

—Mire, Arturo, así no funcionan las cosas. Me ve usted y recién luego de verme se lo puede ir a contar a los demás.

—De acuerdo. Y entonces venimos y la vemos todos.

—No, para entonces ya me habré ido.

—¿Por qué no se queda?

—Perdería la gracia. En fin, venga.

—¿Adentro de la cueva?

—Pues claro. No voy a andar saliendo yo, que mi fulguración no se luce de igual modo al rayo del sol. Además, estoy ubicada en el lugar perfecto como para hacer un altarcito.

—No sé si creerle.

—Es que la idea es convencerlo cuando me vea. Ni antes ni después.

—Eso está muy bien, pero ¿cómo sé que usted es la Virgen esa y no una ladrona profesional? Seguro salgo desplumado de la cueva.

—¿Qué dice?

—O una criatura sanguinaria con cuerpo de león, cabeza de serpiente y voz de mujer.

—Me va a decir que cree en esas cosas...

—Si quiere le traigo la Biblia y comparamos sandeces.

—Está bien, Arturo. Sólo dígame qué puedo hacer para convencerlo de que entre a presenciarme.

—Pronostique cómo será mi año en materia económica. Quiero saber si me conviene ahorrar o hacer un viaje.

—¡No soy el maldito horóscopo!

—Pensé que tendría alguna clase de poder, además de alumbrar cavidades subterráneas.

—Lo que tengo es un mensaje para la humanidad. Pretendía entregárselo en persona, pero puedo hacer una excepción. Déjeme buscar el papel...

—No tengo apuro ninguno.

—Aquí está, espere que no leo bien.

—¡Ja!

—Por la letra, no por la iluminación. A ver... “Querida humanidad...”, bla bla bla. En fin, que tienen que prepararse para el futuro.

—¿Ese es el mensaje? ¡Es igual al de las otras vírgenes! A propósito, nunca me quedó claro si son todas usted o si son diferentes señoras.

—Digamos que todas somos la misma, pero cada una es única.

—¿Y cómo se diferencian?

—Básicamente, por el nombre. Cada una de mis nosotras es bautizada según el lugar en el que hemos aparecido. A propósito, ¿cómo se llama el pueblito que mencionó?

—Bostavaca.

—Qué horror. No puedo ser la Virgen de Bostavaca. ¿Esta cueva no tiene nombre?

—Claro, Dosescrotos.

—La Virgen de Bostavaca. Costará pero me terminaré acostumbrando. Venga, Arturo. A presenciar se ha dicho.

—No es necesario. Con tanta charla ha bajado el sol y ya se ve un brillito desde aquí afuera.

—Está bien, lo logró. Voy a demostrarle mis poderes. Pregúnteme cualquier cosa.

—¿Cómo se llamaba mi abuela materna?

—Fácil. Aleluz.

—¿Mi compañero de banco en la escuela?

—Mario. Pero le decían Memo.

—¿Cuál es mi gusto de helado favorito?

—Arturo, que no puedo mantener el portal abierto por mucho más tiempo... Chocolate.

—¡Una más! ¿Qué caballo ganará el Gran Premio esta semana?

—Déjeme ver. Algunas respuestas son más sencillas que otras. El ocho. Tiene un nombre bastante difícil de pronunciar.

—Con eso es suficiente. Será mejor que me marche si quiero llegar a tiempo.

—¿Qué está haciendo?

—Debo correr hasta el hipódromo a apostar por el caballo número ocho. Si no gana la carrera, significará que no era tan poderosa como decía. En ese caso, no pienso regresar.

—¿Y si gana?

—Tampoco. Si gana estaré gastando el dinero del premio en alguna taberna. ¡Adiós, Virgencia!

—¡Arturo! ¡Arturo, vuelva! ¡Se cierra el portal! Ave María purísima...