En 1980, San Gregorio de Polanco estaba lejos de ser la atracción que es hoy. Era simplemente un pueblo de campaña. Su economía se sostenía de la zafra y si bien ese no había sido el mejor año, para ese carnaval no se reparó en gastos. El club social contrató orquestas. La comisión de vecinos armó tablados por toda la avenida principal, se adornaron casas y alumbrado público con banderines. A eso de las ocho de la noche del martes comenzó la fiesta.
El olor a empanadas, caña y pólvora brasilera, el ruido de las guitarras afinándose en el bar, las conversaciones de la gente, que sacaba mesas y mediotanques a la vereda, era un todo indivisible. La risa y la música en la calle lo invadieron todo. Una creciente voluptuosidad de los movimientos se volvió más tangible a medida que avanzaba la noche. Las parejas —jóvenes y no tanto— se intercambiaban en una suerte de gallina ciega en que todos parecían bailar con todos.
En las dos semanas anteriores, mi abuela había tenido trabajo extra como costurera. Fue así que los disfrazados éramos muchos. Prácticamente irreconocibles. A eso se agregaron los corsos, las mascaritas. Con apenas seis años de edad, aquel aluvión de colores, de formas, de voces me resultaba una experiencia muy cercana a lo ominoso. Incluso un mareo parecido a la borrachera.
Llevaba un rato perdido entre la montonera de cuerpos y rostros cuando, desde el escenario principal, se escuchó un anuncio:
—Y ahora, con ustedes, el muerto del carnaval.
Mientras la banda municipal tocaba desafinadamente un réquiem, un camión se abría paso lentamente entre la multitud. Llevaba sobre la zorra un ataúd rodeado de coronas fúnebres.
Las risas del pueblo sonaron más fuertes. Si en un principio sentía aquel mareo, la sensación posterior fue la de un temor creciente, un malestar casi insoportable en el estómago.
Al observar que la gente ahora miraba con curiosidad, el del escenario dio la orden:
—Bueno, muchachos, pongan los caballetes y traigan el cajón.
Un murmullo de aprobación y silbidos, gritos y comentarios de doble sentido, emergió de aquel tumulto. Cuando colocaron todo, el hombre propuso a modo de desafío:
—El que logre adivinar quién es nuestro muerto de carnaval se llevará un lechón para mañana, miércoles de ceniza.
Varios levantaron la mano.
—Es Nazareno.
—Perdón, compadre, pero este viernes dan luna llena.
—Es el Vasco Urrutia.
—Gracias, ni sabía que tenía cara de finado.
Los nombres configuraban un obituario posible, un horror informe a que se diera con el destinatario de aquella misa negra que parecía detener el ciclo de la historia a través de los presentes. Mi malestar, o la náusea, me dificultaba el aire. Siguieron mencionando a los que creían podían prestarse a aquel juego. Nadie acertaba, hasta que uno dijo a todo pulmón:
—Pa mí que es el Loco Freire.
Al escucharlo, los del escenario levantaron la tapa del ataúd. El Loco Freire sacó medio cuerpo y saludó al público con su balbuceo afásico, al tiempo que su cara completamente desencajada y su risa babeante se sobreponía a la fanfarria colectiva. Yo ya no aguantaba más el cansancio o la tensión y me senté en una vereda. Sin embargo, entre la muchedumbre, vi algo que no cuadraba: el Loco Freire observaba desde una esquina toda la escena con un aire que no era el suyo. Armó lentamente su cigarro y se fue caminando a un baldío invadido por una maraña de árboles de monte. Quedé preguntándome qué fue lo que pasó, cuál de los dos era el verdadero Freire.
Fue la última vez que se lo vio.