El cadáver de Enzo Padura todavía estaba tibio cuando los policías ingresaron a la impresionante mansión. Tuvieron que esquivarlo para hacerlo, porque el capo de la mafia de Wisconsin había muerto justo en la puerta de entrada, acribillado por las fuerzas del orden. Habían llegado hasta allí por orden del fisco, que buscaba que el dueño de casa pagara sus impuestos.

—¡Antes muerto, polizontes! —había gritado Padura, con un gran poder de clarividencia.

A esa altura llevaba tres décadas al frente de la organización delictiva, durante las cuales había acumulado una inmensa fortuna. Su batallón de contadores había logrado reducir los aportes a uno por ciento, pero la sola idea de que sus tesoros contribuyeran a corregir injusticias sociales le daba tanto asco, que decidió recibir a los agentes con una ametralladora. Fue lo último que hizo.

Tardarían semanas en remover cada una de las balas de su cuerpo. Hacer el inventario de todo lo encontrado en la mansión llevó incluso más tiempo. Cada ítem fue identificado, etiquetado y embalado antes de ser enviado a museos, remates judiciales y las salas de estar de un par de los encargados del operativo.

Cada pasillo del gigantesco inmueble estaba atestado de obras de arte y objetos arqueológicos, algunos adquiridos de la manera tradicional y otros legalmente. El baño de invitados, por ejemplo, tenía un cuadro de Picasso colgando del botón de la cisterna, de tal modo que al pulsarla había que sostenerlo con una mano para que no se cayera. La toalla de mano y la del bidet eran fragmentos del Santo Sudario.

Un primer inventario daba cuenta de ocho Giocondas, todas originales. La colección egipcia desplegada en las habitaciones de huéspedes rivalizaba con el saqueo británico, mientras que las estatuas griegas tenían todos los brazos, todos los colores y todos los penes.

La llamada Habitación de Oro tenía el tamaño de un hangar y allí don Enzo había mandado construir réplicas de edificios famosos del mundo, utilizando lingotes de oro como si fueran ladrillos. Había un Partenón de oro, una Ópera de Sídney de oro y hasta una Torre Eiffel de oro, aunque estaba seccionada en tres partes porque el techo de aquella habitación no era tan alto.

Don Enzo sufría de síndrome de Diógenes, pero con el suficiente espacio y la ayuda de personal de servicio como para que su vivienda siguiera siendo habitable. Eso explicaba los cuartos repletos de frascos con aberraciones médicas, otros con colecciones de filatelia y numismática y uno lleno de uñas. Varias de ellas, cabe aclarar, todavía estaban junto a los dedos y el resto de los cuerpos de los rivales del capo en su lucha por el territorio.

Una dificultad inesperada para quienes catalogaban lo encontrado llegó luego de atravesar el ala de arte moderno (aunque algunos estaban convencidos de que simplemente era el basurero) y hallar el zoológico. No sólo fue difícil mantener tantas especies con vida durante el traslado, sino que algunas resultaron imposibles de identificar.

Encontraron especies que se creían extintas, como el pájaro dodo, el tigre de Tasmania, la foca monje y el tiranosaurio rex. Otras que directamente se creían imaginarias. Entre tantas jaulas rescataron aborígenes de casi todos los continentes y un par de hombrecillos grises que quedaron en manos de la CIA antes de que pudieran ser interrogados por las autoridades locales.

En el último pasillo de celdas, los investigadores se toparon con Elvis Presley, Marilyn Monroe y Jim Morrison. Cada uno de ellos contaba con un espacio de menos de diez metros cuadrados con un pequeño baño químico y copias de sus atuendos más recordados. Más tarde se comprobó que Jim Morrison era sólo un imitador, y ni siquiera uno tan bueno.