Andantes

Pedaleaba en un día caluroso de verano cuando vi al costado de la ruta a un señor sentado en el frente de su casa. Lo saludé a la distancia y arrimé la bicicleta. El hombre se acercó, me presenté y le pedí un vaso de agua, si no era molestia. Me dijo que esperara, y al regresar me dio una botella de agua recién sacada del freezer. Luego miró en ambas direcciones y me extendió el puño para entregarme algo. Extendí la palma y dejó caer un billete de 200 pesos. Le agradecí, pero me rehusé. Insistió alegando que siempre lo visitaban andantes de todo tipo y él sabía lo difícil que es, por lo que yo no debería tener vergüenza.

Le dije que recorría la campaña sacando fotos y contando historias, sin embargo, no había forma de persuadirlo. Le pedí un momento, saqué de la mochila la cámara fotográfica y le mostré unas fotos, para que me creyera. Nos quedamos charlando del pueblo, de los andantes, de cómo había cambiado la hospitalidad de la gente.

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Marcisa

En Sequeira es común ver a trabajadores que dejan su ganado pastando en los costados de la ruta, una actividad que está autorizada y reglamentada por las autoridades. La zona de pastoreo está cercada con una cuerda. En la tarde, casi al final del pueblo, me encontré con una vecina que cuidaba unas vacas lecheras. Me contó que arranca la jornada ordeñando sus vacas, recorre el pueblo vendiendo leche en botella y después trabaja en la granja.

“Soy una trabajadora rural. Trabajo cuidando vacas lecheras para ganar unos pesos. Hace 26 años que ando en esto, todos los días. También trabajé muchos años de alambradora. En la mañana vendo leche en botella a los vecinos. En el día siempre me van a ver trabajando en la granja o plantando”.

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El hombre que no paraba de trabajar

Me encontraba en Baltasar Brum esperando que abriera un local de los centros MEC, del Ministerio de Educación y Cultura. Desconocía el horario de funcionamiento, así que fui temprano y, mientras esperaba, me tomé un café con galletas que había comprado en la panadería. Al poco tiempo, se me acercó un hombre muy educado para informarme que el local abría al mediodía. Luego continuó con su labor de cortar el césped del predio municipal.

Lo quedé observando. Cada tanto se metía en un cuarto y salía apresurado cargado de herramientas de jardinería. Pensé que se iba a tomar unos mates o hacer un descanso, pero no lo hizo. Se lo veía preocupado, así que me acerqué y me ofrecí a ayudarlo. Me comentó que el corte del pasto no estaba parejo. Quedé atónito, ya que parecía perfecto, pero él negaba con la cabeza y, disculpándose, siguió con lo suyo.

Al marcharme le pregunté a unos vecinos de la zona por aquel sujeto. “Trabaja de sereno, cortador de césped, todo lo que usted se imagine. ¡Ya no saben qué hacer para que no trabaje!”, dijo uno.

Así que al otro día tomé un café al aire libre y le robé un poco de tiempo al hombre.

“Me llamo Lucero, con ce de casa. Hago de todo: soy sereno, cuido el jardín. No es que quiera ganar más o por un presentismo. Quiero que venga la gente y se sienta cómoda. Si el pueblo se mantiene limpio y organizado, es un bienestar para todos. ¿A qué gente le puede gustar llegar a la terminal y ver un jardín feo, descuidado o con espinas? El trabajo es salud. Me gusta mucho trabajar. Fíjese usted la responsabilidad que me dieron. Hay que responder”.

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Fútbol

En Baltasar Brum, la tierra del Tito Gonçalves y Alba Roballo, el fútbol se respira de manera intensa. La gran mayoría de los habitantes dividen sus corazones entre Peñarol y Nacional. Pero también se sigue de cerca el campeonato del pueblo, y tienen un fuerte arraigo los equipos locales.

Desde hace dos años se disputa la liga femenina, en la que participan cinco equipos. Los partidos se juegan los fines de semana, en una cancha exclusiva para el fútbol femenino. En los alrededores hay vestuarios de ladrillos, tribunas de madera y está planeado que en el futuro se construya una cantina. Cada encuentro se divide en dos tiempos de 30 minutos con siete jugadoras por equipo. La mayoría son veinteañeras, aunque la edad mínima para jugar son los 12 años.

Los partidos son arbitrados por el mismo juez, en la mañana trabaja en el mostrador de una farmacia y en la noche se encarga de una pizzería. En uno de los entretiempos me comenta que lo hace por la comunidad, para colaborar; todos quieren aportar su granito de arena.

Nancy es la goleadora y la figura principal de la liga. Regatea con facilidad y se destaca por su potente remate al arco. Para ella las mujeres son iguales que los hombres en el juego, sin embargo de chica le ponían frenos a su participación. Cuando supo que se formaba la liga decidió participar en todas las actividades.

“Arranqué a jugar a los 12 años en un cuadro de niños. No existía el fútbol femenino y tampoco había espacios para jugar. Me dejaron jugar con los varones, aunque sólo pude estar en un partido del campeonato. Por más que era mejor que mis compañeros, no me querían poner porque era mujer. En un partido que decidía el campeonato, hice el gol del triunfo. A los gurises no les gustaba jugar con gurisas, entonces para mí fue emocionante. Todos vinieron y me felicitaron. Después, por la edad no podía seguir jugando con varones y tuve que abandonar. Volví a los 18, cuando arrancó el fútbol femenino. Para mí, el fútbol es una pasión, me gustaría seguir jugando siempre. Recibí invitaciones para jugar en otros lados, pero no tenía dónde quedarme ni cómo vivir”.

Elisa es la organizadora y la impulsora principal del fútbol en el pueblo, siempre está sentada acompañada de una pequeña mesa donde descansan las planillas del torneo.

“Me encanta el fútbol. Es lo mejor que tenemos en Brum, porque no hay otra actividad. Hay campeonatos para niños, mayores y mujeres. Hay grandes jugadores acá, de mucho talento. Lamentablemente, los jóvenes no tienen la oportunidad de ir a Montevideo. Me llena de orgullo ver el fútbol femenino, son muchachas muy trabajadoras. Imaginate que la liga se formó hace un año y ya tenemos vestuarios. Todo lo hicieron ellas con su esfuerzo: levantaron paredes, el revoque. Había muchachas con muchos problemas, que estaban bajoneadas, que se querían suicidar, y ahora se olvidaron de esas ideas. Estoy muy contenta por lo que logramos”.

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Braudeliano

Había pedaleado 30 kilómetros bajo el sol de verano. Me recosté contra un alambrado para descansar, saqué el mate y unas galletas. Un ómnibus se detuvo en la ruta y descendió un paisano cargado con un bolso. Nos saludamos y se acercó a charlar. Le invité unos mates, él sacó una guayabada y me ofreció para las galletas. Se iba a trabajar el fin de semana en una estancia cercana. En el bolso llevaba algunas provisiones. Nos quedamos merendando unos 20 minutos, y le pregunté si se consideraba un gaucho o un paisano.

“Yo soy gaucho. Hay quienes dicen que el paisano se viste de una forma y el gaucho de otra”, me dijo. Y comentó: “No hay nada más lindo que el campo y el caballo”.

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Manos que hablan

Un día caluroso de verano pedaleaba por la ruta cuando encontré una comparsa de alambradores. Me acerqué para charlar y fotografiarlos. Fui durante dos días, y en las pausas me comentaban un poco del oficio. Todos con quienes hablé coincidían en que en los pueblos las oportunidades laborales escasean. A diferencia de las cosechas, que dependen de las zafras, el alambrado genera un ingreso más seguro. Por otra parte, el costo de ir a la capital es alto, y se suma a la incertidumbre de dar con un alojamiento.

Me quedé hablando con un joven alambrador, de unos 30 años, que trabajaba desde los 12. Le gustaba lo que hacía y no se imaginaba en otra actividad, porque quizá nunca tuvo la oportunidad de imaginar. Se había acostumbrado al sol, a las largas jornadas, era “lo que había”. Cuando me estaba por ir, me llamó.

—Hay algo que no me gusta del oficio.

—¿Qué?

—Mis manos. —Me las mostró—. A veces me da cosa tocar a mi pareja. A ella no le gusta mucho.

Miré sus manos y las mías. Ambos teníamos la misma edad.

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Tormentas

Hace unos años recorrí parte de la campaña en bicicleta. Una tormenta me retuvo en el pueblo Sequeira. Don Aureliano, un expeón de 90 años, me alojó en su casa. Al segundo día sentí la adrenalina incontrolable de pedalear bajo la lluvia, pero él, muy nervioso, me retenía. Leí el miedo en sus ojos y le pregunté qué le pasaba con las tormentas. “Cuando era chico, cada vez que venían tormentas se volaba el rancho y quedábamos a la intemperie con mis hermanos. Nos refugiábamos en el monte”, dijo, y me habló de la mucha pobreza y el poco trabajo, y del zapallo, el boniato y el maíz que plantaban para sobrevivir. “Nos manteníamos con la tierra”.

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El ángel de los viajeros

Había llegado a Constitución, acampé cerca del río y me dormí plácidamente. Al otro día, en la tarde, me fui hasta el muelle a sacar fotos. Cuando me iba escuché que me llamaban. Vi a un hombre sentado acompañado de su mate. “¿Salió esa foto, amigo?”, me dijo. “Más o menos”, respondí. Nos quedamos charlando y me invitó a tomar unos mates. Así conocí a Enriquito, alias “el pájaro” o, como le diría el último día, antes de partir, “el ángel de los viajeros”.

Enrique tiene 64 años, es un hombre fornido de manos gruesas que delatan su pasado como pescador y herrero. Vive en un ranchito humilde, de una pieza. No tiene electrodomésticos ni agua potable, y para conseguirla camina media cuadra hasta llegar a una canilla pública. Su cocina se limita a una pequeña garrafa y su único lujo es una radio a pilas.

Recoge leña y la vende a quienes van a la costa a comer un asado, ese es su sustento. Lo que gana es para la comida. “¿Para qué más necesito?”. Durante los siguientes días las lluvias castigaron el pueblo. Así que me iba a lo de Enriquito a matear, comer tortas fritas y charlar de la vida. Una noche le pregunté qué era el dinero para él.

“La plata es necesaria para el sustento de cada día, la comida y algún gastito, pero nada más. No tengo ambiciones, no quiero plata más que para comer. El mayor estímulo que tengo es que te vengan a saludar, que te reconozcan por el trato que diste, porque lo único que quiero dejar es ser reconocido como buena persona. Es como una gran cosecha donde sembraste lo mejor de ti. A veces puedo querer plata, pero es para darme un gustito, ir a un partido de fútbol o una buena guitarreada. Me parece que el dinero divide a las personas y absorbe el tiempo. Los hombres siempre están queriendo más. A veces no tienen para comer, pero andan mostrando lo que no tienen. Hacen plata y se andan juntando, y no vienen a charlar, te dejan de lado. Ojo, hay gente de plata que es excelente, viene, te saluda, pero eso cada vez se ve menos”.

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El tío Pedro

“Tuve una linda infancia en Artigas. Mi madre era soltera. Tenía cuatro hijos cuando se juntó con mi padre. A partir de ahí, no pasó hambre ni necesidad. Fue más respetada por la gente, porque en aquella época ser madre soltera no era bien visto.

Vivíamos en el Ayuí. Era un barrio muy pobre, no había agua ni luz. Un vecino tenía una batería, y con mis hermanos íbamos a su casa a ver la tele en blanco y negro.

Los pisos de las casas eran de tierra. Se ponía un brasero y una lata y se comía comida de olla: poroto, lenteja, ensopado, guiso. Después, cuando vino la cocina a gas, comíamos cosas diferentes. La primera comida que hicimos fue panqueques. Todo un lujo.

A mi padre le decían el Tío Pedro. Tenía una carretilla con burros y vendía naranjas, sandías, porotos verdes. Se levantaba a las tres de la mañana para ir a la chacra y preparar la carretilla, y se iba a la ciudad a vender. Cuando llegaba, de noche, le sangraban las manos, que siempre estaban hinchadas. Lo veíamos llegar y era una alegría enorme. Nos traía el pan, la leche y la verdura. Mamá, con el fuego en el piso, lo esperaba para cocinar.

Una vez a mi padre le acuchillaron dos burros. Fue la única vez que lo vi llorar, no tenía consuelo, pasó mucho tiempo sin poder trabajar. Él siempre nos decía: ‘Dem água para os burros, porque eles trazem a comida... ele é o pai de vocês’”.

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Willie del ukelele

Willie era un brasilero que soñaba con recorrer el continente con su música. Por la tarde iba con su ukelele a la peatonal Sarandí y en la noche se ofrecía en los bares a cantar. Siempre andaba con una sonrisa y pidiendo permiso, de esos tipos que uno veía y automáticamente se hacía amigo. A veces me visitaba en el trabajo y me pedía que le contara cosas de historia, de filosofía o de la vida. Le decía que en general era yo quien hacía ese tipo de preguntas para que otros respondieran, pero él, con su portuñol gracioso, me decía: “Quero aprender, Aníbal, me conta”.

Willie creía que sabía muy poco de la vida y se lamentaba de no haber trabajado afuera de la oficina, por eso siempre intentaba aprender de lo que veía. Un día se ofreció a colaborar en una pequeña obra y a los pocos minutos escuchamos unos gritos. “¡Fuera de acá, brasilero inútil! ¡Ni para agarrar una pala!”. Cuando lo vimos a Willie nos dijo sobre el obrero: “Ten poca paciencia”.

Días después, me encontraba barriendo cuando llegó Willie y se ofreció a ayudarme. Ante su insistencia, le di la escoba y le mostré dónde barrer. Pasaron unos segundos y él miraba confundido, perdido entre el mango y el recipiente. “Willie, ¿nunca barriste en tu vida?”. “No”, respondió con inocencia. Me parecía insólito y ajeno al sentido común que algo tan simple necesitase instrucción. Estaba a punto de expresar mi resignación al aire y decirle “¡Ni pa agarrar una escoba!”, cuando él me miró, extendió la escoba y dijo: “Aníbal, ¿me enseña? Quiero aprender”. Su respuesta me dejó aún más atónito. Le enseñé a barrer y él, con su gesto inocente, me enseñó algo de la vida.

Nunca más lo vimos, quisiera pensar que anda por América con su música y su sencillez. A veces, cada vez que me la creo, miro ese retrato y pienso que nadie nació aprendiendo.

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Encuentros

Cristóbal dejaba entrar a muy poca gente a su taller de pintura. A veces, pasaba días enteros encerrado en la pieza pintando. Tenía obras increíbles que a los ojos de los inexpertos parecían terminadas, pero para él algo faltaba. Siempre me invitaba a ver algún cuadro en proceso, con su pincelada era sutil y sumamente introspectivo.

Desde los 15 años viajaba por el mundo. Vivió en templos budistas, en la Amazonia, China, Tailandia. Un día me dijo que quería establecerse, que estaba cansado de ser un nómade, pero cada vez que se hacía la idea se asustaba y preparaba otro viaje. “Hay viajes que son huidas”, reflexioné en voz alta. Él prendió su pucho, se sirvió café y dijo: “Los viajes son búsquedas y encuentros. Encuentros con otros y con uno mismo”.

De pronto, dijo que había encontrado lo que le faltaba para terminar una pintura. Mientras me iba, pensé que no solamente los viajes son búsquedas y encuentros. Días después Cristóbal desapareció por un largo tiempo.

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Una ardua negociación

Un nómade del centro se apareció en el quiosco por la noche. A esa hora siempre trabajaba con rejas; como no iba nadie, estaba mirando unas fotos en la cámara. Intercambiamos unos comentarios sobre la calle y me dijo: “Buena cámara, te dejo sacarme una foto por un paquete de cigarrillos”. Le respondí que no pagaba por sacar fotos y menos para fomentar vicios. “Siempre me sacan fotos, te dejo por diez cigarros”, insistió. Le dije que no fumaba, si no le regalaba unos. Nos quedamos charlando sobre los motivos que lo habían llevado a la calle y sobre ese mundo desconocido. De pronto, me dijo: “Tres cigarros por las fotos”. Le respondí que no tenía cigarros sueltos, pero le podía dar un par de alfajores. Él insistió, y cuando ya me cansaba de la negociación y estaba a punto de retirarme, soltó: “Dos alfajores y de aquellos”. Señaló uno artesanal, de los más caros. “¡Estás loco, ni yo como esos alfajores, son carísimos!”, respondí. “Pará, no te vayas, mirá las caras que te puedo hacer”. Me convenció con una muestra actoral sorprendente. Había poca luz en el ambiente, así que usé el flash en una potencia mínima e improvisando un rebote.

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La ley primera

A los mellizos los vi nacer y siempre me despertaron curiosidad sus personalidades. Uno solía ser aventurero, rebelde, al tiempo que el otro era cauteloso y respetuoso de las reglas. Este último le dijo al primero: “Mirá, unos caballos”, y señaló a unos paisanos que recorrían el camino. El mellizo más osado se fue caminando hacia ellos, mientras que el otro lo denunciaba ante su madre. Le dije a mi amiga que se quedara tranquila, que yo los observaba.

Ambos se detuvieron y saludaron a los paisanos. Sabía que la escena sería efímera, por lo que tendría que actuar rápido. Quería sacar la foto simulando el ángulo de visión de los mellizos y, por otra parte, la cámara tenía un objetivo de focal fijo que me impedía hacer zoom y me obligaba a moverme para buscar el encuadre. La zona alrededor estaba plagada de estiércol y lodo. Me lancé a la parte despejada del terreno y saqué unas fotos. Sin embargo, las manos saludando de los mellizos no se veían. Mi única opción era moverme hacia el estiércol...

En la tarde me fui a un bosque a matear. Recordé a mis hermanos y nuestra infancia. Mi hermano mayor siempre me llevaba en sus aventuras. Solía pensar que él no le tenía miedo a nada, que su valor no tenía límites. Una vez me respondió que sí sentía miedo, pero llegaba un momento que, al seguir, desaparecía.

Hace unos años ese hermano me vio desanimado por situaciones de la vida. Intentaba, en vano, alentarme, pero yo sólo quería insultar, maldecir a los dioses, a la humanidad y a todos los que se cruzaran en mi camino. Él se me sentó al lado y me dijo que durante el resto del día insultara todo lo que quisiera, pero mañana la vida seguía. Ya estaba por quejarme cuando agregó que me admiraba porque nunca me rendía. Aquella frase transformó un día espantoso en uno de los recuerdos más lindos de mi vida.

Mientras tomaba los últimos mates pensé en los hermanos, en la familia y en las cosas que creía importantes de la vida. Al irme repetí los versos de Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos se pelean los devoran los de afuera”.