“Yo compuse la mayoría de las canciones, y no tengo ni idea”, contesta con una carcajada Erwin Flores, al teléfono desde Washington. Ha pasado tanto tiempo desde el veloz ascenso, éxito y caída de su grupo, que su primera voz y segunda guitarra es incapaz de recordar las razones que los llevaron a hacer una música tan cruda, tan fuera de los moldes de la época, que casi medio siglo después protagoniza uno de los más curiosos rescates del olvido dentro de una historia del rock que se empecina en reescribirse una y otra vez.
“Creo que la culpa de todo la tiene James Dean”, calcula Erwin, quien desde comienzos de los años 70 vive en Estados Unidos. “De ahí salió todo, del rebelde sin causa original. Elvis Presley fue su versión musical, después de todo. Y nosotros con Los Saicos fuimos eso mismo, rebeldes sin causa”, asegura la voz de Demolición, el segundo de los seis simples —con apenas una canción por lado—, que, editados entre 1965 y 1966, son todo el legado musical del cuarteto peruano. Pero ese aullado, repetitivo y contagioso “demoler, demoler la estación del tren”, el enigmático y casi dadaísta estribillo de su tema más famoso, alcanzaría por sí solo para construir —y seguir reconstruyendo, casi 50 años más tarde— los cimientos de cualquier leyenda.
“Lo que yo recuerdo es que producíamos un impacto tremendo en el público”, explica el baterista Francisco Pancho Guevara. “Cuando nosotros llegábamos a un teatro, las demás bandas estaban tocando música bonita y el público estaba feliz, una fiesta que se acababa cuando era nuestro turno. Las chicas se retraían, los jóvenes se sentaban y todos miraban a esos fantasmas que habían aparecido... ¡que éramos nosotros!”, se le escucha reír al otro lado de la línea telefónica, desde Lima. Pero, a pesar del recuerdo de Pancho, y esto es lo realmente sorprendente de su historia, Los Saicos nunca fueron un grupo under, al margen de la incipiente movida rocker —o nuevaolera, como se denominaba entonces— de aquellos años de oro.
A diferencia de otros artistas redescubiertos de manera tardía en los márgenes de la historia del rock, que sufrieron ninguneos, censuras y toda clase de tragedias porque su música no era comprendida o porque nunca pudieron adaptarse a su época, el cuarteto disfrutó del éxito prácticamente desde su primer show, tuvo absoluta libertad creativa y se separó casi naturalmente, sin siquiera preocuparse por editar un larga duración que ayudase a mantener su memoria. Su versión del “vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bien parecido” con que muchos artistas entraron en la historia grande del rock —y muchos más en el olvido— fue recorrida igual de rápido, pero con sueños cumplidos, un retiro temprano y una vida posterior que dejó la música a un lado.
Para rehacer sus pasos, en cambio, hizo falta un poco más de tiempo. Después de todo, la autopsia no suele tener la inmediatez del balazo. Con sus integrantes alejados de la música, sus apariciones en la televisión, la radio y la prensa de la época sin registro histórico, e incluso con aquella época de oro del rock peruano clausurada abruptamente tras un golpe militar, Los Saicos primero fueron tímidamente rescatados dentro de su país por la movida punk limeña de los 80. Su música recién se abrió paso al mundo gracias a una reedición realizada en España por el pequeño sello especializado Electro-Harmonix a partir de un casete, irresistiblemente titulada Wild Teen Punk from Perú (1999).
Así es que empieza el largo segundo acto, prácticamente in absentia, de su carrera, una década en la que, casi sin aparecer públicamente (y mucho menos tocar en vivo), han sido reconocidos paulatinamente como inesperados antecesores del punk. Sus fans van desde Iggy Pop o Lux Interior, de The Cramps, hasta Café Tacuba y el argentino Nekro, responsable del demoradísimo debut del grupo en Buenos Aires con sus integrantes originales —apenas el tercer show que realizaron para su regreso, luego de apariciones en España primero y luego en México—, salvo el guitarrista Rolando Carpio, que falleció en 2006. “La banda es genial y sus canciones también, y tienen una onda terrible”, asegura orgulloso el ex Fun People, que los conoció, como todos, fuera de Perú, gracias a aquella reedición mítica, cuyo upgrade definitivo es ¡Demolición! The complete recordings (2010), también editado en España para el mercado internacional, una lujosa caja que reproduce de manera facsimilar sus actualmente inhallables seis simples originales.
“El nuestro es un sueño por partes”, intenta explicar César Papi Castrillón, bajista y segunda voz de Los Saicos, desde su hogar en Virginia, Estados Unidos. “Ese sueño fue, desde que empezamos con la música, que lo que hiciésemos le gustase a todo el mundo. Primero gustó en nuestro barrio, y mucho, y con eso nos alcanzó entonces. Pero recién ahora, tiempo después, está empezando a gustar realmente en todo el mundo”, se entusiasma el dueño de una voz profunda que una vez le elogió Estela Raval, durante su paso por Lima en los años 60 junto a sus Cinco Latinos.
Pero esa es otra historia. La del comienzo. La fascinante historia de un grupo que vivió todo demasiado rápido y con la misma rapidez lo olvidó y fue olvidado. Y que ahora parece disfrutar recuperando esos recuerdos y esa música, como si fuera la primera, o la última vez.
“Siempre me gustó pensar en Lince como un Liverpool peruano”, asegura Erwin Flores, y no cuesta nada imaginarlo con una sonrisa del otro lado del teléfono. Hogar no sólo de Los Saicos, sino también de otras bandas fundamentales dentro de la historia del rock peruano, como Los Belking’s, Lince es un barrio de clase media de la ciudad de Lima que en 2006, al cumplirse 40 años de la separación del grupo, los galardonó con una medalla cívica. “Ni en sus más delirantes sueños los integrantes del grupo imaginaron que por componer canciones sobre locura, destrucción, muertos vivientes y delincuentes fugitivos se les premiaría con una enorme placa de mármol con sus nombres y retratos inscritos en ella en una de las esquinas en las que solían matar el tiempo haciendo nada”, escribe el periodista Fidel Gutiérrez Mendoza en el texto que cuenta la historia del grupo incluido en la caja de ¡Demolición!
Para Papi Castrillón, sin embargo, es justamente en el tiempo muerto en aquellas esquinas donde se puede encontrar una explicación para la original búsqueda estética del grupo. Porque, antes de ser Saicos, los integrantes del grupo supieron formar parte de las pandillas juveniles que, a la manera de películas como West Side Story o Rebelde sin causa, solían reunirse a comienzos de los 60 en casi todas las esquinas de Lima. Y una de ellas era Los Cometas, de Lince. “Éramos demasiado locos, como cualquier adolescente”, explica Papi. “Nos gustaba hacer carreras de autos y meternos en pequeños problemas todo el tiempo. Esa actitud, llevada a la música, fue el punto de partida para la propuesta de Los Saicos. Porque queríamos hacer todo rápido y a nuestra manera, como lo hicimos luego con la banda”. Flores siente la necesidad de aclarar que esas pandillas eran apenas una inocente imitación de lo que veían en las películas, porque jamás se pelearon con nadie. “Pero una de las pocas cosas que no quiero recordar de mi juventud son las carreras de coches. Realmente éramos unos locos. Podríamos haber matado a alguien”.
La historia oficial de Los Saicos no difiere mucho de la de cualquier grupo de la época. Seguidores de la moda de turno, al pasar de Paul Anka a Bill Haley su historia cambió para siempre. “Después de escuchar Rock Around the Clock quedé catatónico: no podía hablar, no podía comer, no podía dormir, porque para mí fue una ruptura total con el pasado. La única vez que sentí algo igual fue cuando entendí la teoría de la relatividad de Einstein”, asegura Flores, que mucho después de Los Saicos estudió física en Estados Unidos y, tras recibirse, terminó trabajando en la NASA. “La teoría de la relatividad terminó con la idea newtoniana del mundo. Y el rock terminó con el boogie woogie”.
A Castrillón ese momento crucial le sucedió con Elvis Presley, y tampoco es original. Flores lo resume de esta manera: “Era una época en que todos los jóvenes del mundo querían ser Elvis, y todas las mujeres del mundo lo amaban”. Pero ya sea Elvis o “Rock Around the Clock”, el tema de Bill Haley and His Comets, el resultado fue el mismo para toda una generación: ir en busca de un instrumento y comenzar a tocar. Ser como sus ídolos. Crear un mundo propio. Demoler, demoler la estación del tren.
La voz que falta al repasar la historia del grupo es la de Rolando Carpio, su guitarrista principal, algo mayor que los otros tres integrantes, Erwin, Papi y Pancho. Murió víctima de cáncer en 2005, apenas un año antes del homenaje realizado en Lince. Cuando lo sumaron al grupo, cuenta la leyenda, fue que todo empezó a funcionar. Y también, paradójicamente, fue su voz la primera que volvió a contar la historia del grupo, cuando los chicos del fanzine Sótano Beat lo encontraron en las calles de Lince, a pocas cuadras de donde había empezado todo, en el año 2002. En esa entrevista corrigió todos los mitos que habían empezado a circular alrededor del grupo desde que los punks rescataron su música, porque nunca hubo ningún Saico cerca para repasar la historia. No, ninguno de ellos había muerto ahogado en el lago Titicaca. No, no tomaron ninguna droga para componer sus temas. Y tampoco tenían ninguna clase de postura política. “Lo que sí me dijeron alguna vez fue que nosotros habíamos sido precursores de Abimael Guzmán”, bromeaba entonces Carpio. “Por lo de Demolición y querer tirar la estación del tren”.
Aquel tema, por más destrucción que invoque su letra, no tuvo nada de contestatario ni alternativo en su momento. Al contrario, fue el mayor éxito del grupo, y todo limeño con la edad apropiada —y de generaciones posteriores también— no sólo conoce su letra, sino que también sabe imitar el particular y violento tarareo inicial del tema. Pero también resulta indudable, al escucharlo hoy en día, que ahí hay algo más profundo, más salvaje, que es imposible encontrar en sus contemporáneos. Lanzado como simple en mayo de 1965, Gutiérrez Mendoza escribe en el texto incluido en la caja bautizada con su título que es un particular resumen de música surf, rock and roll y twist.
“Era algo totalmente lúdico, las canciones nos salían así porque simplemente nos queríamos expresar. Es más, cuando nos salían unos acordes romanticones, nos jodía. Nos decíamos ‘por ahí no es’”, recuerda Pancho Guevara. Pero ¿por qué no iba a ser ese el camino, si todo el resto de su generación parecía transitarlo? “No sé por qué, pero no lo era. Buscábamos transmitir potencia, romper con los sonidos predecibles”, asegura el baterista, que tiene su particular versión sobre la génesis de Demolición. “Cuando escuché por primera vez la letra no me cuestioné nada”, afirma. “Sólo pensé ‘qué rica letra, qué ganas de joder, golpear la batería y producir música’”. Pero, además, Pancho agrega lo que, asegura, siempre suele explicar. Que él vivía en un pueblo serrano muy pequeño y su única diversión era irse a fumar a escondidas a la estación, a ver los trenes que bajaban de lo alto de las sierras rumbo a El Callao.
“Ese era mi entretenimiento todas las noches”, cuenta este impensado trainspotting de las sierras peruanas. “Volvía del colegio, comía, y al caer la noche me iba para la estación. Cuando me venía a Lima para el fin de semana siempre les contaba a mis amigos, a Papi, a Erwin, mis aventuras con alguna chica viendo pasar los trenes. Lo que yo creo es que a Erwin le jodían sobremanera mis aventuras. Y lo único que quería era destrozarlas, por eso metió en la letra del tema lo de la estación del tren”.
“El sonido de Los Saicos parece salido de una caverna donde, alrededor de una fogata, hombres primitivos celebraban un sacrificio a las fuerzas primordiales”, escribió el peruano Carlos Torres Rotondo en su libro Demoler, un viaje personal por la escena del rock en el Perú.
“Era rabia pura y brutal. En otras palabras, actitud salvaje, pero con ritmo: voz ronca y psicótica, guitarras sin fuzztone pero chillonas y agresivas en extremo, bajo preciso como un reloj, batería troglodita”, agrega el entusiasta Torres Rotondo, enumerando de alguna manera las razones por las que hoy en día el grupo es rescatado del olvido, las mismas por las cuales en aquella época sus colegas profesionales podrían haber llegado a desestimarlos como músicos. “Nadie nos dijo jamás en la cara algo así, pero hace poco me encontré con Palito Ortega y le dije que habíamos estado en el mismo programa de televisión en Perú. Me miró como diciendo ‘¿y vos quién sos?’ y, muy sarcásticamente, me llamó de colega”, recuerda Erwin, que menciona casi como un triunfo cuando se cruzaron con Estela Raval y Los Cinco Latinos en el canal de televisión al que concurrían asiduamente y la cantante le aseguró a Papi Castrillón que la suya era una de las voces más hermosas que había escuchado en su vida.
“Estela Raval, imagínate”, confirma Papi desde el otro lado del teléfono, al tiempo que acepta siempre haber tenido miedo de que no se los considerase realmente como músicos por sus extravagancias. “Pero ese miedo se me quitaba cuando, cada vez que entrábamos en un teatro donde había una orquesta, los directores nos saludaban cómplices, interpretando para nosotros el comienzo de Demolición”.
Pese al orgullo con que hoy en día hablan de su música, todos los integrantes de Los Saicos confiesan haberla desestimado de una u otra manera justo después de haberse separado el grupo. “Yo tenía una mala opinión de nuestra música porque me hice viejo”, explica Erwin. “Ahora que estoy tocándola nuevamente me doy cuenta de cuál es su atractivo: que es única, que la compusimos y no es como la de nadie”. Pancho asegura que nunca les habló a sus hijos de su pasado musical, pero que cada tanto en su casa sonaban aquellos viejos simples. Así fue que se enteró de que los grupos del punk peruano hacia fines de los 80 tocaban sus temas: porque al escucharlos en los recitales universitarios, sus hijos reconocieron la música que escuchaba su padre.
Por su parte, Papi cuenta que si no volvió a escuchar jamás aquellos discos fue por la frustración que le causaba escuchar cómo lo que habían grabado con tanto esmero se transformaba en un sonido horroroso, por culpa de las limitaciones de la época. “Me acuerdo de que un día Erwin me anunció que en Europa habían editado un disco con nuestra música. Lo compró y me lo mostró y dije ‘qué bien’, lo miré y se lo devolví sin pensar en escucharlo”, recuerda. Por eso es que Castrillón considera como el quinto integrante del grupo a Andrés Tapia, el joven que se sumergió en los depósitos sin clasificar de las discográficas de la época y emergió con cuatro de las seis cintas originales de Los Saicos, que se consideraban perdidas. “Porque gracias a él se pudieron remasterizar esas grabaciones y hoy puedo volver a escucharlas con orgullo”.
Erwin Flores piensa lo mismo y, nuevamente, es posible imaginarlo sonreír desde Washington cuando asegura: “Escuchar esas canciones ya no es un sufrimiento, ahora es casi un placer”.
“Yo personalmente tomé la música como una cosa transitoria. Se ganó dinero, pero no lo suficiente como para vivir de ella. Cuando nos separamos, ninguno se fue a otro grupo, nada. Se cerró y chao. Tampoco hubo conciertos de despedida, se desarmó el grupo y punto”. Así resumía el desaparecido Roberto Carpio el final de Los Saicos, en aquella entrevista para Sótano Beat que fue la primera que dio uno de sus integrantes después de décadas de silencio.
Cuenta la historia oficial que apenas duraron juntos dos años, a partir de ese 1964 en que Erwin llegó de Brasil con instrumentos para todos, sumaron a Carpio al grupo —se lo robaron a Los Steivos, otro grupo del barrio, cuyo nombre era simplemente “Soviets” al revés— y, según recuerda Pancho, compusieron casi todos sus temas. La mayoría de sus simples se editaron durante el transcurso del año siguiente; para comienzos de 1966 salió el último y se estaban separando. ¿Las razones?
“No sabemos por qué dejamos de tocar, simplemente paramos”, asegura Erwin, que es el único que siempre parece haber querido seguir con una carrera musical. Hizo el intento de revivir el grupo en 1968, junto con Castrillón, pero no pasó de los ensayos, después grabó un simple como solista (El mercenario) que no funcionó, y cuando su familia se mudó a Argentina, al comenzar los años 70, huyendo de las reformas llevadas a cabo por los militares en Perú, llegó a hacer una prueba en el sello local Music Hall (“Pero no les mostré las canciones del grupo, sino algo más melódico que cantaba entonces”). Sin embargo, hoy en día, asegura que le es muy difícil sacarle tiempo a su trabajo como para poder tocar nuevamente con Los Saicos.
“En una banda se comparte la intimidad completa día y noche. Por muy amigo que seas, llega el momento en que comenzás a pensar: ‘No quiero ver a esta gente hoy día’. Y enseguida podés llegar a pensar que no querés verlos por un año”, recuerda Erwin de aquellos tiempos. Por su parte, Papi Castellón opina que la separación también obedeció a que hacia el final el grupo intentó reblandecer su música. “Decidí que entonces no quería hacerlo más”, explica. “Pero no por eso dejamos de ser amigos con Erwin, al que sigo viendo, ya que vivimos bastante cerca, él en Washington, yo en Virginia. Siempre nos juntamos en las reuniones familiares, y yo canto canciones de Elvis y él, de Dean Martin”.
Si Pancho se entusiasmaba cuando estaban por visitar Argentina para aquel tercer viaje desde su regreso era porque no podía dejar de recordar que lo último que rechazaron antes de separarse fue, justamente, un viaje a Buenos Aires. “De alguna manera, es como que vamos a cumplir con esa asignatura pendiente”, explicaba. “De hecho, que me estés llamando desde Argentina para hacer una nota es casi como un sueño. O mejor, porque de esto uno no se despierta”.
Ni Papi ni Erwin tomaron el viaje de esa misma manera, pero ambos recordaron la gira que no fue. “Era una gira que empezaba en Buenos Aires y terminaba en México. Seis meses de viaje en total. Pero decidimos no hacerla porque en ese momento éramos los reyes del barrio y con eso nos alcanzaba”, explica Castrillón. Erwin asegura que no sintió ninguna sensación de sueño cumplido. Sólo explicaba que acababan de rechazar una invitación para tocar en México y que si decidieron viajar a Buenos Aires fue porque todos tenían ganas de estar un rato ahí.
“Pasé mucho tiempo de mi vida allá. A mi mujer la conocí en Recoleta, es argentina y vive conmigo en Washington desde hace 20 años. Y soy hincha de River. De chico vi jugar a [Ángel] Labruna y a [Omar] Sívori, esa clase de cosas que nunca se olvidan”, aseguraba entonces, y sólo se rio ante la pregunta de si estaba al tanto de las novedades del club, por entonces en su época más difícil, recién descendido. “Deportivo Municipal, mi club de infancia en Perú, también descendió en los años 60, así que ya conocía el sentimiento”.
A pesar de que la increíble placa con que los homenajeó la Municipalidad de Lince anuncia, de manera contundente, que “en este lugar nació el movimiento de punk rock en el mundo”, los integrantes de Los Saicos se niegan a aceptar semejante responsabilidad. “Cuando el punk nacía, en el 77, yo estaba tocando cumbia”, se desmarca Erwin, que apenas acepta la condición de prepunk de la música del grupo.
Para los punks limeños, por su parte, lo que hacían Los Saicos no era punk, pero el hecho de cantar en castellano en una época en que todo el mundo cantaba en inglés, y de interpretar temas propios cuando todos hacían covers, alcanzó para que los considerasen como sus referentes. Esa generación under, que había cortado con el rock que los había precedido en Perú, consideró a Los Saicos como uno de los suyos, al punto de dignarse a hacer versiones de sus temas.
Una década después de ese rescate por una nueva generación, la reedición con la que comenzó el interés internacional por Los Saicos, Wild Teen Punk from Peru, no se permitió ninguna duda respecto de la filiación estilística del grupo. “Los Saicos practicaron el lujo de su odio visceral sin ningún tipo de mordaza y conectaron con el gran público”, escribió Paul Hurtado de Mendoza en la contratapa. “Conjugaron rabia, arrogancia, anarquía con letras que iban directamente al grano y un talento musical primitivo (ninguna de sus canciones dura más de 2.30 minutos) en la más clara actitud punk de la costa oeste sudamericana. Su rollo salvaje no tenía absolutamente nada que ver con lo que se hacía en la misma época por Argentina (Sandro y Los de Fuego), Brasil (Renato e Seus Blue Caps) o México (Enrique Guzmán y Los Teen Tops)... lo suyo fue una amenaza social”.
Por mail desde Madrid, Paul confirma que aquella compilación fue armada a partir de un casete que le había regalado el músico peruano Miguel Flores, baterista de los grupos Pax y Thee Image. “Como los simples del grupo salían sin portada, apenas con la etiqueta y un sobre genérico con el logo de la discográfica, se tenía muy poca información del grupo y casi ninguna foto. Las únicas dos que conseguimos fueron a tapa y contratapa”, revela, y asegura que nunca lograron ubicar a los músicos antes de editar el disco, pero lo sacaron igual.
“Aun hoy pienso que fue una decisión atinada, porque gracias a esa edición en realidad fue que ellos dieron muestras de vida. Si hubiésemos esperado a conseguir su permiso antes de editarlo, aún estaríamos esperando”, calcula Paul, responsable también de la caja de ¡Demolición!, para la que contaron con los temas masterizados, recuperaron cantidad de fotos y, obviamente, consiguieron la autorización de sus autores, como corresponde. Y el resultado final es inmejorable.
Casi un placer, como diría Erwin.
A una década de aquel disco providencial que -aun a su pesar- los sacó del olvido, Los Saicos ya no funcionan en Perú como una contraseña secreta entre conocedores de la música rock autóctona, sino que son reverenciados como pioneros y embajadores. Incluso se llegó a estrenar comercialmente en Lima un documental que cuenta su historia, Saicomanía, dirigido por Héctor Chávez, cineasta peruano radicado en Países Bajos. “Pero lo que ha permitido que ocurra algo así es todo lo que se ha hablado en el exterior sobre ellos”, asegura Hurtado. “Es comparable con el boom gastronómico peruano. Porque en Perú siempre se ha comido muy bien, pero recién cuando esto ha sido reconocido en el extranjero, gracias al esfuerzo y la habilidad de un grupo de chefs, se hizo oficial eso de que ‘en Perú comemos bien’”.
Según cuenta Papi Castrillón, la primera reunión de Los Saicos sobrevivientes sobre un escenario sucedió de pura casualidad. “Pancho me dijo que lo habían invitado a tocar después en una charla sobre el rock peruano y de pronto yo le avisé que iba. Se lo comenté a Erwin, pero no quiso saber nada. Telefoneé a Pancho y le dije: ‘Llámalo y sedúcelo’. ‘Me va a mandar a la mierda’, me dijo Pancho. Pero a último momento Erwin también viajó y se subió a ese escenario”.
Hace tiempo que los españoles venían invitando a la banda a reunirse, pero sus integrantes no se atrevían porque le temían al tiempo que habían pasado sin tocar. Pero ya no le temen a nada: se han reunido para tocar en España y también en México. “Aún nos deben un show completo en Perú”, advertía desde Lima su biógrafo Fidel Gutiérrez Mendoza, antes de que finalmente ese show se concretara. Y agregaba un deseo que finalmente se cumplió: “Espero que algún empresario local se atreva antes de que nuevamente se aburran de tocar”.
Último de los tres Saicos sobrevivientes en ser entrevistado para esta nota, Papi decía que, cuando sonó su teléfono, quien esto escribe había tenido la suerte de haberse ahorrado un enemigo. “Porque si alguien hace una nota sobre Los Saicos desde Argentina, entrevista a dos de ellos y me deja afuera, ese periodista está en mi contra”, explicó el bajista, que revelaba entonces que el grupo no sólo estaba volviendo a tocar en vivo, sino que también había comenzado a planear un nuevo disco. “Pero no va a ser de Los Saicos, porque nosotros éramos cuatro, pasamos a ser tres y ahora somos cinco. Sumamos dos músicos más, un guitarrista y también un bajista, ya que yo he dejado de tocar el bajo y sólo canto. Así que seguro será otra cosa. Tenemos cuatro temas, pero aún es un proyecto, no hay nada confirmado”.
A los 66 años, Papi aseguraba entonces que volver a tocar con Los Saicos era lo mejor que le había pasado en su vida. “Me encanta ver la cara que ponen los amigos de mi edad cuando les cuento que hago música o que todavía puedo cantar. ¡Se mueren de envidia!”, se mataba de risa Castrillón, el dueño de esa voz que para Estela Raval alguna vez fue la más linda que había escuchado jamás, el niño cuya vida cambió para siempre luego de escuchar a Elvis Presley.
“¿Sabés qué fue lo mejor de este regreso? Cuando estábamos en el primer show, en España, y la banda que nos acompañaba empezó a tocar ‘Ana’ para que yo la cantase. Tuve que terminarla varias veces, porque cada vez que llegaba al final ellos seguían tocando el tema, de pura gana, respetando los arreglos originales hasta el menor detalle. Ahí fue cuando me di cuenta de que esos chicos habían escuchado nuestras grabaciones como nosotros escuchamos en nuestra juventud las de Paul Anka, Los Beatles o Elvis Presley. Y no creo que haya un honor más grande”.
Diez años después
Escribí este artículo una década atrás, cuando Los Saicos, increíblemente, estaban por debutar en Buenos Aires. Como suele suceder en el mundo del periodismo cultural, los productores del recital pidieron una nota para promoverlo, y yo les respondí que si podía hablar con los integrantes originales del grupo la haríamos tapa de Radar, el suplemento cultural del diario argentino Página 12. Y así fue. Salió con una hermosa portada diseñada por Alejandro Ros —responsable del arte de los discos de Babasónicos, Fito Páez y Javiera Mena, entre muchxs otrxs, que por entonces trabajaba en el suplemento—, inspirada en las líneas de Nazca, y tuvo una buena difusión en las redes. Hubo quien la reposteó advirtiendo que era una entrevista telefónica, pero buena. Hablé, sí, con los tres Saicos que por entonces estaban vivos, y lo hice principalmente llamándolos a sus hogares en Perú y Estados Unidos, ampliando sus declaraciones luego a través de correos electrónicos y chats. Papi Castrillón fue el más difícil de encontrar y, como el cierre apremiaba, casi queda afuera de la nota, por eso la advertencia y casi amenaza que terminó incluida en el artículo.
Repasándola diez años después para publicarla en una antología —algo que sucede con otros de mis rescates reproducidos en Lento—, confirmo que a la historia que cuenta casi no hay que agregarle nada. Salvo aclarar que, finalmente, Los Saicos reformados llegaron a tocar en Perú. Que Pancho Guevara, el baterista original, falleció en 2015. Y que Papi Castrillón ha sido fiel a todo lo que supo declarar para la nota, y también a su actitud entusiasta y beligerante, al punto de que se peleó por las redes con el cantante Erwin Flores por las reediciones del grupo, y continuó tocando su música bajo la denominación de Papi Saicos, su propia banda. Es el autor de una declaración que colgó recientemente en su perfil de Facebook, justo antes de la segunda vuelta de las elecciones peruanas, en la que resume admirablemente su historia y la de su grupo, y se retrata entero mejor que nadie: “Cuando tenía quince años nunca me imaginé que me volvería rockero, que estaba endemoniado ni que iba a tocar en una banda, ni que sería un punk. Pasó algo increíble: por no saber covers ni cantar en inglés, hicimos nuestras canciones. Pensábamos que era rock, pero creo que pasaron cuarenta años y el mundo nos dijo que éramos punk. Pasaron otros años más, y yo era de derecha, pero descubrí lo que es la derecha, un grupo de personas que se hacen ricos con los pobres, y ahora soy de izquierda para mi país. Me sorprende el futuro, qué fascinante viaje me llevará a conocer. Viva la revolución”.
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