Los terrenos baldíos que supieron albergar canchas de pádel y de fútbol cinco fueron vendidos y edificados. Y allí se instalaron oficinas de plataformas de streaming. Algunas de estas oficinas incluían pequeños estudios de filmación y edición, mientras que otras se limitaban a parar a una promotora al costado de un televisor de alta definición por el que rotaban las películas y las series más baratas que habían podido licenciar.

Todo aquel que tuviera algún dolarcillo para invertir se zambulló en el negocio de la televisión a demanda a través de internet. Para poder diferenciarse, hubo quienes ofrecieron servicios especializados, como la plataforma de documentales de tortugas bebés cruzando la playa para llegar al mar antes de que se las coman las gaviotas. O la plataforma de películas de Adam Sandler en las que hace de adulto aniñado que habla con un acento indescriptible, que contaba con cientos de horas de programación.

La competencia feroz, sumada a la pauperización de la humanidad como consecuencia lógica del capitalismo salvaje de las últimas décadas, hizo que los clientes tuvieran que elegir a qué trece o catorce plataformas suscribirse con sus magros ingresos. Las compañías, que ya se contaban por miles, lucharon por mantener a su audiencia mediante la creación de material provocativo y estimulante. Como no funcionó, comenzaron a producir la mayor cantidad de contenido posible.

El público respondió y los servicios con pocas horas de material comenzaron a desaparecer. TV Central, con su programación dedicada 100% a los campeonatos ganados por Central Español en Primera División, no logró sostenerse por muchos meses. Ni siquiera después de remasterizar los 24 partidos de la campaña de 1984 en calidad 4k. Y cualquier biólogo sabe que las tortugas bebés sólo cruzan la playa un número limitado de días al año.

Sólo quedaron aquellas plataformas capaces de desembolsar cifras millonarias para la filmación de horas y horas de nuevo contenido original. Ningún gasto era suficiente, en especial para Netflix. La empresa estaba obsesionada no sólo con seguir funcionando, sino con mantenerse al tope en la cantidad de clientes, así que aumentó la filmación de películas y series a un ritmo tal, que terminó siendo contraproducente.

Sus suscriptores comenzaron a sufrir la patología conocida como FOMO (fear of missing out), o temor a perderse lo que está ocurriendo. En este caso, la incapacidad de mantenerse al día con el nuevo material, incluso si se limitaban a las temáticas de su interés, les generaba fuertes ataques de ansiedad.

Para poner un ejemplo, hubo una semana en la que Netflix estrenó 19 series de adolescentes luchando por la libertad en un futuro distópico, totalizando 10.260 minutos de metraje, más que el total de minutos que hay en una semana. Esto hizo imposible su consumo, incluso si los espectadores se hubieran mantenido sin dormir durante siete noches. Dieciocho de las series fueron renovadas y sus segundas temporadas llegaron a la semana siguiente.

Los médicos insinuaron que la mejor forma de combatir este síndrome era cancelando la suscripción, y ni siquiera el anuncio de la compra del catálogo de películas de Adam Sandler en las que hace de adulto aniñado que habla con un acento indescriptible pudo frenar la sangría de clientes.

Para recuperarse del golpe, la compañía tomó un par de decisiones. Primero, compró todos los prestadores de salud, para silenciar los discursos negativos. Y, más importante, estrenó un sistema llamado NO-FOMO, para el que contrató a centenares de visionadores de diferentes partes del mundo.

El funcionamiento era sencillo: cada uno de los visionadores veía una serie por día y seleccionaba los fragmentos más relevantes, que luego editaba en videos de unos cinco minutos de duración. Estas pastillas fueron un éxito tan grande, que las ganancias de la compañía se dispararon y fueron invertidas en más series y películas.

Para soportar el inmenso caudal de recaudación hubo que contratar a más visionadores, lo que disminuyó dramáticamente el desempleo en los países del tercer mundo, de donde provenía esta mano de obra poco calificada. Esa población mejoró el poder adquisitivo y entre los primeros gastos de las familias que salían de la indigencia estaba la contratación de servicios de streaming.

Los bancos más importantes del mundo no podían manejar la enorme fortuna de Netflix, así que la empresa estaba obligada a seguir produciendo contenido, que directamente se subía a la plataforma en forma de pastillas, porque llevaría demasiado tiempo subirlo completo.

Cuando los principales competidores bajaron la cortina, no hubo un solo trabajador que se quedara sin empleo. La mayoría de los ejecutivos, agentes de venta y promotores fueron contratados como actores y actrices para las ficciones, que crecían a un ritmo exponencial y llevaban tiempo utilizando amateurs, incluso en los roles protagónicos.

Claro que los actores, después de media jornada de filmación, se retiraban a sus cubículos a visionar otras series y luego editar las pastillas. En el poco tiempo libre que tenían se dedicaban a mirar pastillas ajenas, pero el día ya no les alcanzaba. Temiendo un rebrote de ansiedad, la compañía comenzó a sustituir a los actores por personajes digitales, y a contratar editores que tomaban las pastillas de cinco minutos y con ella generaban un núcleo de 25 segundos de video que podía resumir una temporada entera de televisión o una saga de cinco películas.

Durante los años siguientes, el ciclo de saturación se repitió varias veces más. Los programas, filmados exclusivamente por actores digitales, eran resumidos por varias tandas de editores y luego enviados a una inteligencia artificial capaz de condensarlos en décimas de segundo. Esto permitió que la humanidad, formada en su totalidad por empleados de Netflix, pudiera dedicar su tiempo de ocio a ver decenas de miles de resúmenes al día. Aun así, no tardaron en llegar las quejas de los usuarios-trabajadores acerca de los cientos de miles que se estaban perdiendo.

En la actualidad, los físicos cuánticos de la Universidad de Netflix, dependiente de los Estados Unidos de Netflix, se encuentran desarrollando una singularidad artificial capaz de contener un gúgol de horas de video, es decir, un uno seguido de cien ceros de horas de programación.

La idea de los investigadores es transformar a la humanidad en una conciencia colectiva capaz de conectarse a esa singularidad y fusionar sus pensamientos con todas las series y las películas que la componen, para poder disfrutar de ellas en una realidad en la que el tiempo prácticamente se detiene.

Una vez encendida, la singularidad consumirá gran parte de los recursos del planeta, mientras que las personas solamente necesitarán de los nutrientes básicos para mantenerse con vida mientras experimentan la programación que las computadoras del mundo continúan produciendo día y noche, los 365 días del año.

De hecho, algunos matemáticos estiman que ya debería comenzar a construirse una segunda singularidad, dado que a los pocos días de funcionamiento la primera ya estará al máximo de su capacidad.