La Panamericana se mostraba más quieta que nunca. Ni autos, ni ómnibus, ni camiones. Fuera de los focos que iluminaban la rotonda y la entrada al telo de la carretera, no había más nada. Ya hacía dos horas y media que estaba a la espera de algo.
Decidió volverse. El pampero había recrudecido. Mañana era día de madrugar. La caminata era —como siempre— algo larga. Y para no tener molestias, se cruzaba al lado brasilero del Chuy y de allí agarraba por la calle Perú, esa que está paralela a la avenida principal. Salvo la presencia de los vagabundos o de alguna gurisada árabe que alternaba la cerveza con el narguile, todo era allí tranquilidad. Sólo había que llegar al barrio último, y dentro de ese barrio al caserío que estaba al borde de los campos. Desde la ventana de su rancho, el matadero era nítido. También los montes de eucalipto, la serranía.
La luz del comedor, mortecina. Se juró por enésima vez comprar una buena lamparilla ni bien pasara por la ferretería. Jessica —Jessica Moreno, así se hacía llamar— se sacó los guantes de seda que le llegaban hasta el codo, los zapatos de taco fino, los portaligas. El vestido negro y tachuelado, brillante como si fuera de asfalto nuevo, quedó sobre el respaldo de una silla. Se sacó el maquillaje y la peluca platinada cuidadosamente. El agua tibia que corrió por su espalda y el cuello le alivió el peso del día.
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El horno bajo el chapón largaba el olor dulce del barro y la madera. Mientras el vapor de la helada ascendía por los pastos, Castrillón batía el barro junto a la paja y la arena para la próxima tanda de ladrillos. A cada revuelto, traía y llevaba el balde de agua para ir midiendo la consistencia de la mezcla. A un volumen razonable, las milongas y los xotes en portuñol daban paso —en un doble casetero de tiempos inmemoriales— a un compilado de Raffaella Carrà. Castrillón lo silbaba. Cada tanto llegaba a algún falsete, mientras sus manos cuarteadas, cuadradas, y el brazo fibroso, iban volcando la mezcla sobre unas tablas dispuestas para dar la forma.
Nunca se supo a ciencia cierta de dónde provenía su afición por la italiana. Aunque allí en el Chuy cualquier cosa es posible. Como el hijo de Ricardo, el de la bicicletería, que canariazo y todo se sigue emocionando con Abba. O como esa banda que vio Castrillón por casualidad hace poco, unos gurises que después de despacharse con blues roñosos y rockabillys que parecían tocados dentro de un galpón de dos por dos, se ponían a gritar poemas con una cuerda de tambores en el escenario y con la viola chillando una distorsión tras otra. Lo bueno era que en sus últimos veinte minutos de actuación se dedicaron a interpretar en su estilo canciones que a él sí le gustaban: viejos éxitos de Los Iracundos, Roberto Carlos (“O Robertão”), algunas del Club del Clan.
La yerba mezclada con la brasilera que compró en el almacén comienza a surtir efecto. La jornada será larga. Hace un repaso mental de cosas que conseguir.
Va a precisar más aditivo para las mezclas.
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Momoso atendía en el mostrador. Cables, tornillos, tuercas, herramientas. Tras sus lentes y aquel aire de haber nacido más viejo que lo que decía su cédula, hablaba con los vivientes que aparecían buscando lo inverosímil. A veces apelaba a la libreta por algún eventual fiado. La lista era, como mínimo, curiosa: el Dientesolo, Tabernáculo Correa, la Pachamama, el gordo Sopa Fría, la novia loca. Y el ladrillero “Carrá”.
Un lunes que este cayó por ahí buscando enseres para la casa, un par de alambres y varias vigas, Momoso estaba con otro cliente. Al finalizar la compra, lo escuchó cantar. Lo hacía realmente bien. Le preguntó sin esperar gran cosa si aceptaría tener alguna participación breve con su banda, así, como para un cierre. Castrillón lo miró. No era de mucho hablar. Un poco como la gente de allí, pese a su fama de mal arriados y bocones. “Y bueno, si te parece… supongo que habrá que juntarse un poco con ustedes, ¿no?”.
Momoso le dijo que para el fin de semana tenían un toque. Le pasó el horario, el lugar. Que con un par de ensayos probablemente alcanzaba. Cuando el hombre salió del local, aprovechó para llamar al Turco y al Pala. Momoso era el baterista. El Turco se encargaba de la guitarra y el Pala del bajo. Al saber la noticia, ambos estuvieron de acuerdo. Con un par de ensayos probablemente alcanzaba.
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Noche en la ciudad, y sábado. Jessica Moreno se maquilla. Sus zapatos de taco fino, lustrados y negros, brillantes como su vestido tachuelado, piden licencia para matar.
Sabe que hoy tendrá un poco más de suerte.
Después de peinar su peluca rubia y platinada, después de colocar sus portaligas de medias caladas y sus guantes de seda que le llegan hasta el codo, después de agradecer a Iemanjá por su protección de madre, decide dar su paso triunfal de reina: llama un taxi. La luz del comedor sigue en la misma. Se jura nuevamente, por enésima vez, comprar una buena lamparilla. Al salir, el pampero parecía no tan gélido y tan fuerte. Fuma su Nevada en la puerta hasta que el auto viene y hace señas.
Llegó al boliche, vio que había bastante gente. Incluso reconoció a alguno que otro de sus clientes. Bajó del taxi. La banda ya había empezado la segunda y última tanda de su actuación. Se acercó a la cantina y pidió su cerveza. Dos muchachos le buscaron conversación. Parecían no ser de acá. Efectivamente, son de Castillos. Aceptan el trato: para después del toque se juntan, van a un lugar que ella conoce, no hacen problema si en vez de pareja entran de a tres o cuatro.
En un momento, Los Cortafierros anuncian la secuencia de covers que todos conocen. Si ya el clima venía en clave dionisíaca, en esta se arma un pogo de proporciones gigantescas. Vuelan los borcegos, las carcajadas, un par de brazos descoyuntados, el chorro de alguna lata. Anuncian la última canción: “Fiesta”, de Raffaella Carrà, con una participación especial. Y en un programado apagón de luces, se percibe una silueta nueva tras el micrófono. Al encenderse, el estallido del público: Jessica Moreno, en todo su esplendor de un metro ochenta y cinco, sus piernas torneadas y el fin del portaligas que el tajo del vestido evidencia al menor movimiento.
La boca, perfectamente pintada, rojísima, sabe de un modo u otro que desde esta noche cambiará su vida y que ya no querrá ser la abandonada. Por lo menos de la estrella fugaz de un tablado sobre cajones de bebida, ni del amor de su Iemanjá ni del olor dulce del barro y la madera saliendo del horno bajo el chapón, la serranía.