La gente siempre espera que uno les pida zapatos. O alguna medicina, champú, una pieza de computadora, cualquiera de esos enseres que a la mayoría le parecen realmente indispensables. Qué quieres que te mande, preguntan los amigos y, en esa situación, a mí nunca me vienen a la mente cosas imprescindibles y una vez, por ejemplo, a un conocido vasco le contesté que una lata de centollo, aunque nunca lo hubiera comido sino sólo por haber visto al cangrejo enorme y rojizo servido en plato durante la escena de una película y me había despertado el apetito.

En otra ocasión, al colega que andaba por Londres le solicité que fuera hasta Baker Street 221B y me comprara una gorrita como las que usaba Sherlock Holmes. “¿Y tú te vas a poner eso?”, indagó con el mismo tono de desconcierto que ponen todos ante lo que deben considerar excentricidades mías. Claro, le respondí, y de veras que me la usé muchísimo.

Cuando un amigo emigrado buscaba qué regalarme para mi cumpleaños de 2014, le dije que una camiseta de la selección de fútbol de Argentina. No cualquiera, por supuesto, la de Messi, con el número 10. No sé si esperaba él que le dijera que una vaca rioplatense o un libro de Borges; por suerte, no me puso peros, sabía —si bien no la compartía— de mi pasión por el fútbol, y no le molestó siquiera que lo apremiara poniendo una fecha. La necesito para el mes de junio, lo más tardar a principios de julio, luego de eso ya no tiene sentido, le imploré. Tenía la mente puesta en la Copa del Mundo y en encasquetarme la camiseta cada jornada en que la albiceleste jugara en Brasil, liderada por el pequeño astro nacido en Rosario y vuelto leyenda en el club Barcelona.

No tuve que contarle —uno no tiene por qué andar contando, si no lo preguntan, de dónde nacen sus pasiones— que descubrí el fútbol y lo amé ya para siempre desde los años de preuniversitario en la escuela Lenin, en aquel Mundial de México 1986, porque se me reveló que la pelota en los pies de Maradona destapaba sobre el universo una belleza semejante a la del pincel en las manos de Da Vinci, el cincel en las de Miguel Ángel o la pluma en las de Cortázar, y un efecto de realidad tan hondo como los reportajes de Rodolfo Walsh y de ingenio científico similar a las ecuaciones de Einstein. Si el balón se desplazara por el césped emitiendo notas musicales, los regates de Diego habrían parido barrocas partituras al nivel de Bach y nada ortodoxos tangos al estilo de Astor Piazzola.

Como las pasiones de cada individuo son tan insondables e inenarrables como los caminos del Señor, tampoco quise —ni tuve que— explicarle a mi amigo que si Diego Armando Maradona es Dios y rige él los destinos del balompié, pudo entonces garantizar por inmaculada concepción que Argentina le diera a luz un hijo llamado Lionel Messi, uno que a la altura de ese año de 2014 parecía estar listo para alcanzar la magnificencia de su progenitor. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo que envuelve la tierra de Martín Fierro y los gauchos bravíos, de Oesterheld y su historieta del Eternauta y de los mejores filetes de carne vacuna del planeta, quería lucir en mi espalda el número de los titanes sobre el fondo de listas blancas y azules y “si eso es lo que quieres, te lo haré llegar”, fue la promesa inmediata del amigo.

Entrado junio y dada la clarinada del Mundial, empezaron a caer, una tras otra, las fechas del calendario del evento y el obsequio del amigo, sin embargo, no acababa de desembarcar en La Habana. Para mi gozo, partido tras partido, el equipo de Argentina avanzaba; y también para mi dolor, pues las oportunidades de compartir sus victorias con el emblema en el pecho iban disminuyendo. El brinco de euforia tras el triunfo ante Suiza en semifinales se mezcló con la amargura del que ha perdido la fe en recibir una dádiva de la Providencia.

Vino el momento cumbre contra Alemania y sufrí cada jugada, alenté como un hincha nacido de verdad en el país austral, y a falta de la camiseta ansiada, me colgué de sucedáneo otra, también de Messi, pero del Barcelona y con el número 19. Era la cosecha de un capricho anterior, en el 2006, cuando dejé estupefacta a una amiga catalana que presagió le pediría la de Ronaldinho con el 10 y no la de un meñique jovencito, estrenado recién como jugador azulgrana. Por esa época, había tenido yo una corazonada, luego de verlo jugar en el Mundial Sub-20.

Esperé el gol de los míos con una ansiedad de ahogado y se me estrujaba el alma con cada ocasión perdida; hasta que, al fin, el corazón se me rompió como un vaso de cristal lanzado contra el piso en el instante que el germano Göetze hundió el balón en las redes de los del Río de la Plata. Para hacer más arduo de tragar el buche de la derrota, me autoculpé, vencido por la superstición de que la suerte se mudó cuando quise engañarla colocándome el pulóver de un club ajeno y muy distinto habría sido todo de portar el auténtico. Con el paso de los días y el peso de la resignación, fui cambiando de opinión y hasta hallé consuelo en el hecho de no haber llevado sobre mí esa data, la marca del perdedor. Quince días tarde, me entregaron el paquete y la camiseta fue a dar directo al fondo de mi clóset.

Pero la memoria de los fracasos es efímera cuando compite contra el recuerdo de un grande y glorioso amor. La remembranza de la magia de Maradona, unida al impacto de un presente donde su hijo —o discípulo, o imitador—, Lionel Messi, sacaba conejos de la chistera para clavar goles de fantasía en los juegos de la liga española, me devolvió rápido la confianza de que en un futuro, muy cercano incluso, podría sacar al aire esa camiseta y ostentarla con orgullo.

El nacimiento del mito, que creí entrever años atrás, había dejado hacía rato de ser presentimiento para convertirse en la realidad más absoluta: nadie podía acumular tantos Balones de Oro como Messi, ni tantos títulos como para elevar al cielo el grito de Visca Barça, ni tantos récords. Nadie que pudiera eludir la cuestión de si merecía el epíteto máximo, el de mejor jugador del mundo, en el fútbol de ahora y puede que hasta en el de todos los tiempos. Ante esa imagen de un Mesías ungido para restaurar el Reino de Dios, como una vívida reencarnación de Maradona, no quedaba otra que confiar en el regreso de Argentina al altar mayor de América y del planeta.

Pero lo de Leo con su equipo nacional parecía destino de héroe trágico. Émulo de Sísifo, alcanzaba a empujar la piedra hasta los bordes de la cima y le fallaban las fuerzas en el minuto de plantar la bandera en la cúspide. Tras las finales perdidas en la Copa América de 2007 contra Brasil y el Mundial de 2014, insistió en los torneos continentales de 2015 y 2016 con el mismo resultado. Derrotas ante Chile, ambas, encima con penal fallado en la segunda; y entonces, la Pulga decidió descabalgarse de la fábula donde se convertía en gigante. Dijo adiós al team de la patria querida; acaso porque se creyó abandonado el Hijo, o castigado por el Padre divino a causa de un pecado ininteligible. ¿Le decía su subconsciente que era demasiada soberbia competir con el ídolo del Pelusa en vida?

Y mientras, precavido yo, aguardaba para sacar la camiseta del escaparate hasta que llegara el último partido de cada torneo y, ahí, me entregaba ya por completo a la esperanza de que no hay maldiciones eternas. Para volver a enterrarla a la hora de las derrotas, cada vez, y ganando en convencimiento de que esa camiseta, también, estaba rodeada de un hado fatal.

No me sorprendió el regreso de Leo para el Mundial de 2018. Los mártires de la fe nunca renuncian a la quimera de envestirse alguna vez de hijos pródigos. Mas, cuando Francia derribó a Argentina en cuartos de final, todavía no le había dado a mi camiseta la oportunidad de volver a ver la luz.

Con el mundo entero sofocado en las fauces de la pandemia y el Diego humano fallecido en noviembre de 2020, mirándolo ahora con ojos de Santo desde la Eternidad... Con 34 años, estropeado por el karma de cuatro títulos perdidos y teniendo alrededor un conjunto renovado, al que le quedaban muy pocos de los apóstoles que lo habían acompañado en las gestas de lágrimas, pudo Messi cubrir de nuevo la ruta y arrastrar a los argentinos hasta la prueba definitiva en la Copa América de 2021. Pero el rival, otra vez, sería Brasil, el más temible, el más feroz, el que lo había vencido en 2007 y lo había sacado del camino en las semis de 2019. Y la revancha lucía más imposible porque el duelo tendría lugar en el Maracaná de Río de Janeiro, donde la Pulga había catado el vino rancio del fracasado en 2014, y donde la verdeamarela de Neymar y sus fintas de Nuréyev no podían permitirse un descalabro semejante al de la Copa del Mundo de 1950 ante Uruguay. Tenía que suceder otro “Maracanazo”, tenía que ocurrir un milagro...

Aun así, con la convicción que patalean los ahogados, me puse la camiseta. Tenía que pasar un ángel… y pasó. Pase de Rodrigo a Ángel Di María, globito del Fideo sobre la testa del portero y GOOOOOOOOL... Hasta tuvo el Messías la oportunidad para rematar la contienda a escasos minutos del final, pero las piernas cansadas o la cabeza aturdida no lo dejaron. Poco importó, sin embargo; porque quiso el designio que el 10 de julio no fuera para encumbrar a superhombres solitarios. No era el día de Aquiles, sino el de Jason y los Argonautas, el de un líder aupado por todo un equipo y las ansias de una nación. ARGENTINA CAMPEÓN, grité desde una isla del Caribe, golpeando como propio el escudo del país continental y lejano en la camiseta.

Con el juego concluido muy tarde en la noche, tenía que esperar a la mañana siguiente para dar rienda suelta a mis deseos de pavonearme. No sé si eran míos, realmente; o si era el ánimo de esa camiseta, que había adquirido vida propia, nutriéndose de las amarguras pasadas, en medio del desamparo y la oscuridad. Quería “salir del clóset”: esa expresión, usada para los que, al fin, ventilan a los cuatro vientos su auténtica identidad sexual, le venía bien al impulso de ir a la calle y mostrarse, de exhibir ante los otros la felicidad por largo tiempo aplazada.

Para la gente de mi país, el mapa latinoamericano del fútbol es casi exclusivamente bipartidista. Cuando el 11 de julio, al mediodía, me lancé a las calles de La Habana con la albiceleste cubriéndome el torso, esperaba recibir guiños cómplices, saludos vehementes y vítores clamorosos de la mitad, más o menos, de mis compatriotas, que son fanáticos de Argentina. Esperaba, también, ver muchas camisetas como la mía. Y del resto, los secuaces de Brasil, anticipaba miradas de encono o de envidia; incluso, que alguno pronunciara un reproche cínico sobre Lionel y su embotamiento en el segundo de la definición.

Pero anduve los primeros cientos de metros y sólo noté entusiasmo en la mujer que me obsequió un “Felicidades”. Nada del júbilo anticipado. Ni siquiera una polémica en una esquina donde debatieran los de ambos bandos. Seguí caminando y, poco a poco, fui sintiendo las calles más animadas, como si la vía pública se estuviera cubriendo de una multitud. Pasaban las personas por mi lado, como empeñadas en trazar un derrotero misterioso, y animadas por un propósito común, que a mí me costaba adivinar. Rompieron el silencio, con exclamaciones unánimes; y lo que hicieron fue implorar por “Comida” o “Medicinas”. Ese fue el instante cuando tuve en claro que me había colado en la fiesta equivocada.

De pronto, se convirtió el clamor en “Patria y vida”; y me dio por acordarme de la angustia de Argentina, que esperó 28 años, desde 1993 hasta hoy, para alzar un título y sacarse la costra del desencanto. Pensé en el silbatazo del árbitro poniendo punto final a lo que para el capitán argentino no era un simple juego; y el alarido de Lionel estallando al unísono, para avisar el término de su calvario a través de 14 años de fracasos con la selección nacional. Pensé en la actitud del crack, hincado rodillas en tierra y con los brazos elevados hacia el firmamento, dejando escapar unos sollozos en los que, como un Mesías verdadero, trocaba las aguas que antaño fueron lágrimas de desilusión en el néctar celebratorio de los campeones.

Pensé, a seguidas, en el pueblo de mi tierra, ese que me estaba rodeando, y en la desesperanza que se enquista y en el pesar por las carencias. Pensé en los tantos años de su grito de zozobra contenido. Entonces, mantuve la inercia; no sé si atolondrado, si confundido, o acaso convencido, seguí infiltrado dentro de esa marcha inédita. Y me quité la camiseta.