Los uruguayos somos hijos del rigor, pero nietos de la indisciplina. Ing. Estero Bellaco
Los seres humanos son lo que son, pero también son lo que fueron. Esta frase, permítame decirlo, es de una hondura altísima. Quiere decir, para los legos, que las sociedades guardan en su memoria colectiva todo lo que hicieron sus padres, abuelos y bisabuelos. Usted sabe que yo soy ingeniero y las ciencias sociales no son un campo muy afín a mis intereses. Es así que unas pocas lecturas en algunas publicaciones no del todo especializadas me han dado el inmenso conocimiento que hoy quiero compartirle: la gente hace cosas porque antes las hizo otro. Así de simple. No es la segunda ley de la termodinámica, pero tiene lo suyo, no vaya a creer.
Es fundamental bucear en las psicologías colectivas para entender las psicologías individuales. Esto me lo dijo en su día un taxista psicólogo. Basta ver que la mayoría de los psicólogos dedican su vida profesional a otra cosa, en tanto los médicos e ingenieros dedican su vida invariablemente al área en la que se han especializado, para entender la clara y contundente superioridad de algunas carreras universitarias por sobre otras. Cosas como el “inconsciente colectivo” son conceptos cercanos a la brujería y el vudú, lo sé. Pero a veces tiene su utilidad prestar atención a esas pseudociencias, y dejarse llevar, como hace uno cuando va a misa y se duerme a la mitad del sermón. La otra mitad del sermón tal vez sea apasionante, reveladora. Algo parecido me pasa con las ciencias sociales.
Cuando uno ha viajado, cuando ha vivido en Múnich, en España, sabe que los uruguayos somos una sociedad que vive de manera rutinaria experiencias que en otros lugares son la excepción. Tirar un papelito en la vía pública en el Primer Mundo puede ser casi un crimen; acá, una constante. Colarse en la fila es, para nosotros, un hábito. Imagine lo que pasa en Suiza si uno trata de adelantarse en una cola. En Japón se ponen como locos. Es algo tan extraño a su cultura que no lo ven, realmente no lo ven a uno. Se lo digo yo, que allá me he colado varias veces: el japonés es daltónico respecto a la indisciplina. No la ve. No le entra en el software, como se dice ahora.
El uruguayo es un gólem de objeciones
A lo largo de mi carrera he tenido que lidiar con el talento local, lo que a veces realmente es cansador. Agotador, diría. Justamente en el trabajo cotidiano es donde más se revela esa ilusión llamada “identidad nacional”. En los quehaceres simples del día a día uno puede encontrar todo tipo de trabas, objeciones, peros. Y es que el uruguayo está hecho con el noble material con el que se fabrican los frenos de mano. El uruguayo es un verdadero Leviatán de peros. Diariamente, aquí en el Metro uno solicita la concreción de una tarea simple y jamás, pero jamás, eh, recibe un “perfecto, cómo no”.
Nos pasó cuando pedí retirar todos los enchufes sin tapa en los vagones de la Línea G. Una simple constatación costo-costo me había permitido ver que el gasto en los juicios provocados por personas electrocutadas en esos vagones era mayor al coste de sacar definitivamente los enchufes. Es verdad que esos enchufes fueron ubicados para proveer un servicio a nuestros pasajeros. Una utilidad que terminó dilapidada calentando agua para la infame costumbre del mate. La cosa es que levanté el teléfono y solicité a nuestro jefe de Talleres que retiraran los enchufes. Del otro lado escuché lo que escucho siempre: “Imposible”. Los que me conocen saben que esa palabra no figura en mi diccionario. Literalmente. Cada vez que compro un diccionario (y créame, he comprado miles) busco esa palabra y la erradico. La elimino. La tacho con un marcador grueso. Cuando haga estas cosas, querido lector, trate de usar marcadores suavecitos, porque el tachón se pasa para el otro lado y también se pierde el significado de la palabra “indeleble”, cosa que me ha pasado varias veces, también.
Mi respuesta no se hizo esperar: “Mire, Fraga,” —estamos hablando de la época en que todavía trabajaba con nosotros Telmo Fraga, antiguo jefe de Talleres— “esa palabra no figura en mi diccionario. Cada vez que compro un diccionario (y créame, he comprado miles) busco esa palabra y la erradico, la elimino. La tacho con un marcador grueso”. Su reacción era de esperar: un nuevo pero. Como dije antes, el uruguayo es un gólem de objeciones. “No podemos sacar esos enchufes porque la instalación eléctrica está conectada con los frenos. Usted elige: o continúan electrocutándose los pasajeros o no frenan los trenes”. Sopesé esas palabras con cuidado. Tal vez un poderoso tren esloveno sin frenos nos salga más caro que algunos simpáticos choques eléctricos. Pero claro, recordé mi diccionario tachado de manera irreversible (por cierto, otra palabra que a veces también tacho cuando el marcador se pasa para el otro lado al erradicar imposible). Y retruqué, como se hace en la conga: “Mire, Fraga, si no podemos con el enemigo, tenemos que unirnos a él. Pongamos unas tapitas arriba de los enchufes. Ese tren tiene que seguir frenando y de ser posible, sin electrocutados”.
La solución llegó, porque las soluciones siempre llegan. Vivimos en un sistema económico y social donde todo, tarde o temprano, siempre se arregla. Es la “mano invisible” del sistema, que mete mano en todas partes. Pero a veces a esa mano invisible hay que darle una ídem. Porque como es invisible a veces no le emboca bien. O demora mucho, como pasa con las manos de Alf, ese simpático extraterrestre de la televisión. Las manos del muñeco eran las manos de un titiritero que no veía bien lo que estaba tocando, porque estaba abajo del títere. Eran manos que iban tanteando. Entonces, hay que ayudar a la “mano invisible” del sistema. Hay que desencadenar las cosas, los hechos.
En algún momento la gente, advertida por otra gente, iba a dejar de tocar los cables con corriente. Es sabiduría colectiva. Eso es real. Pero actuar a tiempo significa un ahorro enorme, sobre todo a nivel económico. Y uno actúa, como el líder que es. Pero se encuentra con este espíritu hecho de objeciones. Como en las películas de juicios, cuando uno lidera tiene siempre por delante un abogado pintún gritando “objeción” y, claro, nunca hay un juez canchero que diga “denegada”. Porque la vida no es como las películas de juicios, que no sé si sabe, pero son una verdadera afición para mí.
El origen del mal y cómo tratarlo
El uruguayo es levantisco y libertario. Esto le viene de la época de la colonia. Ustedes saben que para mí la historia no es una disciplina muy confiable, pero a veces, leer la vida de los grandes hombres nos trae enseñanzas. Y una de mis aficiones es leer grandes biografías. Gracias a mis lecturas he desarrollado la idea de que el uruguayo es propenso al motín. Tenemos una vocación por el levantamiento superior a muchos de nuestros congéneres regionales. Siento que los historiadores, esa runfla de tiradores de runas, han pasado por alto en sus análisis los muchos años de vida colonial del Uruguay. Uruguay fue Provincia Oriental, y antes apenas una “Banda”.
Así, la vida de los habitantes de este país transcurría entre obedecer a la autoridad central en Buenos Aires y apelar lo que consideraban injusto a la metrópoli en España. Al mismo tiempo, el habitante oriental estaba habituado a una frontera difusa, cambiante, peleada, con lo que luego sería Brasil. Se acostumbró a amotinarse respecto a la capital y se acostumbró a no saber bien dónde terminaba el país y empezaba el vecino del norte. Se acostumbró a desobedecer. Porque desobedecer, en esa época, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Un historiador, mozo de bar, él, me contó una vez que existía un aforismo que definía las órdenes emanadas de la lejana corona: “Se acata, pero no se cumple”. Fíjese, caro lector, qué extraordinario. Porque no se trata de incumplir porque sí. Sino porque se trata de órdenes sin sentido. No está en discusión la autoridad, sino la pertinencia de tal autoridad. Y eso el uruguayo lo hereda. Como cualquiera de nosotros tose como tosía un abuelo, el uruguayo sigue desobedeciendo. Es claro que ya no distingue entre órdenes pertinentes y órdenes que no. Él va y desobedece. Hemos creado, entre todos, claro, este gigantesco monstruo hecho de altivez y desobediencia.
¿Qué hacer cuando se tiene, entonces, un uruguayo entre manos? Castigar no es la respuesta, claramente. Como digo yo, uno tiene que convencer. Seducir. Cuando uno maneja una empresa es una suerte de galán de teleteatro. Mire, querido lector, hay que ganarse la confianza de la gente. Gente en la que uno jamás confiaría, por supuesto. Pero la autoridad nunca es recíproca. Ya hablaremos de las técnicas de manipulación de personal que uno ha tenido la oportunidad de estudiar en profundidad.
Claro que una cosa es lidiar con los subalternos y otra muy distinta es combatir a la clientela. Lamentablemente, los necesitamos. Pero a veces uno pierde la fe en esa seccional de la humanidad que es el país propio. Acá en el Metro de Montevideo hemos tenido situaciones realmente insólitas. Pasajeros jugando a la pelota en los andenes. ¿Usted sabe lo peligroso que es eso? Claro que no todos los andenes nos quedaron finitos como los de la Estación Requena, pero esa gente está arriesgando su vida. Acá hubo que advertir a los pasajeros que no sacaran la cabeza por la ventanilla los días de calor. Hay gente que sale de los trenes por la ventana.
Una cosa que hago frecuentemente es subirme al último tren de cada línea. Me gusta sentir el calor de la gestión, adentro de la estufa, digamos. ¿Sabe qué ve uno si mira el piso de los vagones desde la altura del piso? Un largo y serpenteante perlado plateado: envases de papas chips tirados por todo el tren. Acá se juntan dos toneladas diarias de basura. ¿Es normal esto? Déjeme decirle que en Japón no lo es. ¿Podemos aspirar a ser como el Imperio del Sol Naciente? A la hora de hacer microchips tal vez estemos lejos. Pero tirar paquetes de papas chips a los recipientes de basura no es algo que requiera de un coeficiente intelectual altísimo. Claro que tengo que reconocer que los tachos de basura no son muy frecuentes en el Metro de Montevideo, sobre todo desde que descubrimos que se usaban para orinar. Lo que a su vez debe tener relación con la anterior clausura de los baños a causa de la discutible moral con la que se utilizaban. Una cosa lleva a la otra, ¿se da cuenta?
Acá hay gente que se ha dedicado a robar el tapizado de algunos vagones. Usted, querido lector, ¿me puede explicar para qué quiere alguien cuerina rosada toda gastada? Hemos tenido que ponerles rejas a los botones para abrir las puertas porque se los robaban. Hubo que crear un puesto nuevo en la empresa: director de Atención al Cliente, para disolver las aglomeraciones provocadas por la gente jugando a las escondidas. Diariamente se van miles de pesos sacando galletitas de las ranuras donde van los tickets electrónicos. No puedo imaginar a una persona que sale de su casa con galletitas en los bolsillos para trancar esas formidables máquinas rumanas. ¿Tenemos que volver a poner una persona a cortar tickets, como hacíamos en la prehistoria? Parece que no aprendimos nada en estos dos años de funcionamiento del sistema de tickets electrónicos.
Este es el material con el que tengo que lidiar día a día, estimado amigo. Pero sepa que, como decía Obdulio Varela, no me doy por vencido ni aun vencido. Y ya que hablamos de Obdulio Varela, es bueno recordar que ante un plantel que amagó arrugar en el entretiempo de Maracaná, él los acomodó a los cachetazos. Claro que no estoy avalando un camino punitivo, pero tampoco esto puede ser un viva la patria. Sea firme. No ceje. Gánele al descontrol con la prepotencia del trabajo. Si por motivos desconocidos la Estación Constituyente se llena de gente desnuda corriendo por los andenes, pida que no lo hagan por los altoparlantes. Si insisten (y créame, el nudista que frecuenta el Metro de Montevideo suele ser muy persistente), explique. Solo cuando no queda más remedio recurra al camino punitivo. Balas de goma es lo más recomendable, porque a la gente desnuda le duelen un montón los perdigones de caucho.
Claro que no sólo tendrá indisciplinados sin ropa. Si pululan los puestos clandestinos de chorizos ilegales, mátelos. Pero con la herramienta más vieja del capitalismo: compita. Ponga puestos legales que compitan con chorizos más económicos. La gente no quiere piratería porcina, quiere pagar menos. Ya veremos cómo solucionar los juicios de la gente intoxicada por comer chorizos a un precio que no paga ni la bolsa de nailon en que estaban envueltos cuando rescató la mercadería vencida de un supermercado. Usted habrá ganado la batalla. El choricero ilegal será historia.
Cada caso, querido amigo, merece estudio, aprendizaje. La indisciplina se combate con disciplina y táctica, como pasa con el fuego, que no se combate con fuego: se combate con agua, su opuesto.