Esto juré llevármelo a la tumba, pero la sucesión de hechos recientes me ha dejado en evidencia y ahora debo desahogarme ante quien ose escuchar.

Lo primero que deben saber es que, desde que tengo memoria, nunca canto el Feliz cumpleaños. En realidad, trato de no cantar nada. A veces lo intento en la ducha, pero ahí me acuerdo de que yo misma tengo también oídos y me tengo el suficiente aprecio como para no hacerme tal daño.

Culpo al sistema educativo. Sabemos usar otros instrumentos, como las manos, y vamos haciendo upgrades: pasamos de tocar a agarrar a escribir y todo así. Pero nadie nos dice qué hacer con la voz. Solo te enseñan a regular el volumen y, generalmente, para que lo bajes.

Sí, ya sé lo que me van a decir. Te enseñan canciones cuando sos chiquito. Y, sí, te hacen cantar, pero se conforman con que repitas las palabras en algo que se parezca un poco a la melodía y ya se les cae la baba a todos. Cualquier adulto que haya ido a un acto escolar debería abstenerse de usar este tipo de argumentos.

Para peor, rápidamente te enfrentás al himno. ¡El himno! ¿Habrá peor iniciación de un vínculo con la voz que cantar el himno? Unos aguditos imposibles de emular y con toda la potencia que durante años te dijeron que te guardaras. Ni me hagan hablar de la marcha Mi bandera porque me desvío del objetivo de este alegato.

Pues completamos el trío del desastre con el Feliz cumpleaños. ¿Qué monstruo, me pregunto, puede haberla establecido como norma? Estamos todos alrededor de una torta, celebrando a una persona, olvidándonos de las miserias cotidianas de la vida en esta roca gigante que flota en el espacio... y resulta que hay que embocarle a un montón de notas demasiado difíciles para quienes no recibimos la gracia de la voz. Esta convención social se hizo merecedora de mi más enérgico repudio.

Habiendo esbozado el marco teórico, procedo a explicar la situación que nos ocupa. La cuestión es que un día decidí que no iba a participar más de este escenario tétrico que nos condena a la mayoría a semejante vergüenza celebratoria. Fue casi sin querer que me topé con lo que sería mi rebelión: el canto comenzó tan rápido que yo todavía estaba tragando un sanguchito, así que, con cara de circunstancias (cachetes exageradamente inflados, ojos bien abiertos, mano cerca de la cara), demoré en entrar en la melodía. Pasado el temor de estar violando el correspondiente imperativo social, observé que todos los concurrentes estaban demasiado pendientes de mantener la tonada y las expresiones requeridas como para prestar atención a sus alrededores. Y lo resolví: nunca más cantaría el Feliz cumpleaños.

Desde entonces, me volví experta en la mímica. Nadie dudaría de mi participación en el festejo. El aplauso se me da con una naturalidad envidiable y mi imitación del canto involucra toda la cara, la cabeza y el pelo. Debo reconocer que he sido beneficiada con ciertas dotes teatrales que me facilitan la empresa. Solo debo tener cuidado de no ubicarme demasiado cerca de otra persona, para que nadie se dé cuenta de que, en realidad, mi boca no emite ni un sonido.

Una vez me asusté porque el lugar era demasiado chico y había demasiada gente, así que inventé una excusa y me retiré antes de que soplaran las velas. Pero descubrí que eso tampoco tiene gran aceptación social, y encima me quedé sin comer torta.

Mi plan funcionaba tan a la perfección que me animé a compartirlo. He aquí mi primer error. (Mi segundo error, en realidad, después de esa vez que me fui y me quedé sin comer torta). Todo comenzó con conversaciones tímidas con otros oprimidos por el sistema de celebración melódica. Hasta que me quebré.

Confesé.

Desperté interés.

Me puse glotona (sepan ustedes, en esta instancia, que no he tenido muchos éxitos en la vida) y enseñé el método. Por ese entonces estaba leyendo El club de la pelea, así que les dije a todos que la única regla del método era que no se hablaba del método. No sé por qué pensé que funcionaría.

La realidad me saltó a la cara hoy, esta noche, en el cumpleaños de un conocido. Ya se respiraba un aire extraño cuando los indicadores de comienzo de cántico encontraron a todos los invitados sensiblemente distanciados unos de otros. Había un aire de tensión que no sé si los demás sentirían como yo, pero la dinámica no era normal. Se prendieron las velas y todos ojeaban sus alrededores sin mover la cabeza.

Se apagaron las luces.

El momento del Feliz cumpleaños encontró al cumpleañero, solo, cantando: “Queee los cuuum-”, mientras todos los demás hacíamos silencio. Silencio absoluto. Salvo, claro, por los aplausos rítmicos, mientras hacíamos la mímica del canto con toda la teatralidad que nos era posible.

La incomodidad se hizo insostenible. Me fui sin comer torta.

Pero ahora lo sé.

Sé que somos muchos, que estamos por todos lados.

Ahora se destapó la olla. Ahora es momento de pasar a la acción.

Vamos a revolucionar el mundo.

Vamos a derrocar de una vez y para siempre la tiranía del Feliz cumpleaños.

Están avisados.