El primer contratiempo fue que las sillas plegables resultaban difíciles de desplegar. El segundo, que eran incomodísimas. Todas extrañaban los mullidos sillones del living de Sonia.

—Es sólo por un par de viernes, hasta que termine de pintar la casa —les recordó Sonia—. Para la semana que viene me encargo de pedirle al padre Pedro unos almohadoncitos.

Una bandeja de bizcochitos terminó de calmar a las señoras, que sabían que aquello no era culpa de la organizadora.

—Te envidio, nena. Hace años que le estoy diciendo al inútil de Carlos que tenemos que pintar todas las paredes.

—Haceme acordar antes de irnos de que te pase el teléfono de estos muchachos. Ahora vamos a empezar con lo nuestro.

Las presentes colocaron sobre sus faldas diferentes ediciones de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

—¡No puedo creer que nunca lo había leído! —dijo Olga, sosteniendo un ejemplar comprado pocos días antes.

—Para eso tenemos el club de lectura. Y no te olvides de que gracias a vos conocimos a Margaret Atwood. Muy bien. ¿Cuál es el tema principal que, para ustedes, quiso comunicarnos...?

Sus palabras fueron interrumpidas por el sonido de la puerta del salón parroquial, que había sido abierto de una patada.

—¿Qué es esto? —preguntó el que iba a la delantera, un treintañero de cabellera menguante y abdomen creciente.

—Se golpea la puerta y se pide permiso —respondió Susana, que había sido maestra durante más de cuarenta años.

—Los viernes a las siete de la tarde es la reunión del club de la pelea. Hace dos años que nos juntamos.

—¿Qué es el club de la pelea?

—No se habla del club de la pelea —dijeron varios de los recién llegados a coro.

Sonia se levantó de la silla plegable y caminó hacia la puerta. Allí tomó un cuaderno que colgaba de la pared con ayuda de un cordel.

—Miren. En el libro de reservas el viernes estaba vacío.

—Lógico —dijo el que llevaba la voz cantante—. Tampoco se escribe del club de la pelea. Ahora, si nos disculpan...

Los hombres se quitaron las remeras. Aquel espectáculo no le movió un pelo al grupo de lectoras, ni siquiera a Úrsula, que llevaba veinte años de solitaria viudez.

El líder señaló a dos de los suyos, que comenzaron a golpearse toscamente, a medio camino entre dos niños pequeños y dos de los Tres Chiflados.

—¿Qué hacen?

—Nos pegamos, señora —contestó uno que solamente estaba mirando.

—¡Paralos, Sonia! —imploró Úrsula.

El lamentable combate se extendió por dos minutos más. Tiempo suficiente para que Susana buscara en el internet del celular lentísimo que le había donado su nieto.

—¡Ya me parecía que esta pavada me sonaba de algún lado!

Su comentario cayó en medio de uno de esos silencios casuales, así que todos giraron para mirarla.

—¿Se acuerdan de que el año pasado les quise hacer leer un libro de Chuck Palahniuk?

Las damas movieron sus cabezas hacia los costados.

—El autor de “Tripas”.

Misma respuesta.

—El cuento que traje del tipo que se está masturbando en la piscina y queda atrapado por la bomba de circulación del agua.

“Hija de puta”, dijo una de sus compañeras por lo bajo. Aquella tarde había terminado con cuatro mujeres desmayadas y una de ellas reanimada por la emergencia médica.

—Cómo olvidarlo...

—Es el mismo autor de El club de la pelea, el libro por el que se están golpeando estos papanatas.

—¿Hay un libro? —preguntó el más golpeado de los contendientes.

—Nosotros nos peleamos como en la película. Para sentirnos poderosos como el personaje de Brad Pitt.

Susana se rio por la nariz.

—No puedo creer que solamente hayan rescatado eso de una historia sobre el daño que produce la masculinidad tóxica y cómo la sociedad capitalista nos dicta qué pensar y qué consumir.

Todos callaron, incluidas las compañeras de Susana, que la odiaban en secreto porque siempre tenía una respuesta para todo.

—Capaz que la señora tiene razón. Escuchen...

Antes de seguir hablando, una piña en el maxilar había tumbado al hombre que tomó la palabra.

—No nos vamos nada —dijo el tumbador.

—Esto se resuelve muy fácilmente. Llamamos al padre Pedro.

El líder de los hombres se puso pálido. La realidad era que el sacerdote les había prohibido volver después de recibir un golpe mientras esperaba su turno para pelear. Ellos se habían quedado con una copia de la llave y habían seguido yendo en secreto durante varios meses.

—No será necesario —dijo el líder, disimulando nobleza—. Podemos pelearnos en cualquier otra parte. Vamos, agarrémonos a piñas en el estacionamiento.

Los púgiles improvisados dieron media vuelta y comenzaron su retirada.

—¡No vayan a rayarme el auto! —gritó Olga.

—No, mamá —respondió uno de ellos.