Mis padres llegaron a Lagomar en 1980 y construyeron La Maragata, una casa rodeada de arena que supieron transformar en tierra fértil. Sus canteros eran el destino de plantines y esquejes que viajaban desde los jardines familiares de su San José natal. En el nuevo hogar, brotaron y fueron cuidados con especial cariño, como si las raíces cavaran túneles para estar más cerca de los afectos.

Una de las principales proveedoras era Carmela, la abuela de mi madre, que en 1926 partió de Castronuovo di Sant’Andrea para llegar, casi accidentalmente, a Uruguay. En San José se enraizó, gestó una familia y cultivó con insistencia la tierra negra de su nuevo mundo.

En 2018, mi madre se propuso reconstruir la historia de Carmela. Ese camino la llevó a hurgar en cajones, zurcir relatos y viajar hasta aquel pueblo en las montañas del sur de Italia. Ahí pudo comprobar que entre las rocas de Castronuovo habitan las mismas plantas que la abuela hacía nacer, una y otra vez, en su jardín. Las raíces también parecían cavar túneles por debajo de los mares.

Este trabajo, que conformó una muestra en el Espacio Cultural San José, reconstruye esta historia a partir del poder fotosensible de plantas que continúan naciendo y conectando San José, Lagomar y Castronuovo. El proceso fotográfico se basa en la reacción de la clorofila y otros componentes fotosensibles existentes en las especies utilizadas. Las obras no contienen tintas ni químicos adicionados.

Esta historia es también la de muchas familias con raíces marcadas por la migración y el cultivo del jardín como huella y legado.