—Buenas tardes. ¿Le interesaría colaborar con la Organización de Defensa del Medioambiente?
—Ya soy colaborador, gracias.
—Su respuesta no sonó muy sincera.
—¿Está desconfiando de mí?
—La institución habría cerrado hace años si sus voluntarios no desconfiaran de todo el mundo.
—Me siento ofendido. Debería darle vergüenza comportarse así.
—¿Lo encuentro, entonces?
—No la entiendo.
—¿Si busco ahora mismo entre la lista de colaboradores encontraría su nombre?
—Por supuesto que sí. Pero no va a poder hacerlo, porque la base de datos es secreta.
—A menos que usted cometa un delito.
—¿Cómo dice?
—En ese caso, la Justicia podría ordenar el levantamiento de su secreto bancario, incluidas las transferencias mensuales. Si es que de verdad existen.
—¡Claro que existen!
—Si está tan seguro, vaya y robe ese quiosco.
—Usted se volvió loca.
—No tiene nada que temer. En el peor de los casos, la Justicia le impondrá penas sustitutivas o prisión domiciliaria. Vaya.
—¿A robar el quiosco?
—No tiene que utilizar un arma real si no quiere o si no tiene. De hecho, simular un arma supondría una pena menor. Aunque de todos modos el juez o la jueza podría pedir toda la información de sus movimientos de dinero. Ya sabe, para descartar que usted integre una red de ladrones que envía el dinero de los botines al exterior, poniendo en riesgo el bienestar de todo un pueblo.
—Le estoy diciendo que yo no soy un criminal.
—Pruébelo. Porque mentirle a una recaudadora solidaria podría considerarse una falta grave. ¿Usted sabe cuánto gano por estar todo el día parada en la puerta del shopping?
—Creía que era un trabajo voluntario.
—No sea tonto. Si así fuera, sólo integrarían la organización aquellas personas que tuvieran la vida resuelta, y esas son las que menos se interesan por el cambio climático o las extinciones en masa.
—¿Entonces cuánto gana?
—Dos dólares la hora.
—Su respuesta no sonó muy sincera.
—¿Para qué le mentiría?
—Quizás sospecha que soy un empleado del organismo recaudador de impuestos. O simplemente le da vergüenza revelar sus cuantiosos ingresos.
—Va a tener que creerme.
—¿Por el secreto bancario?
—No sea tonto. El dinero lo guardo debajo del colchón. Y no tiene forma de entrar a mi domicilio para contarlo.
—A menos que usted cometa un delito. En ese caso la Justicia podría emitir una orden de allanamiento y descubriría su enorme fortuna.
—¡No existe tal fortuna!
—Si está tan segura, vaya y robe ese quiosco.
—Tengo mucho que perder. No sería juzgada como delincuente primaria.
—¿Cuáles fueron sus delitos anteriores?
—Usurpación de identidad. En múltiples ocasiones me hice pasar por empleada de una organización que defendía el medioambiente y así obtuve información bancaria de gente interesada en colaborar. Antes de que lo diga: este no es el caso. Finalmente comprendí el error en mis actos y decidí pagar mi deuda con la sociedad obteniendo este empleo de verdad.
—¿La encuentro, entonces?
—No lo entiendo.
—Si buscara en la nómina de empleados de la institución, ¿encontraría su nombre?
—Por supuesto que sí. Pero no va a poder hacerlo, porque la oficina se prendió fuego.
—¿Cómo dice?
—Sí. Justo antes de venir hubo un incendio y se perdieron todos los documentos, incluidas la lista de empleados y la base de datos de colaboradores.
—Lo sé. Yo estaba ahí.
—¿Usted vio el incendio?
—Hay quienes podrían decir que soy el responsable.
—¿Quiénes?
—En realidad, nadie, porque cubrí bien todas mis huellas, así que no pueden enviarme a prisión.
—A menos que usted cometa otro delito.
—Por supuesto.
—Entonces vaya y robe ese quiosco.
—No tengo motivos para hacerlo.
—¡Tampoco tenía motivos para incendiar nuestra oficina!
—Se equivoca. Con los documentos chamuscados, no hay forma de que usted pueda comprobar si soy o no colaborador de la organización.
—¿Cómo sabía que yo iba a intentar averiguarlo?
—No tenía forma de saberlo, por eso tal vez incendié las oficinas de todas las organizaciones que buscan colaboraciones en la vía pública. O tal vez todas se prendieron fuego en forma espontánea y al mismo tiempo. Esas cosas ocurren.
—Es realmente bueno. Podría aprender mucho de usted si algún día regresara a la vida criminal. Si es que en realidad salí de ella.
—Será un placer. ¿En su casa a las nueve?
—Será un placer.
—No, sería un problema. Porque aprovecharía la ocasión para seducirla, llevarla hasta su dormitorio, revisar debajo del colchón y así descubrir si la historia de sus honorarios era verdadera o falsa. La primera lección es que esté más atenta.
—¿Y la segunda?
—Luego de que robe ese quiosco. ¿Me acompaña?
—Pensé que nunca me lo preguntaría.