El tiempo se ha convertido para él en un bloque brumoso, sin señales ni fisuras, un domingo constante e indistinto en el que es imposible la división por horas. Ya no hay doce de abril ni tres de la tarde. Tan sólo quedan dos estaciones: ese lapso que llamamos día y ese otro que llamamos noche.

Para ser precisos, sólo hay que decir que sus actividades acontecen en un determinado espacio, con luz natural, artificial o a oscuras. Por ejemplo, en su dormitorio, con la veladora encendida, desplaza sus ojos por la biblioteca sin leer títulos ni autores, simplemente atendiendo los colores. ¿Cuánto tiempo lo hace? Indeterminable. Sabemos que ve negro, ve azul, ve blanco, ve rosado y nota que le es difícil distinguir entre el amarillo y el cremita. A la duda le sigue la observación del volumen verde, con el que además modifica el criterio, pasando de los colores a las palabras, sin desearlo ni tomar conciencia del asunto.

Es un diccionario.

Busca la palabra y encuentra que está seguida por pandemónium. Pandemia le parece una palabra políticamente correcta, un eufemismo, una conjugación dicha con guantes de látex, desde la superioridad moral e histórica. ¿Por qué no hablar de peste y reconocernos en la Edad Media? Antes de las feas pestazo, peste, pestífero, pestilencia y pestilente figura la bonita pestañeo, que lo hace notar el microinstante de negro con manchas bordó cuando ocurre ese automatismo; después, aparece pestillo. Su madre siempre contaba la anécdota aquella de que él, cuando era niño, decía peseco en vez de pescuezo, hasta que un día ella le habló del peseco y él le contestó que no se decía peseco, que se decía cuello.

La anécdota era agradable. El problema era su repetición.

El diccionario verde es el único libro de la biblioteca forrado con un nailon. Produce reflejos dorados con la luz y tiene pegada una etiqueta por debajo del forro que dice su nombre: Diego Fernández, 1/3. Busca en vano el recuerdo de su madre forrándolo. Intenta imaginarla, pero enseguida entiende que el cuerpo y el rostro que proyectó no se pueden corresponder a los de esos años.

Piensa en primero de liceo, en la clase primero tres. La primera de la lista era Genny Acosta, la última Carla Roselló, la linda Fabiana Posse, el amigo de adelante Mathías Etcheverry, el de la derecha Agustín López, atrás Natalia Fleitas. Ella le gustaba, pero no quería reconocerlo porque no era ni linda ni popular. Adoraba que le tocara el hombro con un dedo y le acercara el rostro para decirle un secreto. A la izquierda se sentaba Juan Pablo Caballero: decía que había ido a un prostíbulo y que después de coger te crecía la pija; además, se reía del diccionario verde forrado por su madre, porque eso era cosa de niños de escuela, de varones vírgenes.

Clasifica el pensamiento: el primer recuerdo que conserva del diccionario es vergonzoso.


En la ranura de la puerta descubre una nota, la agarra, pero no la lee. Todo es así, pura errancia. Como si los silogismos derivaran en conclusiones que no siguen premisas. Se acerca al tendedero, pero no descuelga la ropa, sólo mira el bamboleo que le produce el viento. Ve sus uñas largas, pero no se le ocurre cortárselas. Le basta con la observación, sin reaccionar.

Allá abajo ve a los vagabundos. El más jovencito, el que hace un tiempo insistía para venderle un alargue, se está cepillando los dientes. No produce espuma.

Pasa caminando la llorona, sólo huesos, renga. No debe encontrar a quién lagrimearle para pedirle plata, a quién mostrarle la boca con sus únicos dos dientes, pura encía quemada por la pasta base. Algo le dicen, y ella contesta que es inmune. Nosotros somos inmunes, dice.

La nota es de un vecino. La lee después, alguna noche posterior. Dice que hay gusanos en las cañerías, que no tomemos agua de la canilla. Él se sirve un vaso de agua y apoya el oído en los bordes del vidrio. Escucha el eco de algo que se mueve.

Su madre le ponía el estetoscopio en la panza y lo hacía reír con los sonidos volcánicos de adentro de la barriga. Así suenan los pedos interiores, le decía.


Oscurece, y no enciende la luz. Cuando había apagón jugaban a la conga a la luz de la vela, y después inventaban formaciones estelares, como la constelación cara. Eso cuando era niño. En la adolescencia, el apagón le recordaba algunas visitas al psiquiátrico, ese trayecto sin conversación alguna, con el sonido de su hermana rascándose la garganta y la respiración profunda del padre. Te hacían esperar en la calle porque sin luz no se podía entrar. Había familias que habían ido de otros departamentos, cargaban bolsas con ropa y comida. A veces se impacientaban y protestaban, y entonces alguien les decía que una bufanda se podía convertir en una horca, y eso los callaba. La espera de esas familias era sincera. La del resto, la suya, era una espera actuada, porque se sabía que el corte eléctrico era grave y duradero, pero no podían irse. Había que mostrarse esperando, con disposición paciente, para que los internos no se sintieran despreciados. Siempre una ventana se abría y una chica de su edad le gritaba a la que sería su madre que la sacara de ahí, que la querían matar.

En la esquina ve a la llorona y al dominicano sosteniendo dos piernas de un cuerpo que revisa el contenedor de basura. En un pie, un zapato, que sostiene ella, en el otro, un champión, agarrado por el dominicano. El sacudón parece un grito. Lo sacan rápidamente y el que sale es el jovencito del alargue. Saca una bolsa negra enorme y la tira en el suelo. La rompe desesperado y se tira hacia atrás. El cuerpo de la llorona lo tapa y no puede ver lo que había en la bolsa. Se acuclilla. El dominicano le apoya un brazo en el hombro y ella se lo quita con violencia. Recién cuando ella se acuesta logra ver, aunque demora en entender la imagen, en darle forma a esas manchas negras: son cadáveres de cachorros, seis o siete perros sin vida.

Cuando su madre volvió a casa era una mujer gorda y lenta, con un cigarro constante y una respiración jadeante. Le dijeron que la culpa no era de él, gratuitamente, sin que preguntara ni sugiriera nada al respecto. Que la esquizofrenia era hereditaria y el consumo de sustancias simplemente aceleraba el proceso.


Un cajón de tesoros con souvenirs de cumpleaños de 15, un trozo de tabla del primer skate, la foto de su madre de niña, jugando con un teléfono de disco, la del cumpleaños de Negrito, con una torta hecha de carne picada, la libreta de conducir del abuelo, el discman gris con un CD trucho adentro. Algo en el encierro le produce una compulsión por revisar cosas. Busca pilas y prueba el discman con el Californication, de los Peppers. Fue con su hermana que canjeó ese disco, a medias, presentando dos tapitas de Seven Up en la tienda CD Warehouse del shopping. Se fueron escuchándolo desde la caja de la camioneta del abuelo, tocando guitarras y bajos imaginarios, soñando que tenían un público que los alababa. Habían ido a pasar el fin de semana y se fueron quedando, primero una semana, después un mes.

En la segunda canción, “Parallel Universe”, el disco empieza a saltar. Abre el discman y mira la parte espejada del CD, toda rayada. Entonces ve su reflejo, la barba y el pelo larguísimo, la piel de la frente blanca y seca. No se reconoce a sí mismo, y eso le agrada.

De niño le gustaba el coleccionismo. Primero juntó llaveros, después pegotines. Los conseguía en las tiendas del shopping. Las latitas, las cajas de botellas de whisky y las cajas de cigarros se las daba su madre. Todo fue ultimado en el incendio de la casa de Solís. Ella siguió hasta el último día diciendo que alguien había quemado la casa a propósito, y que debía haber sido el pirómano, el hijo de Cata. A su hermana le dijeron que Negrito se había perdido, que se había asustado con el fuego y andá a saber hasta dónde corrió. Con él sí fueron sinceros, porque era el hermano mayor. Le contaron de la toalla que su madre había puesto a secar encima de una estufa a gas, y que Negrito estaba atado a la pata de la cama.


Parece un entusiasmo anti-Diógenes pero es otra cosa, algo de una densidad diferente, ininteligible. En concreto, se trata de una acción que se va repitiendo. Comienza por eliminar toda duplicación de objetos y sigue de largo, llenando bolsas de Macromercado. Se van la vajilla, las tazas ridículas que le han regalado y también las lindas que no usa nunca. Un par de botellas de licor, las dos por la mitad, rodeadas de polvo pegajoso sobre el vidrio, y un whisky que conserva algo en el fondo. Luego el desprendimiento se hace más personal, como si seleccionara piezas o salas enteras del museo de su vida. Se van la época en la que quiso ser escritor, cuadernos con poesías llenas de rimas y cuentos con vueltas de tuerca, Rayuela, Bukowski, El túnel. Se van el Nokia mil cien con tiernos mensajes de texto de Mariana, la primera novia, el BlackBerry con sutilezas literarias del dealer, el iPod con las discografías completas de bandas clásicas, los Doors, Zeppelin, Pink Floyd, los Beatles, ese afán ingenuo por escucharlo y conocerlo todo. Sabe los contenidos de los artefactos porque a medida que los encuentra los enciende y todos funcionan, pero ya no sirven y su destino es la basura. Se van un monitor de computadora de torre, un teclado, un montón de DVD que ya no tiene dónde mirar, como la temporada ocho de Friends, que en realidad era de su hermana. Se va el ukelele, de cuando quería ser músico. Agendas viejas, diarios de otros años, cargadores de laptops, un par de pesas, la placa de la rodilla, de cuando se rompió el ligamento cruzado jugando al fútbol. Se van recortes que alguna vez ocuparon la pared. Adiós Marley fumando un troncho, adiós Pampita entangada, adiós Tony Pacheco, adiós Che Guevara fumando, adiós Tarantino con la espada, adiós Darnauchans. Del baño quita una caja de zapatos entera, llena de medicamentos, de blísteres vencidos, de agua oxigenada fermentada y con todos los sedantes que tomaba para dormir, hipérico, Armonil, tilo concentrado.

Lleva todo al contenedor, en varios viajes. Es de tardecita y el viento arrastra un tapabocas por el suelo. Un grupo de militantes hace una pintada sobre una pared. No le interesa mirar qué escriben, a favor o en contra de quién, pero se acerca a oler el aguarrás en el que están los pinceles y ve cómo los bloques de cemento que tapan una ventana ahora son tapados por pintura. Su madre pintaba matrioskas, al final. Él se las descargaba de páginas de colorear y se las imprimía. Primero las pintaba con lápices de colores, hasta que su padre vio el sacapuntas. Fue un tiempo de inversiones extrañas. En el baúl del auto se guardaban cosas que en la vieja normalidad hubieran estado en un placar. Remedios, pastillas, cordones, veladoras, platos, vasos, tijeras, alicates y el sacapuntas. En la cocina todo se plastificó, hasta los cubiertos, que se partían frente a la milanesa más fina. Las estufas desaparecieron, primero las de gas y después las eléctricas. Ese invierno anduvieron de bufanda y campera adentro de la casa, y la madre pintó las matrioskas con témpera, siempre saliéndose hacia afuera de las líneas.


Mientras pasa el trapo por la pared se le ocurre que no hay nada en su apartamento que no haya tocado antes. Entonces se da cuenta de que algo cambió. Pero no es el vacío en las piezas. Es el cansancio. Sabe su origen, y sabe que a esta noche de agotamiento le antecedió un día de desprendimiento de objetos pesados. Un tiempo definido, el día, al que le siguió un tiempo igual de claro, esa noche actual. Y otra sucesión igual: a la acción de ver la mancha de humedad le siguió la acción de limpiarla.

Tiene la imperiosa necesidad de escribir. Busca papel y empieza una lista de tareas: llamar a mi hermana, hacer ejercicio, aprender italiano, comprar un reloj despertador, llamar a Antel.

Se acerca a la ventana y ve a los indigentes en la calle. Nota que están inquietos, con algarabía, se le ocurre. Al rato reconoce sus prendas: están usando las ropas que habían sido de él. Ahora arman un paño en el que ponen sus cosas a la venta, el monitor, los cargadores, el iPod, los libros. ¿Querría comprarles algo? No. Pero le gustaría saber qué precios le ponen a cada cosa. El dominicano sirve el licor en las tazas y le acerca una a la llorona, que está pegando el póster del Che en una columna, usando un rollo de cinta pato. El viento amenaza con llevarse a Guevara por los aires, y acaba por rajarle la punta derecha. El joven que le quiso vender el alargue se sienta en un zócalo con la botella de whisky. Se pone a leer un diario desteñido, a las risas, disfrutando las noticias de otro tiempo, la ilusión de que encuentran petróleo, los avances para construir el puente entre Colonia y Buenos Aires, el triunfo agónico de Peñarol.