—Vení por acá, te voy a mostrar las instalaciones —dijo la de Recursos Humanos con una sonrisa entusiasta.

Santiago ya se había olvidado de su nombre, junto con un montón de otra información que había recibido. Sabía el puesto, el sueldo y las tareas, que era lo único que precisaba para darse cuenta de que tenía que aceptar la oferta y firmar contrato, y todo lo demás se le desdibujaba en el torbellino de información posterior a la aceptación. Le devolvió la sonrisa a su inminente nueva compañera, que rebotaba enérgica por los pasillos.

—Mirá, esto es genial. Es que Pachi es tan innovador…

Ante la mirada confundida de Santiago, la de Recursos Humanos explicó:

—Pachi es Ignacio, el dueño. Pasa que es como uno más de nosotros, ¿viste? Entonces le decimos por el sobrenombre. Acá todos nos decimos por el sobrenombre, en general; obviamente, el mío es Ceci.

Ah, al menos un misterio aclarado.

—Somos como una gran familia acá —continuó Ceci—. Bueno, antes que nada, te muestro esto, que es increíble. Son las Cabinas Catárticas —dijo así, con mayúsculas, mientras lo conducía hacia unas cabinas que parecían las de llamadas de larga distancia que había en Antel hasta no hacía tantos años atrás.

—Es increíble, ¿no? —continuó—. Acá nos preocupamos mucho por el bienestar de los colaboradores. Mucho. Hicimos una serie de mediciones de las que surgieron algunas, bueno… dificultades con el clima organizacional. Implementamos unos viernes de pizza, pero los resultados no fueron tan buenos como esperábamos, así que empezamos a prestar un poco más de atención a lo que pasaba, ¿viste? Porque hay que estar, hay que estar, no todo se puede medir desde afuera. Entonces, notamos que los colaboradores necesitaban un lugar donde desahogarse; estaba pasando mucho que recorrías la empresa y había gente llorando en distintos lugares. Lugares que no eran aptos para llorar, ¿viste? Y que ocupaban los baños, y eso era un problema cuando alguien necesitaba ir. Un problema para los dos, porque el que está llorando adentro se pone incómodo y el que está afuera, bueno, está apurado. Lógico, ¿no?

Santiago no sabía si tenía que contestar o no, pero antes de decidirse, Ceci siguió explicando.

—Entonces le llevamos la situación a Pachi con distintas opciones, pero Pachi, así de emprendedor como es, pensó en esta idea genial, completamente innovadora. Mandó comprar estas cabinas, que eran de un cibercafé de acá a la vuelta que se remató, y las instaló. Cabinas Catárticas. Buen nombre, ¿no? Entonces nuestros colaboradores saben que siempre tienen un lugar tranquilo donde desahogarse, que no tienen que estar incómodos ocupando baños ni exponiéndose a llorar en los pasillos y los patios.

Santiago parpadeó varias veces, todavía enmudecido.

—Mirá, seguime. ¿Las ves? Tienen el vidrio espejado, como para que no se te vea llorar si estás adentro, porque eso es medio feo, ¿no? En general uno tiene ganas de llorar en privado. Y Pachi les mandó poner estas tranquitas como de baño de avión, ¿viste? Así que si está libre, se ve la parte verde y cuando está ocupado, mirá qué loco: el símbolo de una lágrima. ¿No es genial? Además, adentro tenés una sillita con almohadón, si querés, pero también hay espacio para llorar sentado en el piso, contra la esquinita. A alguna gente le gusta más llorar así y queremos respetar todas las formas. Viste que en nuestros valores tenemos la diversidad y la inclusión, y para nosotros eso abarca todo, hasta cómo preferís llorar.

Ceci abrió la puerta de una de las cabinas.

—También tenés ahí en la pared un dispensador de pañuelos descartables. De los buenos, ¿eh? Tienen extracto de aloe vera, así te cuidan la cara y ayudan a disminuir el enrojecimiento de la piel después del llanto, para no quedar tan expuesto, así volvés a trabajar como si nada y nadie te anda preguntando. Y hay una papelera abajo de la silla para tirar los pañuelos. La papelera se vacía cada vez que vienen a limpiar, todos los días, y todas las semanas se reponen los pañuelos en el dispensador.

Santiago, ya visiblemente preocupado por su futuro inmediato, rompió su silencio.

—¿Todos los días? ¿Tanto se usan?
—Ay, sí, son un éxito.
—Pero… ¿por qué…?
—Ay, no nos metemos en eso. Es tan personal, ¿no? Cada uno tendrá sus temitas; nosotros no podemos andarnos metiendo. Sólo queremos ser democráticos, es otro de nuestros valores. Queremos que todos tengan derecho a desahogarse tranquilos, que sepan que su empresa los cuida. Somos como una familia. Pachi siempre dice eso. Y si nos ponemos a indagar qué le pasa a cada persona, en definitiva estamos invadiendo su privacidad y encima tendríamos que consultar a los abogados por si nos trae problemas legales, ¿te imaginás? Con qué necesidad, si somos una familia. Ahora, si me disculpás —Ceci hizo un gesto llamando a otro compañero—, Marquitos te acompaña el resto del camino. Justo para esta hora tenía reservada una cabina yo.