La última obsesión del rey Ronaldo III era poseer el mejor violín del mundo. Así que mandó buscar a Rupert Stradinsky, el joven luthier que aprendió con los grandes maestros, le dio una pequeña fortuna por los violines que ya había confeccionado y le prometió aún más riquezas cuando regresara con un instrumento que empalideciera a todos los demás. La presión fue demasiada para el perfeccionista Stradinsky, que pasó los siguientes cincuenta años terminando la pieza. Para entonces el rey había muerto, al igual que su hijo, y Ronaldo V le explicó que de ninguna manera pagaría por aquella excentricidad de su abuelo.

Pasaron los siglos y el violín maravilloso fue cambiando de manos, a veces en transacciones amistosas, pero también en disputas violentas y hasta en robos planificados. Es que la revolución había prendido fuego el palacio real, con el resto de los Stradinskys (y Ronaldo VII) dentro, lo que lo volvió aún más único y codiciado. El último cambio de dueño se dio cuando fue adquirido en una subasta por el famoso violinista Giovanni Tucatto, quien pagó por él la friolera de treinta millones de dólares, acumulados luego de dar conciertos alrededor del mundo. Que un músico como Tucatto y un instrumento como el Stradinsky se encontraran pareció un capricho del destino. Desde ese momento aumentó tanto el precio de las entradas a sus conciertos como la velocidad con que se agotaban.

La gira triunfal incluyó una presentación en el Teatro Máximo de la ciudad de Filechúsets, que convocó a la crema y la nata de la alta sociedad. La platea baja, en particular, era un desfile de tapados de piel de animales extintos y joyas que podían cegar a quien las mirara sin lentes de protección. Esa noche hubo mucho intercambio de chismes y ni bien se ubicaron todos en sus asientos, el telón se alzó y el violinista salió al escenario. El aplauso fue arrollador. La gente amagó a ponerse de pie y Tucatto, con una clarísima falsa modestia, les pidió que por favor no lo hicieran. Cuando sacó el Stradinsky de su estuche se escucharon suspiros de gran parte del público, incluida la esposa de un conocido empresario local, a quien tal manifestación no le hizo gracia.

—¡Bah! —dijo el hombre justo cuando todos quedaron callados.

Estaba en la segunda fila, así que el músico lo escuchó a la perfección. Era la idea.

—¿Qué sucede? ¿Algún problema con su asiento?

El empresario hizo como que se dirigía a su esposa y agregó:

—Hay personas que se creen importantes por tener un pedazo de madera con tripas.

—Este pedazo de madera con tripas, como usted lo llama, vale treinta millones de dólares.

—¡Bah! —repitió el hombre—. Yo tengo doscientos millones en el banco.

—Pero no tiene el mejor violín del mundo.

El público comenzó a reír. Varios aplaudieron. El ricachón nunca se había sentido tan humillado en toda su vida. Tenía que hacer algo.

—¡Le ofrezco cincuenta millones por él!

—Usted no entiende. Hay un valor que va más allá de lo económico.

—Claro que lo entiendo, yo he estado en su lugar. Quiere aumentar su precio. Está bien, ¡que sean cien millones!

Dos señoras adineradas se desmayaron al escuchar esa cifra. Desde los sectores populares no entendían lo que estaba ocurriendo, ya que la acústica sólo beneficiaba a quienes pagaban entradas caras.

—No lo vendo.

—Pero ¿usted quién se cree que es?

—Giovanni Tucatto, encantado.

—Pues yo soy Chillington Buckinshire y quiero ese violín aunque me cueste toda mi fortuna.

—Hizo una pausa dramática—. ¡Le doy doscientos millones de dólares!

El violinista dudó. Podría asegurarse un buen pasar y le sobraría dinero para comprar un buen instrumento. El Ferrarius Privé, por ejemplo, costaba apenas diez millones de dólares. Dudó, hasta que entendió que el público jamás se lo perdonaría; se habría transformado en el artista que se vendió.

—Señor Buckinshire, debo rechazar su oferta, espero que por última vez. Las personas vinieron a verme tocar, no a escucharlo recitar cifras imposibles.

La ovación fue mayúscula. Comenzó en la platea y llegó hasta los asientos en donde se veía poco y nada, que se sumaron sin saber muy bien por qué. El millonario se levantó de su asiento y recorrió medio pasillo, hasta que se dio cuenta de que se estaba olvidando de algo y regresó a la segunda fila. Fulminó a su esposa con la mirada y ambos dejaron el teatro. Ella giró la cabeza en un par de ocasiones, dejando en claro que le hubiera gustado quedarse.

Esa noche fue memorable. El Stradinsky produjo notas hipnóticas ayudado por el virtuosismo de su propietario, y el aplauso final duró cuatro horas y cincuenta y dos minutos. Al otro día, Tucatto fue noticia. Pocos medios identificaron al interesado, pero todos hablaron del músico, su negativa a vender el violín y cómo eso lo había valorizado aún más gracias a las leyes del mercado. La gira continuó con entradas agotadas y en varios casos las presentaciones se cambiaron a lugares más grandes: el mundo entero quería ser parte de ese momento mágico.

Pasó el tiempo y la agenda determinó que el espectáculo volviera a presentarse en Filechúsets. Más allá del incidente que había disparado su popularidad, Tucatto tenía buenos recuerdos musicales de aquella noche. La velada se desarrollaba sin incidentes, con una seguidilla de clásicos que la gente tarareó en los estribillos, hasta que una voz familiar lo increpó al regreso del intervalo.

—¿Pensó que se iba a librar de mí?

Chillington Buckinshire se había puesto de pie y sostenía un violín con su mano derecha. El artista, que había ganado en confianza durante los últimos meses, decidió darle una nueva lección.

—Veo que quiere dedicarse a la música. Si su intención es superarme, le esperan años de práctica. Unos 87 años.

—Solamente traje mi instrumento para alardear. ¿Lo reconoce? Es un Ferrarius Privé. ¡El último de su clase!

Tucatto no pudo contener la risa.

—No lo puedo creer... ¿Alardea de haber comprado el segundo mejor violín del mundo? ¡Yo tengo el primero! Espero que no haya gastado todos sus ahorros en él... ¿Cuánto dinero era, doscientos millones?

—Tiene buena memoria. Este violín costó veinticinco. Últimamente todos los modelos se han valorizado por alguna extraña razón.

—Entonces todavía le queda dinero. Espero que no lo malgaste.

El millonario tomó esa frase como si fuera el pie de una obra teatral.

—Me alegra que lo mencione. Durante el último año gasté 175 millones de dólares en contratar a los mejores científicos del planeta y ponerlos a trabajar en la construcción de una máquina del tiempo.

—¡Que no lo malgastara le dije!

El público rompió en aplausos y risas.

—Me costó hasta el último dólar, pero lo logré. Crearon una máquina del tiempo completamente funcional.

—Está bromeando.

—Pensé en usarla para volver al año pasado y detenerme antes de hacer el ridículo en su concierto, pero el efecto dramático no hubiera sido tan bueno.

Buckinshire sacó su teléfono celular e hizo una llamada. Se escuchó una voz del otro lado, a la que le respondió:

—Procedan.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Tucatto preocupado, mientras la gente cuchicheaba.

—Un grupo comando acaba de transportarse a Checoslavia, a comienzos del siglo XVI. Tienen la misión de matar a Rupert Stradinsky cuando todavía era un bebé. De esa manera, su maravilloso violín dejará de existir.

—¡Pero Stradinsky terminó este instrumento a los ochenta años! ¿Por qué matarlo a tan corta edad?

—Me gusta ser cruel. Si las coordenadas de los libros de historia eran correctas, Stradinsky debería estar muriendo en este instante relativo.

Como si el empresario lo hubiera coreografiado, el violín que estaba en manos de Tucatto desapareció en medio de chispitas de colores. Los presentes se sorprendieron por ese acto casi mágico, pero no lo celebraron. Ya se había corrido entre todo el auditorio el dato sobre la muerte de un niño pequeño. Quien sí reía era Chillington Buckinshire, mientras un Tucatto arrodillado en el escenario aceptaba su derrota. Pasaron unos pocos segundos hasta que el encargado de la sala, vestido de traje y con un gafete que lo identificaba, se acercó hasta el empresario.

—Disculpe, voy a tener que pedirle que se retire.

—¡Pero si yo pagué como todo el mundo!

—No es así. La tarjeta de crédito que utilizó para comprar su entrada y la de su esposa fue rechazada por falta de fondos.

La señora Buckinshire, que no había abierto la boca en toda la noche, habló por primera vez:

—¡Te dije que no dilapidaras nuestro dinero en esa estúpida máquina del tiempo!

La forma como lo dijo despertó nuevas risas del público, que se convirtieron en gritos de “¡Que se vayan! ¡Que se vayan!”. Buckinshire utilizó su celular para sacarle una foto al gafete del encargado de la sala y la envió a través de un programa de mensajería. A los pocos segundos el trabajador se desvaneció en la misma nube de chispitas de colores. El público no volvió a emitir sonido y nadie volvió a pedirle al empresario que se fuera de allí. Tucatto realizó la segunda mitad de su concierto visiblemente afligido y se vio obligado a hacerlo con el Ferrarius Privé que le prestó el hombre de la platea. Ninguno de los presentes notó la diferencia.