Magnificencia es una palabra con dos acepciones. Puede indicar suntuosidad o lujo o puede ser sinónimo de generosidad, de dar sin esperar nada a cambio. Hay un poco de ambas cosas en el Prado, un barrio que, a pesar de no ser el más antiguo de Montevideo, es tal vez el que hace mayor ostentación de su pasado magnificente.
El arroyo Miguelete, que nació como paseo para las familias adineradas y degeneró en un vertedero industrial de olores fétidos que afortunadamente ya desaparecieron, parte el Prado en dos. Hacia el sur están el Jardín Botánico y la Rural, por nombrar dos de sus muchos hitos urbanísticos, paisajísticos y arquitectónicos.
Hacia el norte aparece el Hotel del Prado, que nunca alojó a personas, pero sí les ofrece té hasta el día de hoy. En ocasiones las muchachas del Tea Saloon, un grupo de lolitas góticas que se visten de época pero con influencias estéticas de animes japoneses, se reúnen allí para tomar una merienda con masitas, inspiradas por una arquitectura que las transporta en el tiempo. ¿A qué tiempo? Tal vez a 1912, cuando se inauguró el hotel. O tal vez a antes, a 1867, cuando el francés José Buschental fundó la Quinta del Buen Retiro a orillas del arroyo. O, quizás, a un tiempo inexistente en la historia, pero que se puede vivir en el Prado y que fusiona épocas e imaginarios, tal como lo hacen sus calles y construcciones en pleno siglo XXI.
Tiempo inexistente también es aquel en el que el barrio supuestamente fue un balneario. Es cierto que fue un lugar de vacaciones veraniegas y un refugio de familias pudientes ante las enfermedades y pestes, pero no un balneario tal como lo hemos entendido desde la segunda mitad del siglo XX. Así lo cuenta el arquitecto y urbanista Andrés Quintans, del Instituto de Teoría y Urbanismo de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República.
“El Miguelete fue muy importante”, explica Quintans sobre lo que sucedió después de 1889, cuando el Estado expropió los terrenos y edificios de la quinta de Buschental en torno al arroyo. “Tal vez hubo gente que se bañaba en el río, pero en aquellas décadas se trataba más del disfrute del paseo, de hacer caminatas, de usar sombrillas para cubrirse del sol o, como mucho, de navegar en botes a remo, porque el baño y el hecho de tomar sol no estaban instalados en la sociedad como una costumbre”. Broncearse tenía una carga poco apreciada a los ojos de las clases altas, porque ese tono de la piel correspondía a quienes trabajaban en el campo o en las quintas, al rayo del sol.
La expropiación de los terrenos de Buschental fue parte de las acciones de un Estado inquieto, encabalgado entre dos siglos, preocupado por los beneficios de los espacios verdes para la población. La decisión de crear estas zonas, ya sea el actual Club de Golf, el parque Batlle u otras, respondía al higienismo, una corriente de pensamiento que ponía la salud pública como prioridad, ya que se entendía que el contacto con la naturaleza alejaba a los individuos de los vicios.
Pero no era suficiente con dejar esas áreas verdes abiertas al público, sino que había que invitarlo a pasar y ofrecerle atractivos: caminos, esculturas, sitios donde detenerse y relajarse. Así nacieron el Hotel del Prado y el Rosedal, entre otros puntos del barrio.
El higienismo, sin embargo, no incluyó durante décadas el buen saneamiento de la ciudad. Por eso fue relevante la existencia de una zona de refugio ante el surgimiento de enfermedades muy contagiosas, para quienes podían pagarlo. Esa fue una de las funciones del Prado, por ejemplo, durante la pandemia de gripe que estalló en 1918.
Las clases altas usaban también sus casaquintas para pasar el verano y crearon grandes jardines con especies exóticas, pero que fueran lugares de veraneo no implicaba arena ni sol: la primera playa usada como tal en la capital del país estuvo ubicada entre la Ciudad Vieja y el parque Capurro, aunque de ella hoy no quedan vestigios debido al avance del puerto.
En cierto sentido, Montevideo tuvo en el Prado una extensión de las franjas verdes que venían indicadas por la Corona española en las antiquísimas Leyes de Indias, de 1680. Gracias a ese origen remoto, las casas se construyeron con pompa en amplios espacios. “El Prado quedó un poco congelado en cuanto a lo edilicio y es parte de su problema a nivel habitacional, porque hay muchas casas no habitadas, hechas para usos que no sirven para nuestras formas de vida actuales”, comenta Quintans.
El pasado, o más bien los múltiples pasados, según las décadas, son fáciles de encontrar en la zona. Las casas con huellas arquitectónicas de estilo morisco, gótico, normando o chinesco saltan a la vista y están separadas entre sí para que los paseantes las puedan descubrir, afirma Quintans. Para él, tal vez Ciudad Vieja y la Unión tengan más historia en sus construcciones y calles, pero es una historia que ha quedado oculta por el avance de las construcciones y el trazado de las calles. “En el Prado la historia es muy visible”, dice. “La tipología de sus casas es distintiva y es más llamativa para los ojos no entrenados, por eso la zona invita más a la contemplación”.
El archivo del CdF
Las imágenes de este fotorreportaje fueron tomadas del acervo liberado del Centro de Fotografía (CdF) de la Intendencia de Montevideo. Son parte de las más de 4.500 imágenes históricas que ya están disponibles sin costo en la web del CdF y de un total de casi 30.000 cuya reproducción digital se puede solicitar. Cubren un amplio rango de fechas, desde mediados del siglo XIX hasta 1980, y se ocupan mayormente de sucesos y espacios de Montevideo.
De acuerdo a Gabriel García, coordinador de Gestión de Archivos del CdF, estas series de fotografías están en proceso de limpieza, conservación preventiva, digitalización y documentación. “A medida que esa cadena de trabajo avanza, las fotografías quedan accesibles al público mediante un catálogo en línea”, explica.