En mi país hubo gente que fue asesinada y no se sabe dónde están sus cuerpos. En mi país, el Estado mató a ciudadanos e impide hasta el día de hoy a sus familiares poner una flor sobre una tumba concreta.

Mi padre estuvo muy cerca de ser uno de ellos. Se salvó por un pelito: “Me salvé cagando, decía él”, que era un poco cagón y un poco pituco. También revolucionario, o por lo menos revolucionario en potencia. Hasta que cayó preso y la mamita lo sacó no sabemos cómo. “De esto no se habla nunca más”, sentenció ella y todos le hicimos caso. No es que ella le haya ganado algo a la dictadura; todo lo contrario, seguramente compró esa libertad de la peor manera. Seguramente, la dictadura ganó con eso. Se perdieron un desaparecido. Yo gané un padre, que tampoco es que haya estado tan presente. Murió de lo que él quiso, cuando quiso, y yo pude llevarle varias veces flores a una tumba concreta. Iba con su madre, que, después de renovar el florero con mi ayuda, me pedía que me alejara y los dejara solos. Se ponía a charlar con él y cada tanto, mirando un poco al cielo, un poco a la cruz, un poco al pasto, se golpeaba el pecho. Yo observaba todo de lejos, con mis ojos de niño, y me alegraba (aunque me dolía admitirlo) porque sabía que después de este momento dramático vendría una compra suculenta de caramelos. A veces, también un Ricardito.

Mi padre fue parte de ese grupo de personas que consideraron que estaba bien aplicar la violencia, que era necesario, imprescindible, que las revoluciones sucedían así. Según mi madre, cuando él vio que la cosa venía pesada y notó que lo seguían —acá y en Buenos Aires—, dio un paso al costado. Con eso diríamos que es cagón, o prudente, o pacífico. O enamorado. Eligió formar una familia con la mujer que amaba y llevó esa elección hasta las últimas consecuencias.

Yo no. Entro y salgo de la habitación del amor como un beodo que juega a la gallinita ciega en un cuarto lleno de puertas. El mayor enfrentamiento con las Fuerzas Armadas lo llevé a cabo en enero de 2021. Año de pandemia y restricciones de movilidad. Yo estaba en Atlántida, con unos amigos. La noche era especialmente encantadora y quisimos bajar a la playa. Los militares lo impedían. Me acuerdo de que Germán, que era el más simpático y espontáneo del grupo, le fue a hablar a un cabo, como si la retórica tuviera algo que ver. Yo me alejé porque me dio vergüenza, creo que dije que estratégicamente no era bueno hacer un tumulto. Escuché de la boca de Germán las palabras “noche”, “encanto”, “intercambio”. Ellos se comportaron con mucha educación. No hubo ironías, risitas, humillación de ningún tipo. A mí me hubiera encantado. Me hubiera encantado que se hubieran zarpado y nos hubieran corrido a palos para nosotros poder responder con piedras, gritos desaforados, moretones indignados en las piernas o algo. Para que mi padre no sea siempre el único héroe de esta historia.

Nos resignamos a que no nos dejarían pasar y a que no nos atacarían. Seguimos caminando y, a la cuadra, todavía a la vista de ellos, bajamos por un camino entre tunas. Nos quejábamos de los pinchazos. Yo no pensé, pero pienso ahora: submarino, picana, caricias violadoras. Pero no, nosotros: tunas, abrojos, algún mosquito. Me acuerdo de que sentí miedo, algo de adrenalina. Los milicos seguro nos habían visto. Si querían, nos podían venir a retar o dar algún golpecito. Alguien lo sugirió. Antonio, que milita sindicalmente, dijo:

—Que vengan, que vengan si se atreven esos hijos de puta.

Nos acostamos en la arena y miramos las estrellas en silencio. Lo tomado y fumado había hecho efecto. A lo lejos sonaba “Mi revolución”.