Las citas son una manera de repetir
erróneamente las palabras de otro.
Ambrose Bierce
—Cuando te vi, me enamoré. Y tú sonreíste porque lo sabías.
—Shakespeare —respondió ella con la mirada sorprendida.
Su compañero de presentación en la mesa redonda, al que había conocido en el mismo momento de entrar a la sala y tomar asiento detrás del largo escritorio, hacía tan sólo dos horas, la invitaba a tomar un café en la cantina de la universidad. Un lugar al que describió con oraciones de gran preciosismo en la adjetivación y con erudición histórica. Cuando tomamos café, las ideas marchan como un ejército, insistió él frente a la dubitación de ella.
—Balzac —volvió a acertar la mujer, mientras buscaba en su memoria reciente el tópico acerca del que había hablado él en su ponencia—. Acepto la invitación, pero necesitamos desarmar el ejército, ¿no le parece? —Tomó aliento y, con un tono de voz en el que las palabras parecían cobrar otro peso, dijo—: La resignación es un suicidio cotidiano.
Esperó, pero era claro que él no sabía de quién era la cita.
—Honoré Balzac, ¿vamos?
Caminaron por el ancho pasillo que giraba alrededor del patio central, las paredes de piedra se recortaron en ocho puertas dobles y seis ventanales que, abiertos, matizaron el olor a humedad. Se escuchaba solamente el sonido de los tacos contra el mármol.
Ella logró recordar que él había disertado sobre la contingencia y las señales, cuestiones que parecían tan amenas, tan próximas, pero lo había hecho de un modo extremadamente teórico, hermético incluso.
—Es el azar quien rige la vida, no la prudencia —soltó ella, provocándolo.
—Cicerón. ¿Eso crees? —El hombre caminaba más lento y llevaba, aun queriendo acompasarse, dos pasos de atraso—. Acá estamos, usted y yo, ¿de qué otro modo explicarlo? —La diferencia de edad era notoria, pero mucho más evidente era la de velocidad—. Azar es una palabra vacía de sentido, nada puede existir sin causa.
Habían llegado a la cafetería, él abrió la puerta de vidrio y la dejó pasar, ella agradeció y entró en aquel espacio que parecía una cueva, sin aberturas —salvo la entrada— y sin más adornos que una redonda bombita pendiendo sobre cada mesa.
—Qué estoico este lugar —dijo mientras los movimientos de sus cuerpos arrojaban sombras repentinas dentro del círculo que los encerraba.
—Quizás lo hagamos epicúreo —subrayó él buscándole los ojos, que, entretenidos, paseaban por la habitación.
—La vida es una especie de juego de azar, donde todo el mundo piensa que el de al lado sabe qué está pasando.
La mujer demoraba las palabras, quería imitar el aplomo que él exudaba
—Francisco de Quevedo.
Los ojos por primera vez se encontraron con intención.
—¿No cree en el azar? —quiso saber ella.
—La filosofía cree poco en el azar. La literatura es más romántica en ese sentido.
—Liberar todas las cosas de la servidumbre de un fin. En las cosas encuentro yo esta seguridad bienaventurada: que todas bailan con los pies del azar. La frase es de Nietzsche, hay unos cuantos filósofos que estarían en desacuerdo.
—Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria del azar. Jorge Luis Borges. Hay también escritores escépticos. Por suerte nosotros somos de la misma especie, ¿verdad? —Volvió a mirarla. Ella parió una carcajada, en cambio él ni siquiera asomaba sus dientes, y continuó—. Séneca nos puede sacar del dilema. Existe el destino, la fatalidad y el azar; lo imprevisible, y, por otro lado, lo que ya está determinado. Entonces, como hay azar y hay destino, filosofemos.
—Me parece bien, ¿acerca de qué? —preguntó la mujer cuando se recompuso de la carcajada.
—Del amor, por supuesto. Cuando te vi, me enamoré. Y tú sonreíste porque lo sabías. Fue un poco más que una sonrisa, a decir verdad. —Él tenía dientes pequeños, simpáticos—. Me gustó el modo en el que abordaste el amor y lo contingente, fue excelente. —A ella le fastidió la actitud de maestro con libreta de calificaciones en mano; él creyó que estaba haciendo un bondadoso elogio, al borde de la exageración—. Pero amar es dar lo que no se tiene al que no es. Quizás sea la de Jacques Lacan la más triste y verdadera definición de ese malentendido. —Tenía un gesto desafiante, las cejas arqueadas, los ojos bien abiertos, el mentón levantado—. Dicen que la frase es un invento del que transcribió el seminario, parece que Lacan llegó a decir amar es dar lo que no se tiene, pero quizás pueda uno dárselo al que sí es, ¿sabías?
A ella le causó una gran impresión esta aclaración. Se rascó la punta de la nariz. Su mano se apoyó sobre la mesa, humedeció apenas la piel de la pinotea, los dedos se abrieron y, extendidos, se ofrecían, se entregaban, cinco puntos buscaban un interlocutor. Las manos de él no estaban a la vista, pero quizás algo captó porque con las mejillas sonrojadas llamó al mozo y antes de que viniera dijo siempre hay algo de locura en el amor, pero también hay siempre una cierta razón en la locura. Nietzsche otra vez. ¿Qué te gustaría tomar?
—La mayor declaración de amor es la que no se hace; el hombre que siente mucho habla poco: te retruco con uno que es de los tuyos, Platón. —Qué alegría le daba que las frases le llegaran a la boca y que, sin buscarlo, había empezado a tutearlo—. ¿Qué se puede tomar?, ¿alguna especialidad para recomendar?
—La cerveza artesanal que probé me gustó. ¿Es muy temprano para alcoholizarnos?
La mujer dudó, la mano caminó como una araña en retirada dos pequeños pasos, dejó el rastro húmedo. Una de las manos del hombre subió a la mesa; seca y gruesa, intimidaba a la otra, se acercó, las separaba un servilletero y un pequeño abismo.
—Bebo para hacer interesantes a las otras personas, Groucho Marx. ¡Hagámonos el bien mutuamente!
Observó al hombre, sus rasgos tenían la fealdad y la contundencia de los eruditos. Le gustaba. Lo miró buscándole el alma, o algo más adentro. Él observaba las sombras que se movían sin causa aparente y pensaba en el estado en el que había dejado su cuarto de hotel. Las bebidas fueron —después del primer sorbo— el impulso para retomar la conversación.
—La verdad tiene una sola cara: la de la contradicción violenta, Bataille.
—También la verdad se inventa, Machado. ¡Cuántas frases viven en nosotros, querida!
Él intuyó que ese modo de nombrarla pudo resultar excesivo, detestaba esa vulgaridad y casi siempre la evitaba.
—¿Entonces crees en el azar?
Otra vez estaba buscándolo, ahora él lo notaba y resistía. Ella sacaba pecho, él metía barriga; el ritual del encantamiento encontraba sus formas.
—Se trata de esa única especie de curiosidad que vale la pena practicar con cierta obstinación. No la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que permite alejarse de uno mismo. Foucault y yo te respondemos que estamos dispuestos a ir contigo para que nos muestres lo que es posible descubrir. ¿Adónde vamos para buscar azarosamente?
—La cuestión de saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir pensando o reflexionando: es la continuación de tu cita, ¡esto sólo podemos atribuírselo al destino!
—Ya te dije que estoy dispuesto a darte todo el crédito, ¿adónde nos lleva este encuentro afortunado?
—El sexo sin amor es una experiencia vacía —sentenció la mujer después de beber de un sorbo lo que quedaba en su jarra—, pero como experiencia vacía es una de las mejores.
—Woody Allen, ¡qué cineasta! El sexo es lo más divertido que se puede hacer sin reír. ¿Dónde te estás quedando?, ¿vamos?
El hombre sintió latir su corazón en las sienes, dentro de la boca y en el centro de su entrepierna.
—El sexo es el consuelo de los que ya no tienen amor, García Márquez se apiada de nosotros. —La cara de ella hizo una mueca de tristeza que él no supo decodificar. La mujer le pedía con un par de ojos intensos que respondiera rápido, era un duelo de caliente verba. No dijo nada, entonces ella respondió por él—. Para curar un amor platónico, una follada homérica, le diría Kac a Márquez.
La boca entreabierta de ella, con la lengua visible y los labios gordos, era el lugar donde él tenía puesta la vista. La mano no se atrevía a salir del escondite, ni siquiera cuando los cinco dedos femeninos se arquearon y lo rozaron al volver a despatarrarse.
Él se molestó —¿estaba jugando con él?— y balbuceó una frase de Van Gogh con cierta soberbia. No puede ni tocarme la mano y cacarea, pensó ella.
—Un pene educado es aquel que se levanta para que una mujer se siente. Dicho popular anónimo.
Medio litro de cerveza envalentona a cualquier garganta. El hombre quedó desconcertado. No entendía.
—Una orgía real nunca excita tanto como un libro pornográfico.
Usó a Huxley para encauzar la conversación hacia los modales requeridos para la que creía que era la altura intelectual de los contendientes.
Ella le hizo una seña al mozo y le preguntó al hombre si iba a tomar más. Dudó si seguir descolocándolo hasta el knock out o si volver al cuadrilátero en el que ambos sabían defenderse con amabilidades.
—Otra —dijo él, inaugurando el round final.
—Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí. Pavese —dijo ella concediendo.
La mano de él montó a la de ella, dejó caer todo el peso sobre la suavidad de la otra piel, la apretó, los huesos se juntaron, los dedos abiertos se cerraron. La mano giró, ofreció la palma, su humedad.
—El sexo aquí es una obsesión, en otras partes es un hecho. ¿Vamos, Marlene Dietrich? Te invito a mi hotel.
Él de a momentos vestía un tono de Paul Newman, propenso al disfraz.
—Sin prohibiciones no hay erotismo. Mi vuelo sale en cuatro horas, hoy no va a ser posible.
—Eres la manera que tiene el mundo de decirme qué bonita que es la vida. ¡Estoy dispuesto a rever mi visión teórica acerca del destino! No puede ser que estemos aquí para no poder ser. ¡Cortázar tiene que ser capaz de convencerte!
Las manos tocaban los antebrazos, querían llegar al cuello, a la boca.
—Un intelectual es una persona que ha encontrado algo más interesante que el sexo, asegura Huxley, y en esta oportunidad podemos darle la razón. Linda conversación hemos tenido. El sexo es de lo más vulgar. Pidamos la cuenta, que tengo que irme.
Él se ofreció a pagar, ella prometió invitarlo la próxima vez, ella lo besó en la comisura de los labios, porque después de la cita de Huxley no podía dar rienda suelta al lengüetazo que tenía en mente. Aun así, le acarició con las yemas empapadas el lóbulo de la oreja, le guiñó el ojo y giró con teatralidad.
Él quedó sentado, sorbiendo el fondo de su jarra, revisando lo dicho, ¡cuánta originalidad!
—Y sí, ya estaba dicho, no hay relación sexual.
En esa oportunidad no tuvo que aclarar de quién era la frase porque sólo la estaba citando para sí.