El hambre por lo nuevo crea un
apetito insaciable por el cambio,
que no puede sostenerse
indefinidamente.

Santa María de los Buenos Aires
Vectes et Tabernacula

Los Ángeles, 1992

En el confort de la burbuja menemista del 1 a 1 y la convertibilidad, Los Fabulosos Cadillacs viajan a la costa oeste de Estados Unidos a grabar su primer disco en el exterior: El León. No obstante, el presupuesto asignado por Sony Music es austero. Hoteles dos estrellas, habitaciones para cuatro personas, cuando no colchones inflables en el living de la propia casa del mánager anfitrión, Tomas Cookman. Nada de esto parece importar.

Inspirado, Cookman contrata al productor musical KC Porter, un californiano de padre guatemalteco con experiencia en álbumes de artistas pop hispanohablantes (Luis Miguel, Ednita Nazario, María Conchita Alonso; más tarde, Ricky Martin). Algo que estaba latente en la historia cadillac parecía querer activarse: una banda argentina formada en la tradición del ska, el reggae y el punk, con puntería fina para el hit y gran ambición por hacer bailar a su público incorporando ritmos y sonidos latinoamericanos, se prepara para grabar en Los Ángeles su disco más elaborado hasta el momento y desde allí —¿paradoja de nuestra colonialidad económica y cultural?— sacudir la melena y devorar el suculento mercado latino.

Pero ¿de dónde venían y cómo llegaron hasta allí Gabriel Fernández Capello (Vicentico), Flavio Cianciarulo, Mario Siperman, Sergio Rotman y el resto de la pandilla? Entre su debut con Bares y fondas en 1986, Yo te avisé!!, del año siguiente —con el que despiertan el fervor de Buenos Aires–, y El ritmo mundial en 1988, la banda se posiciona como una de las caras más visibles de la nueva generación del rock. Pero luego, sorpresivamente, encadenan dos fracasos comerciales con El satánico Dr. Cadillac en 1989 y Volumen 5 en 1990. Aun así resisten, al menos para seguir en el candelero, con manotazos vergonzantes pero exitosos, como el megamix Sopa de caracol, de 1991.

La hiperinflación de fines de los 80 y principios de los 90 les limita las actuaciones en vivo —apenas tocan en discotecas, fiestas privadas y cumpleaños de 15—, por lo cual la banda entra en una dinámica frenética de composición y ensayo. Tras la partida de Naco Goldfinger y Luciano Jr., se incorporan Fernando Albareda en el trombón y Gerardo Toto Rotblat en la percusión, sangre nueva que va a redefinir el sonido fabuloso a partir de una ejecución magistral de los ritmos tropicales que ya venían sandungueando.

En el avión hacia la tierra de Magic Johnson y los Red Hot Chili Peppers llevan profundamente trabajadas las canciones que conformarán el nuevo disco. En el estudio de grabación el entendimiento con KC Porter es inmediato. “Los Fabulosos Cadillacs no tenían miedo de explorar nuevos géneros, algo que no abundaba en la música latina”, diría luego el productor al programa Elepé, de Canal 7. De esa forma, con “Manuel Santillán”, “Carnaval toda la vida”, “El aguijón” y “Siguiendo la luna”, entre otras gemas, El León se convierte en la primera resurrección de la banda, un disco cuyo verdadero valor será descubierto tras la explosión del recopilatorio Vasos vacíos (1993) y su estreno sideral “Matador”.

Nassau, 1995

A mediados de la década del 90, la llamada música “alterlatina” —un mestizaje de punk rock anglosajón con ritmos caribeños y latinos, samplers y rapeos— fue ascendiendo lentamente desde tugurios under a giras transcontinentales. Bandas como Todos Tus Muertos, Maldita Vecindad, Tijuana No!, los francoespañoles Mano Negra y los vascos Kortatu difundían un mensaje indigenista combativo y promovían un pensamiento antineoliberal desde una ética do it yourself. Aunque no precisamente adalides de la autogestión, los Cadillacs eran cercanos a estos grupos y propuestas. En El León, por ejemplo, despiertan la sangre del Che en “Gallo rojo”, escupen que de policías “Arde Buenos Aires” y rescatan la memoria con una versión salsera del clásico de Rubén Blades “Desapariciones”, mientras que en Vasos vacíos reivindican “balas de paz, balas de justicia” (“Matador”) y le recuerdan a la juventud de América que en el quinto centenario no hay nada que festejar.

Esta línea compositiva hará eclosión en el siguiente disco, Rey azúcar, grabado en Nassau, Bahamas, y producido por Chris Frantz y Tina Weymouth, dos ex Talking Heads, la banda neoyorkina que había integrado ritmos africanos y bases funkies a su raíz punk y new wave. Las marcas líricas combativas se deslizan por todo el disco, desde el propio título —que alude a un personaje del ensayo antiimperialista de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, junto con una canción homónima—, pasando por el hipersubrayado “Mal bicho” y la crítica feroz de “Miami”, hasta la proguerrillera y sandinista “Hora cero”.

Fabulosos Pedorretas

A medida que la escena musical iba mutando, tanto en géneros como en estética y hasta en ideología, los Cadillacs, tan profetas en Chile y México como en la pampa, iban acompañando la jugada pegados a la raya, ciertas veces visionarios o pioneros. No se encerraban en un estilo unívoco ni pregonaban la ética fundamentalista del rock —“éramos muy salseros para los rockeros y muy rockeros para los latinos”, le dijo Rotman a Gustavo Giorgi en una videollamada pandémica—, sino que estaban atentos a lo que sucedía fuera de su propia burbuja. Esto, sumado a que eran curiosos y entusiastas instrumentistas, hacía que la sed melómana por nuevos ritmos y sonoridades fuese imposible de saciar.

Esta postura incluso les hizo recoger algunas críticas negativas. Hubo quienes los vieron como monaguillos de una idea homogeneizante y caricaturesca de la latinidad, promovida justamente desde los centros de poder político y económico, de la rebelión convertida en mero showbiz. “A mí no me interesa formar parte de la onda Guatezuela, esos lugares en los que se baja uno del escenario y sube [Isabel] Pantoja”, declaró el Indio Solari a la revista La García en 2001, y bautizó a la banda “Fabulosos Pedorretas” cuando le preguntaron por el auge del rock latino. Un año antes El Cuarteto de Nos se quejaba de que “ser chicano esté de moda” y aseguraba que Las venas abiertas... es “un bodrio”.

¿Cuál era entonces el vínculo de los Cadillacs con estas propuestas? ¿Se adaptaban a las tendencias comerciales del momento o eran músicos genuinamente combativos? Por un lado, rapeaban “sudamericano, este es el cambio que te voy a proponer: ¡ey!, no te levantes si no vas a terminar lo que empezaste a romper” con una postura desafiante, hija de la universidad de los Clash, y al mismo tiempo celebraban la piel morena, la arena y el champán y meneaban las caderas al grito de “Watanegui consup, iupi pa’ ti, iupi pa’ mí”.

Proyecto Calavera, 1997

Desde aquel verano marplatense del 85 cuando debutaron en el boliche Via Fellini, han sido 12 años quemando y saqueando punk rock, two-tone, salsa, rap, hardcore, dub, calipso, roots, rocksteady beat y samba reggae, sin prejuicios, sin miedo al fracaso. Callate y bailá.

Por aquellos años, algunos de los miembros del grupo comienzan a coquetear con diferentes ramas del arte y otros se embarcan en proyectos paralelos a los Cadillacs. El bajista Flavio Cianciarulo, que había producido los trabajos Juguetes para olvidar, de Massacre, y Del entorno, de Almafuerte, lanza Peso argento, un disco grabado a dúo con Ricardo Iorio. En 1995 Vicentico se estrena en la pantalla grande con 1.000 boomerangs, una película desconcertante, tan aplaudida como denostada, en la que conoce a su futura esposa, la reconocida actriz Valeria Bertuccelli. Por su parte, el saxofonista Sergio Rotman participa en álbumes de bandas amigas, como Dale aborigen (1994), de Todos Tus Muertos, y lidera Cienfuegos —en la que también toca el baterista Fernando Ricciardi—, con la que editan a fines de 1996 su primer disco.

La gran pregunta ahora, luego de un Rey azúcar que pasa sin pena ni gloria, era cómo seguir. En un programa del extinto canal de cable Telemúsica, Flavio y Vicentico coinciden en que no es de sus discos preferidos, entre otras cosas porque está “mal grabado, a las apuradas”, opinión con la cual Sergio Rotman disiente. A partir de enero, se juntan durante tres meses en una quinta en Del Viso con la intención de descubrir juntos qué caminos tomaría esta vez su periplo musical. Entre ojotas y altas madrugadas comienzan a elaborar el nuevo material, no sin antes apechugar controversias que se van a dirimir con decisiones pesadas y definitivas. El guitarrista y miembro fundador Aníbal Vaino Rigozzi se reconfigura como mánager del grupo a tiempo completo y en su lugar, con ustedes, Ariel Minimal Sanzo, un violero curtido y versátil —Descontrol, Los Minimals, Martes Menta, Pez— que desde el primer ensayo se ubicará en un espectro sónico hasta entonces inexplorado por la banda y será clave para sostener la complejidad rítmica y tímbrica que estaban experimentando.

En abril de 1997 regresan a las Bahamas a grabar su octavo disco, otra vez con KC Porter timoneando el ciclón. En menos de dos meses el trabajo estará terminado.

29 de julio

Me desperté con los truenos. Todo negro. Un día hermoso para quedarse en la cama, pensé. Hice un esfuerzo y me levanté. Fui a la cocina a preparar café. Arrastré los pies hasta el baño con la taza quemándome en las manos. El café me devolvió el calor al cuerpo y el espejo, un rostro desarmado y bien puesto. Apoyé la taza sobre la cisterna y tapé el reflejo de mi cara con la espuma de afeitar. Así, con la navaja en la mano y la barbilla levemente levantada, recordé que hoy era el día.

Manoteo el piloto del perchero. Reunión de consorcio en las escaleras, bajo por el ascensor. Tomo Irala rumbo a la parada del colectivo y al doblar la esquina me choco con la ciudad empapelada: “El disco que cambiará la Historia del Rock Nacional”. El afiche también contiene la tapa. En rojo sangre el popular fileteado porteño de trazo grueso y serpenteante, tres tristes y temerosos cráneos de cuencas vacías formando un triángulo, ¿amenazados?, ¿acompañados? por dos maléficas criaturas de rabiosos colmillos, lengua incandescente y mirada abyecta, y en el centro, con un sombreado turquesa tridimensional, como si fuese la marquesina de una obra del teatro Broadway o el póster de un film clase Z de un cineclub del Abasto: FABULOSOS CALAVERA.

Nunca estuve tan lejos de mí, pero la lluvia me hace despabilar. Vuelvo la mirada al afiche. Una mueca incómoda y cómplice se me dibuja en el rostro. “Fabulosos calavera”... ¿Fabulosos calavera? Ese adjetivo, con ese sustantivo... No hay concordancia, pienso. ¿Es la calavera? ¿Es el calavera? No, es lo calavera, modo adverbio, una categoría abstracta antiecuménica proveniente de un más allá cercano que trasciende el bien y el mal.

Calavera no chilla. Sigo expreso a Musimundo. Empujo la puerta y corro hacia la batea de rock nacional: Flema, no, Fun People, ahora no, el Satánico, tengui... Acá está, es este, ¡acá está el Calavera! Tomo el compact con ambas manos, quema, y voy al mostrador, camino sin coordinar, saco del bolsillo los pesos convertibles y se los extiendo a la chica.

—¿Estás seguro? —me pregunta, y una chispa anaranjada explota en sus ojos café—. Dicen que de la muerte no se vuelve.

—Dicen que dicen.

Necesito un trago, lo necesito ahora. Llego a mi casa y la llave pongo en la puerta, tiro el piloto en cualquier lado. Lo siento mucho pero Movete con Georgina me va a tener que disculpar. Rompo el nailon de la caja, coloco el disco en la bandeja y me entrego a la aventura. Silencio entonces idiota.

Foto del artículo 'Surfeando con la muerte: 25 años de Fabulosos Calavera'

Ilustración: Miloco

Escribimos canciones

Calavera abre con el recuerdo de la festiva “Gitana”. Las lonjas de Toto Rotblat a un ritmo de son rabioso se funden con el bajo sin trastes de Sr. Flavio y anuncian la llegada del muerto. Los vecinos de La Paternal cuchichean paso lento y deseo criminal. Es un muerto en vida que ha dejado vacía su tumba sin flores. Desbocado de humanidad obliga a poner ritmo en tus rodillas en torno a una oración. Al empuje de los metales y la gloriosa exuberancia de los Cadillacs en su máxima expresión se agregan inesperados argumentos fúnebres llenos de gritos, chillidos, glissandos, microcortes grindcores, murmullos, corridas y goznes. ¿Quién es este difunto solitario que levita con las puras palabras de un niño? ¿Qué espantoso pacto el occiso con Mandinga ha sellado? Cianciarulo susurra respuestas en coros guturales ininteligibles y teje spoken word bajo la arrastrada carraspera del cantante.

En traje de huesos relucientes calavera rompe la ola y —como Caronte— invita al muerto al otro lado del mar, aunque sin intenciones macabras: sólo quiere llevarlo a surfear. ¿Qué mar es este en cuya costa el joven lame el cristo mientras los perros aúllan presagios de aire oligofrénico y luna llena? Cuenta la cripta que entre la sala de grabación y las reposeras del gran Caribe, el “trasho-eskritor-antipoeta-new wave-rocker-pop-hispanohablante”, como se autodefine Sr. Flavio en su libro Surfer calavera (2013), fue demeando un titiritero narrativo al cual bautizaría Doctor Calavera: si el viejo doctor Cadillac de Vicentico era satánico, este flamante túnica blanca debía fungir como una criatura pesadillesca eyectada de los mismísimos avernos.

En 1995 la pequeña localidad bonaerense de San Andrés de Giles se vio conmovida por el caso de un hombre que asesinó a toda su familia, muy similar al perpetrado tres años antes en La Plata por el tristemente célebre Ricardo Conchita Barreda. Cianciarulo vislumbró poesía en lo aciago y bajo el influjo del Dr. Calavera compuso un grindcore gutural —digno de ponerle los pelos de punta a su amigo Iorio— tan desmembrado y siniestro como el corazón del carnicero de Giles. Esta nube breve de ruido insufrible no parecía suficiente para convertirse en canción, entonces allá fue su cuate Fernández Capello a suturarle un piano jazzero y soñar con el latido de sus vecinos. ¿Acaso se trata del mismo muerto que abre el disco-sepulcro, devuelto en el tercer tema por una ola gris inmisericorde? Poco importa. A esta altura la intertextualidad y el aura almizcle son tan febriles como incipiente la percepción de que en el inframundo del Dr. Calavera también anida la comedia del arte.

Destruimos las canciones

Los Cadillacs le han cantado al mar desde siempre, incluso antes de saber nadar. Las razones son tan triviales como desconocidas. Tal vez debido a la rima amigable, quizás como metáfora uterina no resuelta. “Amar, odiar. Amar, odiar. Todo va hacia el mar”, vocifera el coro operático en “Sabato”, cuarto beso de Fabulosos Calavera, compuesta por el marplatense a partir de imágenes y fragmentos de la novela Sobre héroes y tumbas. Pero ya no parece ser este el “mar de la vergüenza” donde chapoteaban con Debbie Harry y Mick Jones ni aquel otro mezclado con agua de río que entendía Celia Cruz en 1988. Acá se moja los pies un niño tan solitario y curioso como vil y torturador. Este mar devora incendios y se los lleva bien adentro. Es el mar de la impunidad, los crímenes sin resolverse, un mar no tan distinto al que bañaba las garras del León Santillán. La calavera del maestro es vertiginosa y desciende sin frenos hacia el salseo de Toto y Ricciardi, la melodía llevada por los vientos y el coro, la guitarra distorsionada de Minimal y el spoken word del doctor.

Pongo pausa y me tomo un respiro, es un primer bloque agotador. Doy una vuelta por el departamento, entre atónito y aturdido, y trato de ordenar tanta información. Tendré que dejar grabando Carola Casini, esto va para largo.

Aprieto play. Las trompetas de Dany Lozano y Américo Bellotto abren el telón de un velorio a la ribera de un río famélico. “Howen” evoca un ambiente tarantinesco construido sobre una guitarra surf y aullidos sapucái que provocan menos espanto que sonrisa nerviosa. A pesar de su brevedad y apariencia, la obra de Ricciardi no se decide a ser completamente instrumental: respirando aires de spaghetti western emerge un coro dubitativo que ríe y sólo piensa en escapar. ¿A quiénes pertenecen esas voces lúgubres desfachatadas? ¿Son muertos llevados mar adentro por Calavera? Y la duda más acuciante: ¿qué cadorna es jogüen? ¿Un lugar: maléfico? ¿Un ser: cadavérico? El juego termina antes de que podamos descifrarlo.

Siento “Amnesia” igual de somera, emotiva y tex-mex. El piano envuelto en un efecto acuoso junto con la voz roída y acongojada presagian un escenario de despedida estremecedor. “En los Cadillacs hay una guerra de egos”, declarará el autor luego de grabar su penúltima composición fabulosa, dará un portazo y escapará, como sólo Sergio Frontman sabe hacerlo.

Promediando el disco, las canciones 7 y 8, en clave precalavera, funcionan como guiño a sus orígenes y para quienes siguen a la banda desde la primera época. En “Hoy lloré canción”, bajo, timbales y cencerros latin-root-mood arropan la gola de Rubén Blades, convidada a una prosa cándida, como si la mera presencia del panameño bastara para sostenerlo todo. ¿Pudo más el amor que la muerte, doctor? ¿Se está dando usted un gusto en vida? En cambio, “Calaveras y diablitos” es un reggae dulzarrón que dentro de 30 segundos va a explotar en la Rock & Pop. Prendo la radio. El depto resplandece. La luz del Dr. Calavera invade mi corazón. Llega a su casa, la llave pone en la puerta, dobla prolijamente la sotana y se tira al suelo a jugar con sus hijos luego de una jornada extenuante despanzurrando cadillacs.

Dr. Capello

¿Cómo se acomoda, de pronto, un remolino vencedor lleno de energía y vitalidad entre horizontes de azufre y alientos fétidos? Sencillamente llevándose todo a su paso. “Niño diamante” es esa canción. El padre, con súplica serena, pide a su capitán, en quien confía ciegamente, que lo lleve al mar, su ficción, allí donde ninguna ola podrá derribarlos. No es un vals pero simula serlo. Dura seis minutos pero los últimos dos son una jam session de trompeta, piano y flugelhorn tan devastadora que hace olvidar que alguna vez existió una banda llamada Los Fabulosos Cadillacs.

Las canciones de Vicentico no parecen compartir los rasgos más evidentes del concepto calavera. Sin embargo, los temas que suele abordar el autor de “Padre nuestro” y “Saco azul”, como la irreversibilidad del paso del tiempo y el dolor ante una pérdida, ¿acaso no son adelantos de la muerte? Y la amistad y la niñez ¿no son su contracara misma?

“A amigo JV” suena a orquesta de bar semidesierto de hotel neoyorquino, tarde en la madrugada. El piano suave y melodioso de Porter, la batería con escobillas, tenue el bajo, el ocasional punteo de la guitarra y un acordeón etéreo amodorran a un Capello Fernández que se mueve como calavera en el agua. El crooner gorgotea palabras culpógenas mientras con el índice va revolviendo el cóctel de granadina y se resigna al abandono. ¿Cómo pueden compartir autoría este smooth jazz melancólico y el polirrítmico pandemónium de “Il pajarito”? El vuelo musical hace que la copa ya vacía estalle contra el piso y la cereza ruede amarga. Vicentico arremete un cante jondo mientras la pieza-ave migra a los gritos, no sin antes regalar unos pasitos de vals como despedida, porque del mar no se vuelve, no se vuelve más.

Cerca del final Cianciarulo intercala una última puñalada calavera entre las costillas de Capello. Si aflojamos los corsés, el disco desprende cierta estampa tanguera, desde la tapa fileteada, pasando por la variedad de cortes bruscos y requiebres acelerados, hasta las frecuentes referencias al asfalto porteño. Esta estética arrabalera se celebra explícitamente en la piantada “Piazzolla”, un cálido encomio al tiburón marplatense y a la vez un cierre al concepto rector del álbum. Los cambios de ritmo, la instrumentación cargada, caótica, la voz doblada, los gritos y bisbiseos y las referencias a la vida bohemia instalan un clima parediano en el que la admiración se expresa a través de imágenes violentas.

El cierre queda a manos del cantante, quien empachado de vida, con versos para todos, entona “raro es el vacío que has dejado en mí” con heredada impronta actoral y —aquí sí— evidente aura tanguera. “ADRB” es una carta a un padre póstumo, losa última y pesada de Fabulosos Calavera. Al igual que en “Basta de llamarme así”, la canción dedicada a su hermana muerta, Vicentico vuelve a convertirse en la pena de quien sigue vivo. El amanecer visto de este lado es mucho más terrorífico que cualquier invocación a la muerte, porque mientras esperamos nuestra ola, seguiremos girando como un trompo. En busca eterna.

***

Como un hombre que emerge de las profundidades del mar, como un esqueleto al cual exhuman de su osario bajo una inmensa y pálida luna, vuelvo lentamente a la realidad y me pregunto si esto que acaba de suceder sigue siendo los Cadillacs. ¿Cómo plasmar en un disco el sonido del evento que pone fin a todos los eventos? ¿Qué es la muerte si no esa música que talla un abismo cósmico entre quienes parten y quienes seguimos acá? Abro la ventana en busca de respuestas, pero la ciudad, oscura y desafiante, sólo me devuelve el presagio de que el cuervo, ciego, espera la tormenta que ya va a llegar.