Desde pequeño mi vocación ha sido la cocina. Lo que más me gusta no es el hecho de experimentar con ingredientes en busca de la combinación perfecta, sino ser testigo de la mueca de placer que esa combinación genera en los rostros de quienes la degustan. Por eso hablé con la dueña del diner para el que comencé a trabajar cuando dejé el secundario y le pedí que me dejara ver la reacción de quienes probaban mis panquecas con sirope, mis huevos rancheros o mis macarrones con queso y nuez moscada. Ella aceptó de buena gana, porque me trataba como a un hijo y porque yo cocinaba condenadamente bien. Pero el trato preferencial que tenía conmigo despertó la envidia del resto de mis compañeros, que un día sabotearon un plato que preparé.

En el trayecto que iba desde la cocina hasta las mesas le agregaron una pizca más de nuez moscada y un cliente murió. La Justicia me encontró responsable de ello, aunque los doce miembros del jurado creyeron que yo no lo había matado adrede, sino por equivocación. Sinceramente, no sé qué posibilidad me ofende más. Estuve un año en la prisión del estado, donde logré convencerlos de que me dejaran estar al mando de la alimentación de los internos.

El razonamiento del alcaide fue que en las alacenas no había ingredientes capaces de matar a alguien si se administraban en exceso, a menos que fuera diabético. Aquellos fueron los mejores meses de mi vida, ya que la cocina era de aspecto abierto, mucho antes de que se popularizara en los realities de renovación de hogares, así que tenía una ubicación preferencial para ver cómo se disputaban de manera violenta una salchicha, un pescuezo de pollo o unos frijoles de lo mucho que les gustaban. Lo irónico es que allí sí hubo personas que murieron a causa de mis platillos, pero sospecho que al alcaide le servía para reducir el hacinamiento.

Cuando me liberaron por buena conducta y quise volver a trabajar en la industria gastronómica, descubrí que hay manchas más difíciles de borrar que las de aceite sobre una prenda de lino. Las muecas en los rostros cuando descubrían que era un exconvicto también están guardadas en mi mente, y por un tiempo pensé que terminaría mis días como empleado de la gasolinera de mi padrastro. Mi mundo cambió, o volvió a cambiar, cuando recibí una carta del alcaide, quien recordaba mi pasaje por su prisión y me ofrecía el cargo de chef del corredor de la muerte, cargo que había quedado vacante. Como habrán podido adivinar, el estado en el que vivo aplica regularmente la pena capital y los condenados a muerte tienen el derecho a una última cena, justo antes de que todos sus derechos sean suprimidos con una aguja hipodérmica, un metro de cuerda o una descarga eléctrica.

Al comienzo los platillos elegidos se repetían bastante, en especial entre los que habían sido condenados por matar a otras personas dentro de la prisión, que pedían pescuezos de pollo porque recordaban lo bien que me salían. Pero luego logré que me permitieran unos minutos con cada uno de los reos, en los que debía convencerlos de probar langosta, trufa blanca o caviar minutos antes de expulsarlos de sus cuerpos por la fuerza de la ejecución. Las salchichas siguieron siendo la primera elección, pero logré que varias personas probaran frutos del mar, cortes finos de res o bombones recubiertos de oro por primera y última vez. De ellos me llevo sus mejores recuerdos, ya que mi contrato incluía la posibilidad de acompañarlos durante la degustación, y si bien el vocabulario hacia las cenas solía incluir expresiones irrepetibles, sus muecas no se podían fingir.

Recuerdo una crónica en el periódico local acerca de la sonrisa calma que llevaban varios asesinos en serie al momento de ser ejecutados, que muchos atribuían al sermón con el sacerdote. Uno llegó a gritar a favor de mi pulpo a la mantequilla y ajo antes de morir, pero para la prensa fue el último desvarío de alguien que había troceado a su familia. Ese es, justamente, el principal problema. En estos años he logrado trabajar con los ingredientes más exclusivos, ya que no hay límites en el presupuesto de las últimas cenas. Tampoco han disminuido las cifras de delitos violentos, pese a los argumentos de los legisladores locales que mantienen la pena de muerte, por lo que jamás faltan comensales.

El tema es que a esta altura tengo la misma capacidad que el chef del restaurante más exclusivo que se pueda imaginar, pero sigo ganando el salario fijo de empleado de la prisión. En mi résumé hay referencias de personas que pueden dar fe acerca de mi comportamiento laboral, pero no de la comida que preparo. Porque mis ingresos no me permiten comprar los ingredientes del pulpo a la mantequilla y ajo, y si menciono que los que probaron mis platillos están muertos, vuelve el tema de la condena en mi juventud. Así que sigo cocinando fresas Arnaud, lonchas de wagyu o salchichas bañadas en coñac a personas que las disfrutan inmensamente, pero que ni siquiera podrán terminar de digerirlas.