Dos de mis abuelos eran ciegos y eso marcó mi infancia. Mi abuelo materno falleció cuando yo era muy niño, así que lo conocí sobre todo por historias. Antes de perder la visión, se preparaba el mate al despertarse y se sentaba en su banquito de mimbre a contemplar el sol, ya que creía en el poder sanador del astro rey. Su visión estaba muy deteriorada y era probable que la perdiese de forma definitiva. Sin embargo, pese a los ruegos de la familia y la recomendación de los médicos, no descartaba esa rutina. Mi madre lo intentaba convencer advirtiéndole de los riesgos, pero él sonreía feliz. Cuando la ceguera fue definitiva, continuó sentándose con el mate frente al sol.
Mi abuela paterna, a la que conocí un poco más, además de la ceguera tenía dificultades motrices. La recuerdo como una mujer dulce y sosegada. No obstante, cuando querían hacer las tareas por ella, se ponía irascible y rezongona. Los familiares nos preocupábamos, y eso aumentaba su cólera. “No necesito ayuda”, insistía.
El tema de las personas no videntes me sensibiliza, pero he huido de él. No tengo certezas del origen de mi pasión por la fotografía, aunque las respuestas más cercanas las recibo al contemplar los atardeceres. En esos momentos en que la belleza alcanza su punto cumbre me recorre cierto temor o preocupación de que algún día no pueda verlos. Su posible ausencia siempre me ronda. Cuando se me pasa esa sensación, me he descubierto sujetando fuerte la cámara y pensando en mis abuelos.
Hace unos meses, caminando a casa vi a un hombre que parecía perdido. Observé el bastón y al pasar a su lado le ofrecí ayuda, ya que estaba a unos pocos metros de una zanja profunda. Él, siempre sonriente, agradeció y agregó que se orientaba por las indicaciones del celular. Aquejado por el recuerdo de mi abuela, me fui pensando en si debía haber insistido o no. Meses después lo encontré en la proyección del documental Mirador, del director Antón Terni, enfocado en la vida de un grupo de amigos ciegos. Pablo Zelis es el protagonista.
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La casa de Pablo queda al final de una calle de tierra con amplias zanjas y sin salida. Me espera en la esquina y caminamos hasta llegar al terreno. En ese breve trayecto se traslada con cierta dificultad y, aunque no pregunto, me comenta que al colocar caños la maquinaria de la OSE surcó el suelo y borró los pozos que le servían de referencia.
Un portón rústico nos inserta en la propiedad. Adelante, unas botellas de plástico y ruedas de automóviles sirven de macetas para las plantas. Atrás hay dos viviendas de madera; en una vive Pablo y en la otra, uno de sus hermanos. A la derecha del terreno, detrás de un descampado y un monte de pinos, se verá en unas horas el ocaso.
Para acceder a la vivienda, un tronco grueso de eucaliptus oficia de escalera. En el interior el espacio es reducido: hay una cama con parlantes y una computadora al costado, una mesa con una garrafa de gas pequeña y en la pared, una repisa con recipientes de vidrio. La luz ingresa por una única ventana, y del lado exterior, debajo del marco, unas plantas descansan en un soporte de madera.
Antes de comenzar la charla, le pregunto si es posible realizar unas fotos en el exterior al atardecer. Pablo acepta y, ante mi sorpresa, me hace un par de preguntas relativas a la composición fotográfica: si pienso hacer un contraluz, cuál será la intensidad de la luz a esa hora, si optaré por un retrato, qué tipo de plano compondré. Luego de responderle, me quedo pensando en su dominio de conceptos exclusivos del ámbito fotográfico.
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Pablo tiene 42 años. Prefiere que lo llamen “ciego” en lugar de “no vidente”. Es oriundo de Montevideo y vive desde hace una década en el balneario Bello Horizonte. Nació con diferentes enfermedades en el sistema visual. A los cuatro años le descubrieron un tumor que había que extirpar, y tuvo un desprendimiento de retina que derivó en que le retiraran la córnea y en la pérdida total de la visión.
Su infancia transcurrió en diferentes ciudades y barrios: Montevideo, Ciudad de la Costa y Buenos Aires. Su padre trabajaba de mozo y su madre, en fábricas de diferentes rubros. Es el hermano del medio de cinco. A los cuatro, cuando perdió la visión, vivían en Colinas de Solymar. “Los años anteriores a quedar ciego veía algo. En ese tiempo estaba mucho con una de mis hermanas, que es dos años mayor. Andábamos para todos lados juntos: recogíamos hongos, leña, bosta para la tierra. Tengo esos recuerdos visuales vinculados a la naturaleza: el color de los árboles, del pasto, la luna y el cielo con nubes onduladas. También los ladrillos de las casas que estaban iluminadas con luces intermitentes para la Navidad. Lo que no tengo, y es algo que a todo el mundo le llama la atención, son caras. A esos recuerdos los alimento, los tengo blindados para no olvidarlos; son difusos, pero están ahí”, dice.
El apoyo de la familia fue esencial para su desarrollo. Su madre se esforzó en no hacer distinciones y en que él tuviera una vida igual a la de sus hermanos. Las obligaciones y las tareas de la casa se las marcaron desde el inicio como una forma de expandir sus habilidades; había que limpiar, hacer la cama y colaborar en todo. Esas enseñanzas modelaron su concepción de que es indispensable no limitar a las personas ciegas, sino incentivarlas a que logren las mismas cosas que otros.
—No me ponía límites, nunca decía que no iría a hacer algo por ser ciego. Fui a los scouts y practiqué muchos deportes de chico en la pista de atletismo. La ceguera no significaba una limitante. Tampoco consideraba que las personas me trataran diferente, por lo menos a esa edad —recuerda.
A mediados de la década del 80 la familia vivió durante un año en Buenos Aires. Pablo fue a una escuela que atendía discapacidades motrices y que contaba con un aula para niños ciegos de diferentes edades. Allí aprendió braille y las primeras nociones de movilidad para desplazarse en el espacio. Existen varias técnicas, aunque la primordial es la utilización del bastón. Los bastones, esenciales para la orientación y la localización de obstáculos, son de diferentes colores e indican a las personas videntes la condición de quien los usa: los blancos señalan ceguera total, los verdes, baja visión y la combinación de rojo y blanco, sordoceguera. Otras técnicas implican el uso de las manos, los brazos y los antebrazos para evitar golpes. Pablo desarrolló sus sentidos a tal punto que cuando camina percibe un obstáculo cercano sintiendo el viento.
—Todos pueden desarrollar esa técnica, ciegos o no. Lo que pasa es que no estamos acostumbrados a prestar atención a nuestros sentidos. Estamos tan invadidos por lo visual que no percibimos, pero es estar atentos. Hay una idea de que las personas ciegas desarrollan más el oído, el tacto, etcétera. En realidad es que al no tener lo visual, se busca cubrirlo con otros sentidos.
A los siete años le hicieron un regalo mágico: “un cuadrado al que le apretabas un botón y escuchabas voces”. De la radio viajaban a sus oídos la voz de Dolina, relatos de fútbol, transmisiones de Clarín, misas evangélicas y rock and roll. De regreso a Uruguay, se alojaron en la zona de la Aduana y luego en Maroñas. Estudió en una escuela de tiempo completo especial para ciegos en Paso Molino.
El liceo lo hizo en la Unión y era el único ciego en él. Desde el primer momento sintió el apoyo y la disposición para atender sus necesidades; así fue como se organizaron charlas a profesores y alumnos sobre discapacidad visual. Para estudiar, grababa y sacaba apuntes en braille. En las pruebas y los exámenes recurría a una máquina de escribir.
Fue en esos años de secundaria que se intensificó un deseo: quería salir solo en la ciudad y no depender de la ayuda de sus hermanos para trasladarse. Una maestra de orientación y movilidad de su antigua escuela se ofreció a enseñarle el recorrido de la casa al liceo y a usar el bastón en la calle. Pablo me pide que por favor nombre a la maestra, que falleció hace años: se llamaba Aída Fernández.
Ese gesto desinteresado le abrió las puertas al mundo. Entusiasmado y con el permiso y la confianza de su madre, ideó trayectos y planificó rutas.
—Tenía avidez de vivir, de hacer cosas, de conocer. No es que hasta ese momento no lo hubiese hecho, pero siempre estaba atado a lo que las personas decidieran sobre cuándo salir o ir a un lugar. Y eso de ejercer la libertad, de poder decidir por mí mismo, de ir para acá o para allá, con el permiso de mi madre, me cambió la vida. Comencé a reunirme con un grupo de jóvenes de la Unión Nacional de Ciegos que quedaba en Pocitos. Llegaba a la parada y pedía ayuda a las personas. En el ómnibus el guarda me avisaba del destino; me aterraba pasarme de parada porque tenía todo muy medido”.
Así como experimentó el despertar de la independencia, en el liceo sufriría una de sus grandes frustraciones. Estaba en tercero y, al igual que muchos adolescentes, no sentía motivación en las clases. Al finalizar el curso, la directora lo llamó a su despacho y le comunicó que ella y los profesores creían que le convenía asistir a un lugar específico que permitiera desarrollar sus capacidades.
—Ahí sentí lo que es ser ciego: me estaban diciendo que no sabían qué hacer conmigo. Las limitantes siempre aparecían, pero hasta ese momento era como yo lo tomaba, iba para adelante como me habían enseñado en casa. Esa vez me afectó mucho, me dejó pensando que la sociedad no estaba hecha para personas como yo. La solución que me dieron fue ir al instituto Cachón. Fui a los dos lugares hasta mitad de año, cuando abandoné el liceo porque no me daban los tiempos.
El Centro de Rehabilitación para Personas Ciegas y de Baja Visión Tiburcio Cachón fue fundado hace 60 años y cuenta con un programa de rehabilitación integral. Para Pablo fue fundamental, debido a que allí logró completar su desarrollo con técnicas de orientación, algo que le faltaba. Por otra parte, el aspecto social fue invaluable.
—Me sirvió mucho, sobre todo cuando veía a gente que había quedado ciega de grande y cómo rehacía su vida. Fue una gran lección. En mi caso era algo natural ser ciego, siempre lo había sido. En el Cachón hice los amigos que hasta el día de hoy tengo.
Producto del nuevo aprendizaje adquirido es que se deshizo por completo de los temores a salir solo. Con amigos, frecuentaba recitales de rock y boliches nocturnos.
—¡Fue tremenda experiencia! Andaba en la calle como cualquier otro. La gente siempre me repetía que no anduviera solo en la noche, que me podía pasar algo, y yo les decía que me podía pasar algo como a cualquier otro.
En el cambio de siglo, incentivado por un curso que recibió en el Cachón, Pablo presentó un casete en emisoras de radio para cumplir el gran sueño de vincularse a ese mundo. Su primera experiencia fue en la radio Independencia, en un programa nocturno que conducía él. Luego trabajó en Radio Nacional, hizo programas en radios comunitarias y crónicas para Meridiano juvenil, que conducía José Deco Núñez, uno de los ídolos de su infancia.
Su madre y tres de sus hermanos decidieron probar suerte en Estados Unidos. Pablo y su hermano menor se fueron a vivir a Camino Maldonado. Luego de un año, viajó al norte a acompañar al resto de la familia. La experiencia duró sólo ocho meses.
—Se me hizo bastante difícil. No teníamos documentación. En cuanto al idioma, había hecho un curso de inglés en la Alianza y me defendía. Pero mientras acá me manejaba con la ayuda de la gente en la calle, allá, en un pueblo cercano de Boston, las personas no andaban en la calle y no existía el transporte público. Eso me limitó bastante, además de que mi familia trabajaba todo el día y yo pasaba solo. Las llamadas eran caras, pero cada tanto me comunicaba con amigos. Uno de ellos me grababa los programas de radio y me los enviaba una vez al mes.
Su regreso a Uruguay coincidió con la crisis de 2002 y la democratización de internet. Un sinfín de posibilidades emergieron a su alcance.
—Fue como que se me prendió la luz, recuperé la vista. La internet me abrió un mundo maravilloso porque podía acceder a muchas cosas: música, libros, contacto con personas, comunicarme con fluidez con mi familia.
Hoy existen diferentes aplicaciones y sitios que cuentan con herramientas para mejorar la experiencia de las personas no videntes.
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Pablo está desde hace diez años en Colinas de Solymar. Se mudó por cansancio de la ciudad, sobre todo harto tras haber sido robado en varias ocasiones. La primera fue en una noche de 2005: de regreso a su casa, una persona le puso un objeto en el cuello, presumiblemente un arma. Pablo le dijo que la plata que tenía era lo último que le quedaba para el mes. El ladrón se excusó en que tenía hijos y se quedó con la mitad: 150 pesos. Pese al infortunio, Pablo no se planteó dejar de salir a la calle; su fortaleza estaba en el convencimiento de que no debía limitarse.
Lo volvieron a robar en dos oportunidades. Mientras esperaba un ómnibus en la terminal Río Branco, sintió que lo forcejeaban y se le llevaron el celular. Impotente, les gritó que lo necesitaba por el lector de pantalla, pero sus súplicas fueron en vano. El último robo, en Camino Maldonado, fue el que le generó mayor sufrimiento, tanto por la violencia del hecho como porque lo perpetró gente conocida del barrio: unos muchachos que hacían esquina lo saludaron y a los pocos segundos sintió que lo empujaban y tiraban al suelo para arrancarle la mochila. El bastón voló y se perdió.
—Estaba a unas cuatro cuadras de mi casa. Fue toda una experiencia caminar sin bastón. Tenía que ir despacio buscando referencias con los pies. La ruta me sirvió para orientarme y caminé contrario al sonido. Luego usé los bordes del pavimento de la calle de referencia. Llegando cerca de mi casa era fácil, porque sabía la cantidad de pozos que tenía el suelo.
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Minutos antes del atardecer salimos a hacer unas fotos. Le fui indicando con mi voz la posición en que me ubicaría. Luego, cuando le pedí que caminara hacia mí, intuyó que pretendía darle profundidad a la toma. Más tarde mencionó conceptos relativos a la medición de la luz en la escena. Al finalizar y regresar a la vivienda, indagué sobre el origen de sus conocimientos fotográficos.
Desde niño lo atrajeron la fotografía y sus posibilidades. A veces, en reuniones, los integrantes de la familia posaban y él los retrataba en grupos. Y fue cuando descubrió a Evgen Bavčar, un famoso fotógrafo ciego esloveno, que se entusiasmó con la posibilidad de estudiar al detalle el oficio. Recientemente abrió una cuenta de Instagram llamada Sueños nítidos, en la que publica contenido. Las imágenes las sube auxiliándose con el lector de pantalla, que cuenta con una interfaz sonora. Saca fotos con el celular, ya que aún no pudo comprarse una cámara.
—La idea de hacer fotos es registrar las imágenes que me hago del mundo exterior, porque tengo una representación de la realidad. Me la imagino con mis parámetros. Las formas, los sonidos, las cosas que voy tocando se van uniendo para hacer la imagen. No es una imagen visual. Por ejemplo, si quiero tomar una foto del mar, si estoy cerca o lejos, me doy cuenta por el sonido. Por ahora no me llaman la atención las personas, me gusta la naturaleza.
Actualmente Pablo está desempleado y cobra una pensión. Antes de la pandemia hacía stand up en bares con monólogos que versaban sobre la ceguera. De todos modos, el receso le permitió explorar otras temáticas, ya que estaba saturado de escribir lo mismo y temía ser encasillado. El humor fue la herramienta que encontró para sensibilizar o reflexionar sobre ciertas cuestiones sociales. Ahora le interesa abordar el comportamiento, las reacciones y los prejuicios de las personas ante alguien distinto, no sólo frente a personas con discapacidad, sino ante minorías culturales.
Le pregunto si se ha sentido discriminado.
—La gente en general es muy amable. No podría andar solo sin ayuda. Pero por desconocer, muchas veces cometen torpezas. Por ejemplo, en la calle me quieren ayudar y no me preguntan qué necesito: vienen con el supuesto de que necesitás ayuda y te agarran el brazo para cruzar, y capaz que no quiero. Es incómodo. Lo mejor es no suponer y preguntar. Te vamos a decir lo que necesitamos y a guiar de qué manera ayudar. Creo que cuando se enfrentan a un ciego no están viendo a la persona, sino a ellos mismos en esa situación, por eso surgen esos miedos y prejuicios. Es algo que aprendí con el tiempo. Cuando era más chico me ponía de mal humor, ahora intento hablar y explicar que hay diferentes realidades: algunos ciegos tienen más autonomía y otros, menos.
La noche se instaura. Antes de irme, despejo una curiosidad: si tuviera la oportunidad de ver nuevamente, ¿qué elegiría ver? Pablo permanece en silencio, mueve la boca y se arrepiente en el camino, vuelve a pensar y responde:
—Al haber perdido la vista siendo niño, ya me acostumbré a esta vida. Recuperar la visión no es algo que añore, en realidad no me quita el sueño. Si tuviese la oportunidad, no sé si lo haría. Capaz que es una cuestión de pereza: mi vida está armada y sería como cambiar mi mundo, tendría que hacer todo otra vez. Y si estoy bien así, ¿por qué lo haría?