Francisco se despertó un día y se dio cuenta de que su vida entera tenía banda de sonido. Mientras se frotaba los ojos, intentando ingresar a la realidad real desde la realidad onírica, escuchó el canto de pájaros acompañado de unas suaves y bellas notas. Al principio le pareció extraño, pero pensó que era una especie de continuación de algún sueño lleno de serenidad. Empezó a sospechar que había algo raro cuando al correr el ómnibus sintió vibrar a todo trapo algo casi exactamente similar a la banda sonora de Misión imposible. No alcanzó el ómnibus ese día.

De a poco, Francisco se fue adaptando a su nueva realidad. Después de unos tímidos intentos de chequear el nuevo estado de situación con otras personas, que lo miraron como si estuviera delirando, resolvió que, más allá de lo curioso de todo eso, en definitiva no era nada problemático. Se dijo que así como había llegado, se iría en algún momento, así que simplemente iba a dejar que sucediera. Tal vez incluso nunca hubiera logrado del todo salir de la realidad onírica hacia la realidad real ese día y en cualquier momento fuera a sonar el despertador, pensaba, a la vez que desde algunos parlantes invisibles sonaba música reflexiva.

Todo lo que hacía estaba acompañado por música correlativa al evento, aunque en algunas ocasiones las elecciones eran un poco cuestionables. Hace unas semanas, por ejemplo, se lastimó las encías al cepillarse los dientes, gracias a que la banda sonora de metal pesado que entonces sonaba afectó sensiblemente los movimientos de su mano. En otra oportunidad, se puso a bailar salsa en medio de una clase de Economía, ante la mirada extrañada de compañeros y docentes. Otro día lo oyeron cantando solo en el ómnibus, de forma muy desafinada, una balada de los años ochenta. El chofer sintonizó un programa de radio a todo volumen sólo para intentar callarlo, cosa que no tuvo resultado y únicamente duplicó el suplicio de los demás pasajeros.

Un día, Francisco vio a Elena, después de otra edición musical estilo Misión imposible tras la que había resuelto empezar a caminar hacia la oficina algunas veces por semana. Ella iba unos pasos adelante y parecía moverse en su misma dirección, al menos por un par de cuadras.

A medida que pasaban los días, la veía cada vez más seguido. Cada vez que aparecía Elena, la banda sonora de Francisco traía música romántica. Al principio, a Francisco le causaba gracia; no entendía por qué caminar por la vereda en ruta hacia el trabajo ameritaría un repertorio de música romántica, por mucho que le gustara su trabajo. Poco después, comenzó a darse cuenta de que la música sólo se ponía romántica cuando aparecía Elena; los demás días era simplemente una seguidilla de notas aburridas que marcaban el paso rutinario hacia la oficina. Tal vez ni siquiera le gustaba tanto su trabajo.

Francisco se empeñó, entonces, en caminar a la oficina todos los días, hasta los días de lluvia, para poder encontrarse con Elena. Los días de lluvia, la banda sonora se ponía todavía más melosa.

Elena se percató una mañana de que una música romántica la acompañaba siempre que caminaba hacia su clase de yoga. No sabía cómo ni en qué momento había empezado ni entendía por qué únicamente la escuchaba en esos días, en ese pequeño tramo del trayecto, pero había algo que sí le resultaba evidente: estaba enamorada del yoga.