Éramos cuatro: Lechu, Leo, Andrés y yo, todos hombres bien entrados en la cuarentena, sin entrenamiento especializado ni gran forma física (y uno con miedo al agua). Sin embargo, habíamos decidido pasar tres días sobre dos canoas en el río más prístino y agreste de Uruguay, no tanto como respuesta a una crisis de la mediana edad sino para sentir que escapábamos de la vida rutinaria de la ciudad y las obligaciones de la adultez.

Teníamos algunos antecedentes. Ocho meses antes mi hermano Lechu y yo habíamos pasado en canoa tres días en el río Santa Lucía, en un intento por capturar la menguante pero resiliente belleza de un río cada vez más intervenido, y fuente del agua potable de la zona metropolitana. Esa experiencia transformadora ni siquiera había quedado empañada por un accidente en el que casi perdimos todas las pertenencias, la lluvia insultantemente tenaz del último día, y un caño insólito atravesado sobre el río que quiso impedirnos la llegada a la ciudad de Santa Lucía. Sin dudas, un cúmulo rarísimo de mala suerte, pensé. ¿Qué posibilidades había de superar algo así?

Día 1

“El Queguay es el río con el agua más limpia del país”, les dije a mis compañeros la noche antes de la travesía, repitiendo como verdad incontestable algo que me habían dicho unos años atrás. Sin ciudades o fábricas en todo su recorrido, y con poca presión de la agricultura, parecía el lugar perfecto para prescindir del agua potable, especialmente teniendo en cuenta que en el Santa Lucía habíamos recorrido medio kilómetro persiguiendo dos bidones escapistas.

Mi hermano había llevado dos filtros para el agua, pero aun así sugirió comprar un bidón para facilitar la tarea de filtrado y asegurarnos el líquido vital al comienzo de la travesía. Pero claro, los bidones nunca parecen estar de acuerdo con el destino que uno les depara, como se verá muy pronto. Parecía todo muy planificado para aligerar peso y contar con lo imprescindible, pero luego de pasar el viernes de noche en Young —escala esencial para partir el sábado relativamente temprano en las canoas—, comencé a dudar del sentido práctico de nuestros nuevos compañeros.

Leo llevaba una botella de plástico de Coca Cola de dos litros, llena de vino tempranillo y atada a una cuerda, que a su entender era lo único que no podía faltar en una travesía en el río. Pensaba arrastrarla con la canoa por las aguas de todo el Queguay para mantener el vino fresco, condición en la que aparentemente no pensaba mantenerse él mismo. También lucía un short amarillo flúo y con dibujos de tiburones, que contrastaba fuertemente con el aspecto recio pero gentil de Marcelo Fagúndez, el encargado del Club de Canoas Queguay que nos esperaba en el Centro de Visitantes del Queguay para entregarnos nuestros flotantes vehículos. El short no fue la mayor calamidad acuática del viaje, pese a que así lo vaticiné, pero no ayudó a que proyectáramos un aire respetable de expertos canoeros frente a un conocedor del río como Marcelo.

Llevábamos también una docena de limones mutantes, del tamaño de melones, que Marcelo nos había regalado y que decidimos sacar a pasear por el Queguay sin que nadie supiera justificar por qué. También una decena de galletas de campaña cuya forma se había discutido fuertemente antes de la partida. Aunque a nadie le interesaba particularmente el aspecto geométrico del pan, Andrés se había empecinado en que fueran redondas, obligando a una amable panadera a retirar la mitad de los panes cuadrados de la bolsa para sustituirlos por galletas de campaña cilíndricas. Que, poco después, serían compactadas junto a las demás en las tarrinas hasta adquirir formas indescriptibles e indistinguibles entre sí, con una densidad equiparable a la de un plasma de quarks. Comerse dos centímetros cuadrados de ese pan equivalía a bajarse una flauta entera; similar a una comida de astronauta pero consumida en circunstancias más peligrosas y con menos comodidades.

Logramos, sin embargo, meter todo lo esencial —más los inexplicables limones— en tres tarrinas y unas cuantas bolsas impermeables, además de atar el vino y unos petates que podían mojarse sin problemas, y partimos rumbo a nuestro punto de salida.

El río donde no baja nadie

Muchos recorridos en canoa pueden hacerse en el Queguay, pero ninguno presenta las facilidades del Santa Lucía, con sus bajadas arenosas distribuidas cada tanto. El Queguay, que atraviesa Paysandú durante doscientos ochenta kilómetros hasta desembocar en el río Uruguay, está cercado por una vegetación exuberante que rara vez se abre como para permitir bajar de las canoas con comodidad. A veces hay barrancos barrosos, lagunas inesperadas o unas playitas mínimas de cantos rodados, pero es justamente esa inaccesibilidad la que lo convierte en un sitio especial: no vimos ningún ser humano y ninguna casa desde que partimos hasta que llegamos a destino.

Nosotros no pensábamos meternos en el corazón de los montes del Queguay, el mayor macizo boscoso de Uruguay, un área protegida del país en la que según los vecinos rondan aún algunos pumas y aguarás guazú. Uno puede cruzarlo en canoa, pero durante dos días no hay un sitio claro en el que bajar, así que moderamos nuestras expectativas y nos decidimos por un recorrido de casi sesenta kilómetros para hacer en tres días: desde el puente de Paso del Sauce hasta la calzada del Centro de Visitantes del Queguay. Como punto intermedio para que nos fueran a recoger, en caso de que sucediera algo, teníamos a medio camino el puente de tablas de Paso Andrés Pérez.

Pese a que esperábamos una aventura agreste, el comienzo no fue alentador; en Paso del Sauce vimos tres o cuatro carpas armadas al lado del puente y un policía que intentaba desalojar a los alegres acampantes, probablemente mandado por algún propietario aprensivo que vive en la zona. Subimos rápidamente a las canoas y nos dispusimos a dejar atrás el bullicio mundanal de nuestros congéneres para introducirnos en aquel río mágico, sobre el que se cerraba el manto de una vegetación espesa, para discurrir plácidamente sobre él de igual forma que pretendíamos transcurrir en las serenas aguas de la madurez. Pero el río de pronto se puso demasiado metafórico.

No era un claro espejo de agua en que contemplarse pensativamente. En ese primer tramo el río serpentea, se estrecha y está absolutamente tapado por plantas y árboles que lo cubren. Si el cauce crece, directamente no se puede pasar. Si está bajo, como en este caso, hay que transcurrir buena parte del recorrido a pie, arrastrando y levantando la canoa sobre agua agitada y rocas tramposas que intentan dejarte en ridículo al menor descuido. Si Dante se encontraba con una selva oscura en la mitad del camino de su vida, nosotros, menos grandilocuentes, nos topamos con un río lleno de obstáculos.

Mi hermano y yo partimos primero y dejamos atrás a Leo y Andrés, cuya canoa tenía sus propias ideas sobre la parte del río que quería navegar. Nos reímos, creyéndonos expertos e ignorando completamente lo que pasaba en realidad con ese barquito de aspecto inocente. Unos kilómetros más adelante, cuando nos reencontramos, sedientos y con ganas de beber el agua potable que teníamos para el primer día, descubrimos que Leo y Andrés habían cortado el bidón en dos y tirado nuestra agua por la borda. El agua, nostálgica, quería volver a la canoa. Más precisamente, a través de un agujero en la quilla, que los obligaba a desagotar cada diez minutos para evitar que se hundiera.

En un largo tramo que obligaba a maniobrar permanentemente, ellos intentaban domar una canoa impredecible, que se ladeaba y llenaba de agua al menor error en las curvas. Supe que algo andaba mal porque Leo estaba callado, y Leo nunca está callado. Su rostro circunspecto no hacía juego con su alegre short de tiburones. Pensé entonces en lo necesario que era para nuestro grupo de amigos sacarlo a andar en canoas agujereadas al menos una vez por mes, aunque en los momentos de menor estrés parecía querer compensar toda su intensidad perdida.

El viaje de las arañas

Cuando algunas horas después paramos en una playita rocosa para comprobar cuánto habíamos avanzado, sentimos que habíamos hecho cien kilómetros y que sin dudas estábamos por llegar al río Uruguay y arribar ya a Argentina, pero llevábamos en realidad sólo siete u ocho de avance trabajoso. No es que escasearan los momentos hermosos, sobre todo para quienes viajábamos en una canoa que no se hundía. El río cantaba a veces sobre las rocas, y una mata densa se estrechaba piadosa sobre él y nos aislaba del exterior, como si estuviéramos a miles de kilómetros de la civilización. El martín pescador acompañaba el recorrido, escuchábamos únicamente el canto de varias aves y vimos más de un lobito de río pasar a pocos metros, escurriéndose velozmente. Ni un par de botellas de plástico flotando en el río en esos primeros kilómetros lograron empañar el encanto agreste.

Al mismo tiempo pasaban otras cosas. Mi hermano, que a diferencia de lo ocurrido en Santa Lucía ofició de timonel en la parte trasera de la canoa durante todo el viaje, parecía empecinado en que yo catara con mi cabeza antes que él todas las ramas que cruzaban sobre el río. Sólo mostró un aire compungido en las dos o tres ramas de esa parte del recorrido que no logró alcanzar y que esquivó contrariado.

En las canoas se había formado un ecosistema de lo más variopinto. Cada vez que bajábamos y subíamos, y cada vez que tocábamos una de las ramas que obstaculizaban el paso, descubríamos que la canoa se llenaba de unas arañas bastante grandes y de patas delgadísimas, que a la luz del sol adquirían un color rojizo. Según nos contaron el naturalista Marcelo Casacuberta y la aracnóloga Anita Aisenberg, en base a los escasos datos que les proporcionamos, son arañas del género Tetragnatha, que se caracterizan por su aspecto alargado y sus extensos quelíceros.

A veces se combinaban con arañas lobo del género Allocosa, pero en general eran las primeras las que nos caminaban sobre los sombreros y entre las piernas, hasta que decenas y decenas construyeron su hogar en cada canoa. La noticia de un transporte gratuito a lo largo del río había circulado velozmente en la comunidad arácnida, porque se desprendían felices de los árboles para dejarse caer cuando nos veían pasar. Promediando el primer tramo, la mitad de la población de arañas del Queguay estaba ya reunida en las canoas, lo que debió haber sido para nosotros una señal clara de que por algo estaban convirtiendo las embarcaciones en sus arcas de Noé.

Las arañas, sin embargo, no eran problema alguno. Sentíamos simpatía por ellas. Pronto descubrimos también que cada vez que bajábamos al río volvíamos con un montón de gusanillos verdes y diminutos prendidos a las piernas, como sanguijuelas aferradas con alma y vida a un buffet. Yo me había hecho un corte bastante ancho y profundo en la canilla con la canoa, que parecía atraer a todos los bichos de la zona como un hilito de sangre en un mar de tiburones.

En algunas partes, el río se cerraba tanto que se formaba una masa de cortezas, ramas y resaca apelotonada, que nos obligaba a treparla o atravesarla caminando. Al hacerlo nos sentíamos como en el compactador de basura de Star Wars, a la espera de alguna criatura que nos succionara hacia abajo, pero inflamados a la vez por un espíritu exploratorio y aventurero. La inflamación, como notaríamos dos días después, se volvería literal.

Cuando lográbamos avanzar sobre las canoas durante un buen trecho, parecíamos empecinados en acertar con la quilla todas las rocas enormes que se escondían bajo la superficie. Estábamos felices, sin embargo. El sol brillaba sobre nuestras cabezas como un presagio amable del verano cada vez más próximo, y unos kilómetros después el río se hizo ancho y esplendoroso, con sus garzas amarillas posadas sobre las ramas, los gavilanes caracoleros cruzando el cielo y los biguás secando las alas al sol.

Cuando comenzó a caer la tarde, y habiendo realizado aproximadamente un tercio del recorrido total, buscamos un lugar donde acampar y hallamos una preciosa zona sombreada en un recodo manso del río. Cuando abrimos las tarrinas de la canoa inundable, descubrimos que pasar buena parte del trayecto expuestas al agua había minado su temple y erosionado su autoconfianza como recipientes herméticos, que es su propósito en este mundo. Leo y Andrés tenían los sobres mojados, al igual que buena parte de su ropa para el resto del periplo.

Al llegar la noche prendimos el fuego con facilidad y preparamos la cena cuidadosamente planificada por mi hermano, cuyo sentido práctico daba cierto aire de respetabilidad organizacional a todo el emprendimiento. Hacía calor y no parecía que la humedad de los sobres o la ropa fuera a convertirse en un problema. Nos dormimos exhaustos. No lo sabíamos entonces, pero había sido el día más placentero y calmo de la travesía.

Día 2

Al clarear el segundo día sobre las aguas limpias del río Queguay, sabía que debía enfrentarme a mi destino. Llovería, como llueve siempre cuando yo salgo. La duda era simplemente con qué intensidad y por cuánto tiempo. Y si era justo que arrastrara a tres personas inocentes en mi desigual batalla contra los elementos.

La primera decisión de la segunda jornada fue cambiar las canoas, pasando mi hermano y yo —cuya escasa experiencia superaba la nula de Leo y Andrés— a la embarcación agujereada. Así, al menos, el agua tendría oportunidad de entrar a nuestra canoa por abajo y por arriba. Que fue exactamente lo que pasó ni bien comenzamos a flotar sobre el río.

Las primeras gotas cayeron cuando las nubes sintieron mi presencia desafiante en el río, lo que pareció estimular el espíritu de competencia del agua que corría por debajo de la canoa y la hizo introducirse con más rapidez en la embarcación. Algún golpe de la quilla en las rocas había ensanchado la fisura, obligando a uno de nosotros a desagotar el fondo con nuestro balde casero cada cinco minutos, mientras el otro remaba incansablemente.

La lluvia no se detuvo en todo el día, exceptuando un breve respiro al mediodía que tuvo como posible objetivo darnos falsas esperanzas para terminar de demoler nuestro espíritu. Por momentos era una cortina de agua informe, que apenas dejaba distinguir las gotas. A veces, cuando las canoas iban a la par, miraba al costado y veía la cara de Leo con los lentes totalmente empañados, los pelos húmedos y alborotados, y una expresión de miseria similar a la que vi una vez en mi abuela cuando emergió de una piscina tras caer accidentalmente en ella.

Suponía que dábamos la misma imagen bajo el aguacero constante, pero para la canoa vecina los lentes empañados implicaban también algunas dificultades prácticas. Leo no podía ver nada y era el timonel, lo que explicaba que de a ratos la canoa tomara decisiones insólitas o pareciera guiada más por el azar que por las intenciones de dos seres humanos racionales. En uno de los tramos miré hacia atrás y me pareció que Leo estaba intentando trepar a un árbol, aunque me resultaba una conducta del todo inexplicable y muy pobre como estrategia de fuga ante una situación adversa. Tenía una pierna enganchada a una rama que cruzaba el agua a baja altura, y aunque yo interpreté sus movimientos espasmódicos como un desesperado intento de trepar la vegetación, derribadas ya las barreras frágiles que lo mantienen cuerdo, estaba simplemente intentando zafar del abrazo del árbol antes de que el río empujara y se diera vuelta la canoa.

En este segundo tramo el Queguay se ensancha y se vuelve más sereno, acordonado siempre por la misma vegetación intensa. Cada tanto vuelve a estrecharse y permite que se formen algunos rápidos y cascadas pequeñas, favorecidos por los desniveles del suelo rocoso, pero por lo general deja avanzar con más rapidez que en el tramo iniciado en el puente de Paso del Sauce. Bajo la lluvia, remábamos y remábamos como si no fuera a haber mañana, lo que por otra parte nos parecía cada vez más factible.

Parecía que la monotonía del esfuerzo constante y la lluvia nos quebrarían, pero cada tanto salíamos de nuestro estado anestesiado al ver algún animal. Cada vez que aparecía un nuevo lobito de río, una nutria o un carpincho, el río volvía a parecernos un sitio encantador. O cuando encontrábamos una pitanga colgando sobre el río y comíamos los pequeños frutos hasta hartarnos. Un encanto que duró hasta que los objetos que nos acompañaban comenzaron a renunciar luego de un día y medio de maltratos.

La renuncia de los objetos inanimados

En una minicascada bastante traicionera, Andrés perdió los lentes de sol que había comprado especialmente para la travesía y que seguirá pagando en los próximos meses. Para entonces, llevaba una de sus chancletas atada con una cuerda al pie, luego de que la fuerza del agua la inhabilitara como objeto funcional.

El calzado específicamente acuático que yo llevaba, y que había lucido con orgullo, decidió suicidarse luego de sufrir tantas vejaciones y se desintegró por completo. Las dos suelas se descosieron y sólo me quedaron dos mallas de tela de aspecto triste, como unos soquetes después de un striptease vergonzoso. Con eso intentaba abrirme paso entre rocas musgosas cada vez que arrastrábamos la canoa, lo que me llevaba a practicar unos pasos de ballet involuntarios, impredecibles y osados, que hubieran provocado aplausos entusiastas de Rudolf Nureyev.

En esa misma cascada nuestra canoa se desbalanceó, quedó ladeada por la corriente y se llenó de agua, trancándose en un ángulo descendente de unos treinta grados. Tuvimos que sudar para inclinarla, vaciarla y seguir camino, pero al hacerlo hundimos las tapas de las tarrinas en la corriente. Leo nos increpó con el egoísmo de quien tiene la ropa mojada y sospecha que no encontrará nada seco que ponerse en una noche lluviosa.

Después de una parada para comer unos refuerzos húmedos en una playita de piedra, decidimos continuar remando para espantar el frío. A unos pocos kilómetros el río volvió a ensancharse hasta permitirnos ver la única construcción humana en todo el trayecto, el imponente y carcomido puente de tablas Andrés Pérez, de casi ciento diez años. Una de sus barandas de hierro cedió hace mucho tiempo y hoy se inclina varios metros hasta alcanzar el agua, dándole al conjunto el aspecto de una postal apocalíptica.

Al promediar la tarde, cuando nos acercábamos al punto aproximado en el que pensábamos (teóricamente) acampar, la moral del equipo empezó a resquebrajarse. Seguía lloviendo y el plan de pasar una noche fresca y ventosa durmiendo en un sobre mojado —como ocurría con el equipaje de Leo y Andrés— hizo asomar el fantasma del abandono en algunos integrantes. El inconveniente es que no había punto alguno donde abandonar: a los costados del río sólo se veía la misma masa de árboles y vegetación enmarañada, que no dejaba adivinar ningún punto de recolección. Así fue hasta que, de la nada, un muelle rústico y pequeño apareció en la margen izquierda.

Atamos las canoas, desembarcamos empapados y descubrimos que quizá exista alguna especie de divinidad en el universo, después de todo... aunque más interesada en los pormenores de cuatro hombres que pagaron dinero por irse a un río que por la hambruna de los niños de Sudán, lo que, para ser justos, nos venía de lo más bien. Atravesamos unos metros de monte sombreado y encontramos un fuego prendido. Estábamos en el comienzo de un enorme campo absolutamente vacío, en el que se veían algunas vacas a la distancia. Inexplicablemente, sin embargo, nos esperaba un fuego aún ardiendo.

El fuego inesperado

Nos calentamos al calor de las llamas, esperando que volviera el dueño de aquella fogata, pero eso nunca ocurrió. Estábamos dispuestos a creer cualquier cosa. Si nos decían que el fuego era obra de los espíritus de los últimos charrúas, que supieron sobrevivir en esas costas, lo habríamos aceptado con naturalidad. Si nos explicaban que era el fuego sagrado de la tapera de Melchora Cuenca (la esposa paraguaya de Artigas), que está muy cerca del Queguay, nos habría parecido razonable. Especialmente porque es difícil deambular por el país sin toparse con algo perteneciente a una esposa, prima o novieta del prócer.

Era una señal. Descartada la posibilidad de abandonar la travesía, decidimos pasar la noche en ese lugar y mantener las llamas encendidas del fuego misterioso. Amontonamos las ropas mojadas en una cuerda, confiados en que la fogata y luego el sol que tanto merecíamos ayudarían a secarlas. Supimos luego que estábamos en el campo “de Saralegui”, a casi quince kilómetros de nuestro destino, aunque nunca nos enteramos de la identidad del benefactor que nos evitó la hipotermia.

Pese a que los pronósticos indicaban que el cielo se abriría al caer la tarde, no me hice ilusiones. Descubrí que mi sobre de dormir y mi ropa también se habían mojado dentro de las tarrinas y colgué sin gran expectativa mis prendas de una cuerda, esperando al sol. Por supuesto que siguió chispeando sin parar.

No nos podíamos quejar, sin embargo. Habíamos conseguido un buen lugar para acampar y alguien se había encargado de la tarea imposible de prender un fuego con leña mojada. Un grupo de urracas copetudas nos alegró la caída de la tarde, acercándose a curiosear el lugar de campamento, y un rey del bosque pasó también a inspeccionar a esos cuatro bípedos miserables parados en ronda.

Llovió cuando hicimos la comida. Llovió cuando comimos. Llovió cuando finalmente nos metimos en nuestras carpas. Cuando me acosté, pese a que me vi forzado a taparme con un sobre mojado, me sentía optimista. Pensaba en que el nombre del Queguay, “río donde confluyen los ensueños” en guaraní, era apropiado para tan hermoso lugar, aunque evidentemente los guaraníes no habían conocido el sitio en combinación con mi presencia. Escuchaba aún chispear sobre el toldo de la carpa, pero no dudaba de que amanecería con un sol radiante y mis ropas secas. Poco sabía yo que iba a despertarme cuatro horas después en circunstancias que harían muy difícil mi regreso al sueño.

Día 3

Soñaba que un pterodáctilo estaba a punto de rasgar la carpa. Por algún motivo yo no huía; simplemente esperaba acostado mientras el flap flap flap de las alas se hacía cada vez más fuerte y más cercano. Era cuestión de segundos antes de que los dientes de la criatura rasgaran la tela y prosiguieran conmigo, pero en el momento de la verdad el ruido comenzó a mezclarse con el de voces humanas. Desperté entonces desorientado y descubrí que no estaba a punto de ser devorado sino en medio de un temporal de viento que sacudía las ramas de los árboles; el flap flap flap, sin embargo, continuaba.

Toqué mi carpa y comprobé que todo estaba en su lugar. Sentí un grito, aunque el viento no me dejó entender qué decía. A través de la tela de la carpa percibí le resplandor débil de una linterna en la noche cerrada. Cuando saqué la cabeza para observar el panorama, me sorprendió ver, a unos metros de distancia, las cabezas de Leo y Andrés en el lugar donde debía encontrarse su carpa perfectamente armada. Las cabezas estaban unidas al resto de sus cuerpos, felizmente, pero no podía decirse que la carpa mantuviera la misma cohesión y fidelidad en sus elementos. Había perdido buena parte de su tridimensionalidad y sólo mantenía cierta dignidad geométrica en el suelo, donde permanecía el cuadrado del piso. El flap flap flap era del sobretecho, que tras sacarse unas cuantas estacas de encima aleteaba parcialmente libre en la noche.

“¿Hay lugar para uno más en cada carpa?”, gritó Andrés. Mi hermano dormía profundamente, ajeno al ruido del viento y las miserias de nuestros compañeros, aunque despertar tampoco pareció ayudarlo a entender demasiado bien lo que ocurría. En nuestras carpas individuales no sobraba mucho lugar, pero alojamos a los dos parias del viento. Andrés se acomodó sin problemas con mi hermano en su carpa y Leo entró en la mía luego de probar un par de posturas que ningún quiropráctico recomendaría. Al rato todos dormían como si nada hubiera ocurrido. Todos menos yo, algo inmerecido para quien había tenido el buen tino de asegurar bien las estacas de su carpa.

Dormité hasta que llegó la mañana, que se presentó tan gris como la del día anterior. El temporal de viento, al menos, había cedido, aunque algunas ráfagas tímidas profetizaban un regreso complicado.

Nos faltaban cerca de 15 kilómetros para llegar a nuestro destino en la calzada Andrés Pérez, un tramo que el responsable del Club Canoas Queguay, en un arranque de optimismo sin fundamentos en la realidad, creía que podíamos hacer en dos horas.

A las nueve y media de la mañana estábamos flotando en el río, ancho y calmo en esa zona. Mi hermano y yo seguíamos desagotando el agua al mismo tiempo que remábamos, un esfuerzo doble que nos secaba la boca. Para entonces ya habíamos olvidado cualquier precaución sanitaria y perdido la paciencia con el filtro, que goteaba como una sonda de suero. Hundíamos las manos en el agua y la tomábamos de forma muy ineficiente.

Ya no llovía, pero nos aguardaba un problema adicional: el viento en contra. Soplaba con un silbido de satisfacción, dificultando las maniobras de las canoas y obligándonos a buscar cobijo contra la vegetación de la orilla para evitarlo.

Intento de asesinato

Al partir del campo de Saralegui, habíamos decidido no hacer ninguna parada hasta llegar a destino y almorzar luego en Guichón, única escala antes de pegar la retirada a Montevideo en el auto. La resolución significó una decepción tremenda para la ensaladilla de quinua con atún que mi hermano llevaba inútilmente por segunda travesía consecutiva. Su relación con este plato gourmet, que viene cargando por todos los ríos de Uruguay sin poder destinarlo a ningún uso, amenaza con volverse patológica. La ensaladilla lleva ya casi 1.100 kilómetros recorridos, sobre ríos y carreteras, sin llegar nunca a cumplir el propósito final de su existencia. Se ha convertido en una suerte de enano gastronómico de Amélie, que recorre el país como simple depositario de las expectativas de otros.

Muy pronto, sin embargo, olvidé mis disquisiciones sobre la fallida ensaladilla de quinua para encargarme de problemas muy reales. Durante toda la travesía había insistido en que mi hermano y yo fuéramos adelante, ya que tendíamos a ir un poco más rápido que Leo y Andrés. Pensaba que nuestra ansiedad podía convertirse en un inconveniente de haber una demora u obstáculo en el río. No me equivocaba.

Durante unos pocos minutos Andrés y Leo tomaron la delantera, lo suficiente para cocinar el desastre. Aunque el Queguay es fácilmente transitable en ese tramo final, se forman también algunos rápidos y curvas a los que hay que prestar atención. En una curva tramposa y en declive, por ejemplo, vimos cómo la canoa de Leo y Andrés perdía la dirección por una correntada fuerte y quedaba incrustada contra un árbol.

Andrés estuvo a punto de darse la cabeza contra un tronco, pero pudo desenredarse y bajar a tiempo. La canoa, sin embargo, quedó atrapada y se inclinaba cada vez más por la fuerza del agua, en una zona muy compleja para maniobrar.

Por algún motivo inexplicable mi hermano y yo creímos que era sólo la falta de conocimiento lo que les había impedido esquivar el árbol. Seguimos adelante convencidos de que pasaríamos olímpicos y a toda velocidad por al lado, haciendo pito catalán. La corriente tenía sus propias ideas, sin embargo.

Mientras Leo y Andrés intentaban salir de donde estaban y mantener como podían la canoa a flote, mi hermano y yo nos dirigimos rumbo a ellos a toda velocidad, como el Titanic directo al iceberg cuando era ya tarde para cambiar la trayectoria. Ni siquiera lo vieron venir. Golpeamos su canoa en un costado y la terminamos de hundir. Se sumergió entera, con tarrinas y bolsas, en una parte en que la corriente del río casi no nos dejaba movernos.

Nunca olvidaré la cara de decepción de Leo después del impacto traicionero. Si algún día le toca hacer el papel de Julio César en una obra de teatro, sólo tiene que emular esa expresión en el momento en que Brutus lo acuchilla para llevarse el Florencio a las risas.

Tuvimos que sacar del medio nuestra embarcación como pudimos, luchando contra corriente, e iniciar un complejo proceso de maniobras para rescatar la canoa naufragada y vaciar el agua. Todo el asunto nos demoró un buen rato y mi hermano se cortó un dedo en el esfuerzo, pero pronto estuvimos flotando nuevamente a salvo. Con nosotros adelante, para evitar nuevos desastres, ya que habíamos demostrado tener escaso sentido común en la retaguardia de la excursión.

Final de la partida

Cerca de la una del mediodía, finalmente, dimos vuelta un recodo y vimos una persona en la orilla a la distancia, la primera en tres días de viaje aparte de nosotros mismos. Como parecía demasiado interesada en nuestras canoas, supusimos correctamente que estábamos arribando a destino y que se trataba de nuestro amigo Marcelo, del Club de Canoas Queguay. Unos metros más adelante avistamos la calzada Andrés Pérez y una playa mínima a la derecha para desembarcar con las canoas.

Pocos minutos después nos enteramos de que ese punto (la calzada de piedra construida en 1893) es una de las partes más tramposas del río. El nivel del agua estaba bajo durante nuestra travesía, pero cuando el río oculta el puente de piedra es muy fácil seguir de largo y destrozar contra él la embarcación. Para peor, la calzada tiene unos pasajes por debajo, con el fin de permitir pasar el agua, que succionan todo lo que se encuentre en la vuelta.

El exvicepresidente Raúl Sendic estuvo a punto de perder la vida ahí, según supimos poco después. Navegaba confiado y no vio a tiempo el obstáculo oculto, chocando de frente contra la calzada. Su canoa se partió en dos y el agua comenzó a succionarlo bajo el puente, pese a todo el esfuerzo de sus compañeros por sacarlo a flote. Finalmente, le soltaron la mano, porque era imposible hacer cualquier otra cosa, y Sendic se hundió para emerger del otro lado bastante maltrecho. No hacía falta ser el poeta Mallarmé para darse cuenta del simbolismo del relato, que volvía a demostrar que el cliché metafórico del río funciona, pero nadie pareció seguirme la corriente. Como a Sendic. Literal y figuradamente.

Nosotros, por suerte, pudimos desembarcar con tranquilidad a un costado de la calzada, dando fin a una aventura por momentos accidentada pero satisfactoria. Estábamos mojados, cansados, sucios, llenos de picaduras de mosquitos y tábanos, con algunos cortes y la piel del cóccix un poco erosionada por los asientos vejatorios de las canoas, pero agradecidos con el río. Nos había permitido meternos en un mundo nuevo, lejos de las alarmas y las obligaciones de la ciudad, en el que transcurría otro tipo de vida. Sabía que, por mucho que quisiera un baño de agua caliente, una puntadita de nostalgia crecería cuando comenzáramos a descontar kilómetros rumbo a Montevideo.

Almorzamos en Guichón, donde ese lunes al mediodía vimos menos gente circulando que en nuestra travesía por el Queguay, y nos sumamos luego a la corriente del tránsito en la ruta. “Estuve viendo el mapa del área protegida”, me dijo mi hermano. “Podemos atravesar todo el monte del Queguay, donde no hay lugares para bajar durante dos días. Desde el Centro de Visitantes hasta las cascadas del Queguay son ciento veintitrés kilómetros. Necesitamos cinco o seis días para hacerlo tranquilos, recorriendo el monte. ¿En febrero?”, preguntó. “Perfecto”, dije yo, al tiempo que escuchaba un crujido de reproche en mis huesos.