Diane Denoir, como otros protagonistas de aquel momento fermental y creativo, lo recuerda como un juego de amigos, que se juntaban a hacer música y luego iban a verse entre sí. Como Eduardo Mateo, que iba a su casa a diario. Charlaban, ensayaban canciones y escuchaban discos. A los dos les gustaban la bossa nova y los Beatles. Hoy, ella recuerda la lealtad de su amigo y lo sigue cuidando con especial recelo cada vez que le toca revivir esa historia de amor por la música, de abrupto final y de un renacer tan mágico como las melodías que grabaron juntos.

Antes de que empiece a llover, Diane se anticipa. Salió en su auto y la luz de la tarde, imagina, no será la mejor para hacer algunas fotos en su jardín. Hablamos por teléfono, consulto a Alessandro, nuestro fotógrafo. Los dos pensamos que debe tener razón, que pasada esa jornada nubosa al otro día “va a estar lindo”. Así sucede.

“Soy una buena gestora y esa capacidad la supe utilizar”, reconoce. “Trabajé 22 años para la Comunidad Europea en proyectos de cooperación para el desarrollo y cultural. Soy muy intuitiva, aunque trato de no guiarme por eso. Dicen los que saben que es porque soy de acuario; vaya a saber. No me siento a esperar, soy una tipa activa. Además, la vida es muy linda como para quedarte sentado esperando que te caiga del cielo el maná”, concluye con la intensidad de su mirada.

A los cinco años ya estaba estudiando piano y luego de terminar el Liceo Francés estudió arquitectura, historia del arte y ecología urbana. “En aquella época no había ningún tipo de orientación. Recién a los 36 me di cuenta de que hubiera estudiado biología marina o arqueología con un posgrado en arqueología social”, nos dirá muy en confianza antes de irnos.

Cuando tocamos el timbre de su casa nos recibe con cordialidad Daniel Lobito Lagarde, un hombre sencillo vestido de licencia: bermudas, remera y lentes. En realidad, es el responsable, como talentoso bajista, del sonido del revolucionario grupo de candombe beat Totem. Más tarde, mientras charlamos con Diane, él va a atender varias llamadas telefónicas, sacará del horno algo a punto de quemarse e irá a buscar de apuro un postre para llevar a la fiesta de la noche.

Entramos por una puerta lateral que permite ver un muro lindero de abundante verde y muchas especies vegetales en el fondo. Más tarde, casi al atardecer nos contará: “Desde el frente crecen plantas de aloe, jazmín del país, clivias, hibiscos y un liriope con flor lila. En la galería, bignonias, jazmín celeste, arbusto de jazmín, jazmín de Hungría y una enredadera con flores rojas. No me gusta darles ninguna forma a las plantas, dejo que ellas decidan cómo lucir. Las dejo crecer como quieran y que se expandan”.

Son muchos los objetos que llaman la atención en el hogar de Diane y Daniel: vasijas tan prolijamente ordenadas que podrían ser adornos o útiles para cocinar, numerosos y simpáticos muñecos de madera venezolanos que representan distintos personajes (una novia, un vendedor callejero, un soldado, una mujer vestida para una celebración religiosa) y que permanecen cerca de nuestras piernas o en estantes que superan la altura promedio de un uruguayo. En la sala de estar hay una pila de vinilos y discos compactos bajo un equipo de audio Marantz, más guitarras, bajos, un contrabajo, instrumentos de percusión y un micrófono con una máquina de efectos.

Sin embargo, lo primero que me llama la atención es una imagen que ya conozco. Se trata de la portada del disco Diane Denoir - Eduardo Mateo / Inéditas, el preferido de ella, que aquí habita en la forma de la obra original: una pintura impresionista del artista Ignacio Iturria. Diane canta y Mateo toca la guitarra; están juntos sobre un sillón en una función imaginada. El disco empieza con “Je suis sans toi”, una versión en francés que compusieron juntos de “Estoy sin ti”, grabada junto con Los Malditos (antes The Knights), y termina con “Y hoy te vi”, “Esa tristeza” y “Mejor me voy”, las tres canciones que indican que Diane fue la musa inspiradora de Eduardo. “Eso se lo dijo a Jaime después”, aclara.

—La primera que trajo a casa fue “Mejor me voy”, y en ese caso sí me dijo: “Esa sos sos”. Venía todos los días. Nos pasábamos temas, piques; “¿En qué lo hacés, en mi, en fa?”. Él tenía una novia, Nancy Charquero, pero estaba más en casa que en otro lado. Ensayábamos para los programas de televisión en los que participábamos. Aparte, cambiábamos el repertorio todas las semanas. Era una época muy fermental. Elis Regina sacaba discos a cada rato; estaba Nara Leão, apareció Chico Buarque, después Milton Nascimento. Siempre estábamos descubriendo temas que nos gustaban.

“Cada vez que tenía un proyecto, se truncaba por una muerte. Por eso demoré tanto en volver a cantar”.

A la vez, Diane le mostraba a Eduardo discos más viejos, pero también más cercanos a la sensibilidad del músico: Claude Debussy, Arnold Schönberg (“le encantaba”) y Maurice Ravel.

—En lo musical tenía una intuición brutal. Él no sabía que estaba enchufado con los impresionistas, no sabía que las letras que hacía eran afines a Antonin Artaud. Yo, que venía de una cultura más franchuta, más europea, le iba pasando esos piques y Mateo sentía que no estaba solo, que tenía pares; antes o después, no importa cuándo, iban por ese camino. En su casa se escuchaba a Fabini y por eso le pusieron Eduardo. Pero en la casa no, se escuchaba a Erik Satie, y de repente ve ese mundo y dice: “Son pares míos”. Es un mundo maravilloso al que él también pertenece y quieras o no te motiva a seguir haciendo música. Mateo era tan músico que cuando estaba escuchando algo, cualquier cosa, ya se metía a encontrar qué había de música en eso; estás escuchando y más que buscar, te vas dando cuenta de por dónde va la cosa, para sumergirte en eso y seguirlo.

Tu nombre está fuera de foco en la portada de tu primer disco. ¿Fue algo intencional?

Lo hice yo eso. La carátula original era un horror. Le pedí por favor a Píriz que no la sacara. Algunos discos salieron con esa portada. ¿Yo qué tengo que ver con esa cosa nevada? Por eso me negué. ¿Sabés con qué hice ese efecto que decís? En esa época ya era fotógrafa amateur. Puse las letras, les encajé un vidrio esmerilado delante y saqué la foto. En la que quedó en la contratapa estoy con un poncho de Manos del Uruguay que todavía tengo por ahí y un jean de pana. Esto se tomó en una playa de Lagomar o Solymar. Era invierno.

Carlos Píriz es el ingeniero de sonido que registró gran parte del fenómeno beat uruguayo, quien, tras una carrera exitosa en Argentina, volvió recientemente a trabajar en grabaciones olvidadas de aquella época.

Foto del artículo 'Diane Denoir: los juegos del agua'

Foto: Alessandro Maradei

Estos días, como casi siempre, anda a las corridas. Un concierto en el museo Blanes le cambió su rutina y no puede no estar en todos los detalles. Conserva entusiasmo y alegría de su gira por España en octubre de 2021, donde el sello Wah Wah Record reeditó Diane Denoir, su primer LP como solista, en vinilo, remasterizado y catalogado para los coleccionistas del mundo con las etiquetas chanson, bossa nova y folk.

“¿Qué van a hacer esta vez?”, le pregunto. “Nada, andá al concierto”, me contesta con rapidez y ocurrencia. Después de la salida desliza que tal vez incluya en su repertorio recitado algo de Cristina Peri Rossi. Su contacto con la poesía es de toda la vida:

—Mirá, en la época de los conciertos beat, recité un poema de Rilke en francés y lo inserté en el “Adagio de Albinoni”. Tuve muchos amigos poetas. Carlitos Pellegrino era un poeta vanguardista. En la Alianza Francesa éramos Mateo, Pellegrino, Renée Pietrafesa y yo. Hacíamos música con poesía concreta; así se llamaba. Trabajé con Juan Cunha, con Mario Benedetti , con Juan Capagorry. Todavía tengo poemas que me dieron en esa época. Después musicalicé a Ibero Gutiérrez. Siempre me importaron las letras de las canciones. Nunca fui una cantante interesada en hacer veleidades con la voz. Mi primera profesora de canto fue Nelly Pacheco, que fue soprano y me quería impostar la voz. Yo soy mezzo, pero a mí no me interesaba cantar de manera lírica, operística; prefiero decir. Por eso mi buen enganche con Mateo. Yo me acerqué a él como guitarrista, pero cuando él empezó a escribir, componía un tipo de letras sutiles, finas, con cosas muy abstractas. “Mirate los ojos”, por ejemplo, es brutal. Creo que Mateo siempre trabaja la soledad y la profundidad del alma.

¿Cuál fue tu primera actuación con público?

Con mis primas en la casa de Carrasco habíamos formado un club y armábamos espectáculos y cantábamos, y la entrada era una bebida, una papa Chip y un quesito que les cobrábamos a nuestros familiares. Enfrente de casa vivía la actriz Nelly Weissel, cuyo esposo era escenógrafo; todos los años hacía una obra de teatro en el barrio. Mi mamá era la libretista y Nelly dirigía. Después en el Liceo Francés recuerdo que participé en una representación de Juana De Arco.

Recuerda que una vez Daniel le dijo: “Nunca te vi tan feliz”. Ella buceaba por las aguas de la Polinesia y no era su primera vez. “Hace mucho tiempo que hago submarinismo. Me encanta. Es otro mundo y es maravilloso, con otros colores y un sonido muy peculiar. Empecé cuando vivía en Ginebra. Me fui a Mónaco, donde había un biólogo que trabajaba con Jacques Cousteau que daba clases. Con él aprendí. ¿Sabés cómo aproveché en mis 15 años en Venezuela? Saint Martin también es lindo para bucear; Honduras, las Granadinas, y ahora quiero ir a Galápagos”.

Diane prometió sol, o al menos buena luz, para el comienzo del segundo día en su casa. Pero son las seis y Alessandro todavía no llegó. Encima de la mesa de la cocina, miramos los recortes de diarios guardados en dos biblioratos azules. Podría estar lloviendo afuera, o a punto de caer la noche. Me pide cuidado sin decir una palabra. Fue su madre quien tuvo la precaución de guardar esos documentos y conservarlos en perfecto estado para leerlos como si fueran las noticias de esta mañana.

Es joven y se preocupa por nuestra juventud. Logra estar en Montevideo y en Punta del Este casi simultáneamente por arte de magia. Sabe valorar los encantos nocturnos, pero también los diurnos de nuestro principal balneario, como lo demuestran el bronceado de su piel y la vivacidad de sus ojos verdes.

Así la describía la periodista Olga Alfonso Barros en la edición del diario El Día del lunes 19 de febrero de 1968. Una foto de Diane ocupa la portada completa de un suplemento de espectáculos; en otro diario, es una serie de fotos y perfiles de la cantante la que viste la nota, y entre elogios y asombro por su popularidad, ninguno de los cronistas olvida tipear la nueva identidad de Diane: Lady Beat.

Mientras pasamos las hojas, entre largos silencios, le pregunto sobre algunas curiosidades pasadas de moda. Entonces, para darme el gusto, me cuenta que la primera vez que probó hachís estaba en Cambridge y fue junto al musicólogo Coriún Aharonián. Otra:

—Cuando vivía en Ginebra era amiga de uno de los hijos del actor William Holden. Sus hijos tenían un apartamento unos pisos más abajo donde estaba su papá. Este tipo tenía orquídeas y plantas exóticas en su balcón y los hijos le habían puesto plantas de marihuana. En una de esas probé. Dije: “Ta, a ver qué me hace”. Me acuerdo de que había un grabado de Cristo y el Cristo me guiñaba un ojo.

“En lo musical, Mateo tenía una intuición brutal. Él no sabía que estaba enchufado con los impresionistas”.

¿Cuándo te fuiste a Europa?

En octubre de 1968 me fui a Francia. Me quedé con los efluvios del Mayo del 68. Todavía quedaban mesas redondas y pude entender un poco más. Desde acá era una cosa y después allá, hablando con gente universitaria, te dabas cuenta de que la realidad era bastante diferente. No era algo tan frívolo y superficial. Los medios de comunicación edulcoraron ese hecho, como la imagen romántica del Che Guevara.

¿Qué te dejaron esos años?

En los tres años que estuve en Francia y Suiza tomé conciencia y postura ideológica. Mirando el país en perspectiva, desde el palco de afuera, me di cuenta de una cantidad de cosas en las que no había profundizado. Si bien todos empezamos con la reivindicación latinoamericana y su literatura, leyendo a Galeano, por ejemplo, tomar una postura ideológica de compromiso es otra cosa; yo, por lo menos, la tomé de por vida. También me enteraba de cosas que estando acá era muy difícil. Por ejemplo, porque era suscriptora de una revista mensual que sacaba Jean-Paul Sartre que se llamaba Les Temps Modernes, en la que había mucho sobre América Latina; toda la serie de dictaduras, las de Brasil y Bolivia, donde pasaban horrores. Y ahí fui afianzando mis ideas y mis principios.

¿Cómo es el cruce de canto y militancia?

Creo que el rol del cantautor o el intérprete es el de comunicador. Hay que tomar lo que sucede, pasarlo por una licuadora para sintetizar y mejorar el nivel de lo que vas a decir, y sacarlo para afuera. Creo que no existe un cantante no comprometido. Puede ser que no te interese, que seas indiferente o que no te animes. Vos estás arriba de un escenario, ¿para qué estás si no? Lo que estás cantando no es inocuo, aunque sea una pavada. Todos los cantantes famosos a priori no comprometidos en momentos importantes terminan pronunciándose para un lado o para el otro. De Miguel Bosé a Bruce Springsteen o Sting sabés para qué lado van.

¿Qué me podés contar de Bernardo Bergeret?

Él y Enrique del Campo inventaron los conciertos beat, y al cuarto o quinto concierto viene a Uruguay Augusto Bonardo, conductor argentino muy conocido, para hacer un programa que se llamaba La gente, en el canal 5. Enrique se va al campo y Bergeret hace tándem con Bonardo y también hacen el Festival de la Canción de Protesta. En el canal 5 había músicos estables. Por ejemplo, había un programa con un panel de discusión y Mateo y yo estábamos casi siempre ahí. Luego crean en el canal 4 Gente joven, los sábados, un programa que empezó teniendo dos horas hasta ocupar toda la tarde. Ese programa después pasó a llamarse Ahí viene el tranvía. En la época de Gente joven aparece Leticia Moreira, y en la época de Ahí viene el tranvía aparece Verónica Indart, cuya pareja, que la acompañaba, era un tal Horacio Buscaglia, y así conoce a Mateo. Y Urbano [Moraes] conoce a Mateo en el primer concierto beat. Ese concierto empieza con Bergeret vestido de negro con una calavera diciendo “to beat or not to be”, y el primer grupo de rock que tocó fue The Knack, con Gonzalo y Mauricio Vigil, Pippo Spera y Urbano. Ahí se conocen con Mateo y tiempo después forman El Kinto.

¿Y tu primer concierto cuándo fue?

El 20 de octubre de 1966 en el teatro Solís. Vienen Enrique con Bergeret a casa y me cuentan la idea que tenían: una especie de concierto irreverente, en el que se mezclara música pop, aunque no se decía pop en esa época, con música clásica y textos de humor negro. A mí me encantó la idea. Además en el Solís, con toda su solemnidad: meternos en el templo de la cultura con mayúscula era muy atractivo. Mi padre no quería que cantara, pero me parecía tan loca la idea que enseguida dije que sí. Lo primero que hice fue buscar un guitarrista, y ahí fui al bar La Vela del hotel Lancaster, donde estaban Mateo, Antonio Lagarde [bajo] y el maravilloso [Roberto] Galletti [batería], juntos con Manolo Guardia. Empecé inconscientemente, pero me armé un trío bárbaro.

La resistencia de tu padre hace que te cambies el apellido.

En el colegio ya me decían Diane. Bergeret estaba en el diario El País, me llama y le digo: “Che, mi papá no quiere que cante”. “¿Y qué vas a hacer?”. “Nada, voy a cantar, pero me cambio el nombre”, le digo. Me responde: “Bueno, ponete un apellido en francés, pero que sea con otra D”. “Dale, lo pienso”. “¡No, lo preciso ya mismo, estoy acá en el diario para publicar la publicidad del concierto. ¡Decime ya!”. Me propuso Dupont. No, porque era como Pérez en francés. Y le dije: “¿Yo qué sé? Poné de noir pero junto, para que no parezca de negro”. Y ahí quedó.

Libro interno de edición en CD.

Libro interno de edición en CD.

Foto: Alessandro Maradei

¿Qué recordás de ese primer concierto?

El teatro estaba lleno. Cuando salí a cantar, estaba todo oscuro, pero veía un poquito; nunca me olvido de eso: parecían como racimos de gente y me empezaron a temblar las piernas. ¡Dónde me metí! Recién en ese momento me di cuenta. Mi papá entró al teatro con las luces apagadas para que nadie lo viera. Una artista en la familia era como una deshonra, “¿qué van a decir?”. Y no fue a saludarme al camerino; mi mamá, sí. Y se fue. Pero viste que Uruguay es una aldea; mi padre estaba muy vinculado al fútbol, tenía un palco en el estadio, y después en los diarios ponían: “Diane Denoir, cuyo nombre verdadero es Diana Reches”. Después mi papá terminó siendo uno de mis mayores fans, pero al principio le costó.

Lo del noir de todos modos tenía algo que te fascinaba.

Yo admiré mucho el movimiento existencialista. Toda esa época, con su música y su literatura, me gustaba mucho. Tal vez algo ahí inconscientemente me quedó. Me vestía de negro. Andá a saber.

Contame de tus padres.

Mi mamá era vienesa y era concertista de piano y tenía una hermana 12 años mayor. Quería tocar piano en las clases de jazz y no la dejaban. Y le hacía maldades al profesor, le ponía salsa kétchup en los bolsillos. Ella decía que del viaje de Europa para acá quedó afónica y desde ese momento no pudo cantar bien, pero cantaba mejor que yo. Era una crooner de jazz; es más, tengo grabaciones de ella cantando con Mateo. Y siempre me apoyó. Yo empecé a tocar el piano a los cinco años. Mi papá vino para acá en 1936 porque tenía un hermano que ya vivía acá. Llegó como un aventurero y ni bien se bajó del barco le dijo a su hermano: “Che, llevame a Peñarol que me quiero hacer socio”. Había visto a Peñarol en Austria y había quedado fascinado con el club. En cambio, mi mamá vino con sus padres escapados de Viena, se fueron a lo que hoy es Rumania y de allá se vinieron para acá. Por dos razones: mi abuelo había estado en el gobierno socialdemócrata que cayó en el 34, le había ganado un juicio a un movimiento nazi, y entonces tuvieron que publicar una nota en un diario retractándose, y a la nota le pusieron una caricatura con un tipo degollado y la cabeza de mi abuelo rodando con la leyenda: “No vamos a parar hasta matar a este caucásico”. Era judío, ¿no? Mi abuelo se tuvo que rajar una noche y lo siguieron al día siguiente mi abuela con sus dos hijas. Era jurista y eligió venir para acá porque antes de venirse estudió las constituciones de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay y llegó a la conclusión de que la uruguaya era la más adelantada. Quería que sus nietos vivieran en democracia.

Contratapa de la primera edición en vinilo del disco _Diane Denoir_.

Contratapa de la primera edición en vinilo del disco Diane Denoir.

Foto: Alessandro Maradei

¿Tus padres se conocieron acá?

En Bulevar Artigas y Palmar. Mi papá rompió el timbre de la casa de mis abuelos. Fue una equivocación. Con su hermano, tipo capangas, habían ido a buscar a uno que le debía plata a mi tío. Mi mamá bajó furiosa y cuando papá la vio murió de amor.

¿Tenés hermanas?

Mi hermana es dos años mayor y mi antítesis. Rubia de ojos marrones, fina, delicada, es la princesa perfecta. Yo soy la gitana de la familia. Se llama Ruth y es mi mejor crítica. Sus comentarios siempre me fueron muy útiles para mejorar.

Diane y los temas perdidos, por Juana Molina

Hablar de Diane para mí es retroceder hasta mi más tierna infancia, a cuando no había nadie en casa y me quedaba tardes enteras escuchando discos. Escuchaba esos discos porque me gustaban mucho. Nunca tenía idea de quiénes eran los músicos y mucho menos de qué tocaban. Es más: ni siquiera me detenía a pensar qué instrumentos sonaban. Para mí la música era como un cuadro: era una sola cosa terminada que me conmovía, me llevaba de viaje a través del universo abstracto y propio de la música.

Entre los discos que me sentaba a disfrutar en soledad estaba Musicasión 4 ½, que Mateo le había regalado —firmado y dedicado— a mi viejo. Musicasión 4 ½ fue un parteaguas. Ahí fue donde conocí la música de El Kinto, Mateo, Urbano, Rada, Verónica Indart y, por supuesto, de Diane. “Mejor me voy” se convirtió en un clásico absoluto tanto en mi vida como en la de papá, que la grabó y editó durante su exilio en Francia. Fue lo único que escuché y supe de Diane durante años, ya que, a diferencia de Mateo y Totem, su disco no se editó ni distribuyó en Argentina. Durante décadas fue toda una rareza para mí, hasta que apareció Mateo clásico 2 y pude oír un poco más. Y recientemente, en la pandemia, gracias a una milagrosa aparición de temas inéditos y copias de másters, descubrí canciones de su primera época, como “Down the Road”, que compuso y toca la guitarra Pippo (¡por favor esa guitarra!), y me volví loca. Hace varios meses estuvimos hablando del pasado, a raíz de los temas inéditos que aparecieron, y, si bien ya nos conocíamos, se ahondó un cariño que yo ya le tenía.

Es una sensación muy difícil de describir haber podido coincidir con esas cintas y tener la bendición de Diane para poder editar algo de todo lo que apareció y que será la segunda publicación en mi flamante sello discográfico, Sonamos.

En 1973 Diane comenzó su exilio en Buenos Aires. Nunca duda en definir esos tres años como “los tres peores” de su vida.

—Lo único bueno fue Mario Benedetti, mi hermano de la vida, pero Mario también se tiene que rajar por la dictadura. Yo me quería quedar en América Latina, y en Suiza tenía permiso de trabajo. En ese momento había sólo tres democracias en América Latina: México, Costa Rica y Venezuela. Un amigo argentino me ofrece un trabajo en México, pero ya en ese momento, en 1976, la embajada uruguaya en Buenos Aires no daba pasaportes, lo cual era una violación al Pacto de Costa Rica y no sé cuántos más. Entonces, a veces tengo esos flashes intuitivos, previsores. Y pensé: “¿Qué pasa si me quedo sin pasaporte?”. México te daba una hoja para viajar que no valía nada. La otra era ir a Costa Rica, pero averigüé que la reivindicación de los recolectores de banana era el suero antiofídico. Dije “no”. Demasiada injusticia. Y Venezuela, que en ese momento era el destino menos atractivo para la mayoría de la gente, a mí me parecía el más democrático y me fui para allá.

“En los tres años que estuve en Francia y Suiza tomé conciencia y postura ideológica. Empecé a ver todo distinto”.

De acá para Buenos Aires me fui por unos días, con la guitarra. Y a la semana quise volver y Mario me dijo que esperara: “Te pido que te quedes una semana más”. Dos días después me fueron a buscar a mi casa, así que Mario, sin querer, me salvó la vida.

Ahí me tuve que quedar. “Vendan el grabador, la moto...”. Yo estuve tres años. Juan, mi compañero, había muerto de un aneurisma antes del año en Buenos Aires, y ahí hubo que tomar decisiones. Cuando me fui, en el 76, unos conocidos me estaban tramitando una visa de transeúnte por seis meses y mientras salía me fui, vía Perú, a lo del Flaco Walter Tournier. Esperando la visa me quedé en Perú, donde me pasaron varias cosas; estuve en Ecuador y la visa al final me la dieron en Colombia. Deambulé tres meses.

Dedicatoria de Mario Benedetti en _El amor, las mujeres y la vida_.

Dedicatoria de Mario Benedetti en El amor, las mujeres y la vida.

Foto: Alessandro Maradei

¿Y andabas sola?

Claro. Mientras esperaba me fui a recorrer. Visité Machu Picchu, me bajé en Urubamba en bote, conocí diferentes aldeas de indios y llegué hasta Puerto Maldonado. Como dice Javier Heraud: “Yo soy un río, voy bajando por las piedras anchas, voy bajando por las rocas duras, por el sendero dibujado por el viento. Hay árboles a mi alrededor sombreados por la lluvia. Yo soy un río, bajo cada vez más furiosamente, más violentamente bajo cada vez que un puente me refleja en sus arcos”. Volví amarilla, el blanco de los ojos estaba amarillo. Nunca se supo si fue hepatitis o qué. Y ahí tuve que curarme. Me acuerdo de que estaba en una cama en lo del Flaco Tournier y venían Leonilda González, Manuel Capella y Alberto Couriel a hacerme el aguante y a jugar a las cartas, y yo no tenía fuerzas ni para agarrar una carta.

¿Cómo era tu relación con Benedetti?

Yo había leído Gracias por el fuego y Montevideanos, que me encantaba; Poemas de la oficina también. Era una época en la que yo leía mucha literatura latinoamericana y además era muy onettista. No era fanática de Benedetti. Cuando estoy en Ginebra, un día voy a ver a Paco Ibáñez y estaba Antonio Saura. Nos pusimos a charlar y me cuenta que, casualmente, enfrente a donde yo vivía, que es el Centro de Grabados Ginebrino, él estaba ilustrando en serigrafía Los sueños de Quevedo. Y terminó viniendo a casa todos los días. Yo cocinaba muy mal. Lo único que sabía hacer era un arroz a la cubana; le decía así porque sonaba exótico, pero era arroz andá a saber cómo, con huevo frito y banana, o hacía fideos con una salsa que inventaba. Y en una de esas charlas comiendo fideos, salió el tema Benedetti. Antonio había estado en Cuba a principios de los 60, así que seguramente se daba cuenta de que mi arroz a la cubana era muy trucho. Fidel los había llamado a él y a Joan Miró para que pintaran las latas de racionamiento. Esa idea era maravillosa: sensibilizar a la gente con pintores abstractos a través de la comida. Me cuenta que había conocido a Mario y su mujer en Cuba haciendo trabajo comunitario y me habla muy bien de él, de su buengentismo. Yo dije: “Mirá, no me imaginaba que fuera un tipo tan macanudo”. Y me quedó eso.

Cuando estoy en Ginebra se forma el Frente Amplio, y de esa variedad de grupos que lo conforman me empecé a interiorizar qué era lo que había y quiénes estaban. Cuando vengo acá, a través de [el economista] Raúl Trajtenberg, un muy amigo mío que ya estaba en el 26 de Marzo y con el cual tenía mucha afinidad política, literaria y musical, resuelvo meterme en el 26. Pero yo, muy disciplinada, me voy a un comité de barrio que estaba en la calle Chucarro. Raúl me empieza a invitar a las reuniones y en una estaba Mario. Yo soy muy discutidora, qué querés que te diga, y en una me puse a discutir con Mario, pero bien. Él era un tipo que sabía discutir muy bien, escuchar y respetar al otro. Y un día me dice: “¿Por qué no venís a trabajar conmigo a la dirección del Movimiento?”. Yo le decía: “No, quiero estar en el comité”. Yo sigo creyendo que los comités son el termómetro de las bases. Cuestión que terminé en el 26 con Mario y seguí yendo al comité. En esos días, de muchas discusiones buenas, constructivas y de aprendizaje, se armó una linda relación con él. Era profesor en Humanidades en esa época, yo cantaba. Había una empatía y mucho humor con Mario.

Después vos le salvás la vida.

Vivíamos muy cerca. Con Mario, desde que se murió Juan, fuimos muy unidos. Hablábamos todos los días. Ese día andaba en la calle. Voy a un teléfono monedero y lo llamo. “Hola, Mario, ¿cómo estás?”. “Hola, estoy mal”, me dice. Para que Mario te dijera que estaba mal, realmente era que se estaba muriendo. Le digo: “Dejá la puerta abierta que voy para ahí”. La voz que tenía era horrible. Ahí quise conseguir una ambulancia y no había. Me tomé un taxi, pasé por el hospital Fernández, que quedaba de camino, y tampoco había; me bajé del taxi en la esquina de la casa de Mario, en Las Heras y Ayacucho. Compro aminofilina, Decadron y suero, que es lo que había que darle a Mario cuando se atacaba; me agarro al enfermero, el tipo le encaja todos los medicamentos y no reaccionaba. Me dice: “Ya va a reaccionar”. Le digo: “No, ayudame y lo bajamos”. El tipo me deja en la calle con Mario colgado del hombro. Empiezo a parar autos hasta que se detiene una camioneta Brasilia con una señora que venía con la hija. Le dije: “Lléveme al hospital más cercano”. Lo ingresan a emergencias del Hospital Alemán, pero sin cédula de identidad, y si no pagábamos no sé cuánto ¡no le ponían oxígeno! Había estado toda la mañana respirando mal. “Mario, ¿dónde tenés la cédula?”. Con mucha dificultad, me dice: “En el cajón de la mesa de luz”. Me da la llave de la casa, vuelvo y, no me olvido más, hice un cheque sin fondos y lo ingresaron. Cuando ven la cédula en el hospital se sorprenden: “¿Mario Benedetti el escritor?”. “No, no, tiene el mismo nombre, nada más”, le dijimos con Zelmar Michelini. Nos habíamos puesto de acuerdo en eso por miedo a que le dieran algo y lo mataran. Ya era época de represión.

La segunda o tercera noche, Mario se levanta, arrastra todo lo que tenía enchufado y una enfermera alemana le dice: “Señor Benedetti, ¿qué está haciendo?”, y Mario le contesta: “¿Usted no sabe que soy sonámbulo?”. Mentira; conservó el humor hasta cuando estaba casi en coma. Con Zelmar resolvimos hacer una consulta con un especialista en asma, un tal doctor Ferrer, un tipo joven. Y nos dijo: “Miren, lo que tiene es un mal de asma. Al año hay cuatro o cinco casos que no pasan y se mueren. Este está bravo”. Les estaba costando que Mario volviera a reaccionar. Yo me acuerdo que nos miramos con Zelmar y le digo: “¿Le decimos la verdad?”. “Mire, doctor, en realidad él es Mario Benedetti, el escritor. Por favor haga algo, las letras de América Latina se lo agradecerán”. El tipo, muy bien, lo pasó a Mario a una habitación privada, después vino Luz [López Alegre, su esposa] y ahí empezó a repuntar.

Dedicatoria de Mario Benedetti en _La vida, ese paréntesis_.

Dedicatoria de Mario Benedetti en La vida, ese paréntesis.

Foto: Alessandro Maradei

¿Y con Zelmar?

Zelmar y Mario formaban parte de La Corriente [subgrupo del Frente Amplio posterior a 1971] y nos reuníamos en el local de Zelmar, en Colonia y Rondeau. Y además era el que se movía cuando metían cantantes en cana. Yo con él tuve una relación más cercana cuando apresaron a Rodolfo Da Costa. Yo lo acababa de conocer al Negro y enseguida nos entendimos muy bien. Nos conocimos en un local que se llamaba Teluria, en el Palacio Salvo. Me acuerdo de que ese día estaban Los Olimareños cantando “La milonga del fusilado”. Estuvimos con el Negro hasta altas horas de la madrugada; quedamos en vernos de vuelta y al día siguiente estaba en cana. Con su hermana, María, nos pusimos a buscarlo. Te metían en cana y era muy difícil saber en qué lugar. Fui al despacho de Zelmar y le pedí por el Negro. Me acuerdo de que Zelmar tenía que interpelar a Néstor Bolentini [ministro del Interior] para saber dónde estaba. Como senador, podía conseguir información. Al Negro, además, lo iban cambiando de cuartel cada semana, y ahí nos avisábamos cada vez que nos enterábamos de dónde estaba esa semana. La hermana lo iba a ver y ya no estaba. Me acuerdo de que yo le decía: “Ir a verte al hotel es un quemo”. Ahí se generó una relación linda con Zelmar. Él estaba en La Opinión y hablábamos mucho por teléfono. Con Mario hablaban pila. La relación de ellos se afianzó mucho en Buenos Aires.

En tu tiempo de exilio cantaste muy poco.

En Perú me fui quedando sin guita porque tuve que pagarme análisis y qué sé yo, y se me estaba alargando la estadía porque no me salían los papeles para Venezuela. Manuel Capella me llevó a un programa de radio de la universidad; ahí canté y si me pagaron, fue muy poco. En un momento me quise ir de Perú porque estaba muy sensible con los olores. Me fui a Ecuador y ahí Manuel me pasó un pique. Era un lugar de café concert, Jatari Tambo, en Quito. Fui a cantar ahí. Te pagaban unos mangos para seguir adelante. Yo tenía que seguir el periplo. ¿Y qué pasó? Cuando canté ahí me escuchó un tipo que era productor del canal 8, Polo Barriga, le gustó y me ofreció ir a cantar a la televisión, y como les gustó a él y no sé a quién más, me dicen de hacer un especial de Navidad, para lo cual me tenía que quedar en Ecuador más tiempo. De ese momento me acuerdo de que me insolé en la playa.

¿Cuándo llegaste a Venezuela?

Me fui el 21 de setiembre del 76 de Buenos Aires y llegué a Venezuela el 17 de enero del 77. Recién me dieron la visa a finales de diciembre. Ahí me ayudó mucho la solidaridad de los amigos. En Bogotá, donde me dieron la visa, me quedé en la casa del Tito Mañana, un arquitecto amigo.

¿Y por qué dejaste de cantar durante tanto tiempo?

Yo respeto a la gente que cuando está triste canta, pero como creo que mi rol es de comunicadora, no me interesa cantar mis estados de ánimo. Es lícito que otros lo hagan, yo no lo hago. Yo estuve muy golpeada, me pasaron muchas cosas. Tenía la sensación de que me había ido de Uruguay con un ramo de pimpollos, con esperanzas y sueños de familia, y que esos pimpollos se iban a abrir en un ramo familiar, pero se me fueron cayendo todos. Incluso llegué a Venezuela el 17 de enero y el 25 de marzo a mi padre, que iba a venir a verme en Pascuas con mi mamá, lo atropella un auto a la salida del Club Náutico y lo mata. Y yo no pude venir por lo menos a agarrarle la mano a mi madre, porque estaba requerida.

Y en Buenos Aires también habían pasado cosas complicadas.

Iba a cantar en Buenos Aires. Con Mario habíamos empezado a armar una propuesta teatral que se llamaba La vida cotidiana con un actor argentino al que no llegué a conocer personalmente. Eran poemas dichos o musicalizados, y ahí es cuando yo me meto más que nunca a leer a Felisberto Hernández, que me lo acerca Mario. Era la historia de una pareja que cantaba, decía, con sus luchas, sus derrotas, sus esperanzas y sus sueños, y hay uno de esos temas que lo estoy cantando ahora. Pero ¿qué pasa? Primero, a Nacha Guevara le ponen una bomba en el teatro el día anterior al estreno. Matan a un obrero del teatro y al escenógrafo lo hieren. Y a los pocos días a Mario lo amenaza la Triple A. Y así se truncó todo. Además, te empezás a enterar de que hay tiras acá, milicos allá, así que cuanto menos aparecieras públicamente, mejor. Después te enterás del Plan Cóndor. Pero cuando te das cuenta de que estaban pasando cosas raras, empezás a cuidarte. Todo el tiempo que estuve en Argentina y Perú estuve mirando hacia atrás para ver si no me seguían. Quedás con la antenita. ¿Quién iba a decir que iban a matar a Zelmar, cuando hasta Ted Kennedy había pedido por él?

Pasaban cosas que eran de no creer. Agarrabas el diario y decía: “38 fusilados en El Pilar”. ¡38 tipos muertos de golpe! Era demencial.

Es fuerte escucharte. Todo lo que venían haciendo acá en Uruguay musicalmente se corta abruptamente y con violencia, y luego de muchos años comienza a ser reconocido en el mundo como una obra única y original.

Nunca pensamos que íbamos a trascender algo, porque nunca dijimos “somos bárbaros”. Lo que hacíamos nos gustaba, nos divertía y era un placer hacerlo, pero nunca pensamos que estábamos abriendo una brecha nueva, que esto se iba a llamar candombe beat, o canto urbano, o que a alguien le iba a importar.

“Cada vez que tenía un proyecto, se truncaba por una muerte. Por eso demoré tanto en volver a cantar”.

A mí me pasó que cuando volví a Uruguay estaba en una escalera, pasándole removedor de óxido a una viga y tenía puesta Emisora del Palacio en la radio. De repente escucho que están pasando una canción mía. No lo podía creer, 20 años después. En Venezuela, Alí Primera, que tenía un sello, me quería grabar un disco, pero yo no tenía ganas de cantar. Lo único que hice fue, cuando vino Zitarrosa, un corito que me pidieron que grabara para “Adagio en mi país”. Y en el 79 voy a visitar a Mario a Cuba. Estoy en La Habana y voy al teatro Karl Marx a ver a Chico Buarque, Paulinho Nogueira, Simone y Gonzaguinha. Cuando terminó el show, yo, que nunca me acerco a nadie porque me muero de vergüenza, me puse hablar con Gonzaguinha. Estuvimos toda la madrugada charlando, me mostró una canción que estaba haciendo que la quería traducir al español. Se llamaba “Libertad mariposa”. Lo ayudé a traducirla. Después, con los años, por mi trabajo en Cooperación Internacional, lo empecé a ver cada vez que iba para Brasil. En uno de esos viajes él me propone producir un disco mío y ahí sí tuve ganas de cantar. Pero cuando habíamos empezado a trabajar en ese disco con Gonzaguinha, una noche volvió del estudio de grabación, se quedó dormido y se murió. Entonces, yo sentía que tenía como el signo de la muerte. Cada vez que tenía un proyecto, tac, se truncaba con la muerte. Tenía un proyecto de pareja, se muere Juan; voy a volver a cantar, pasa esto; vengo acá de vacaciones y Mateo está en el Clínicas. Se muere en el 90 y ahí me bajaron las ganas de cantar. En el 94 yo ya estoy acá; aparece el Lobito en mi vida y lo veo a Jaime. Ellos dos fueron los que más me insistieron en que retomara mi carrera. Y volví a cantar en el 98. Hice un show que se llamó Diane Denoir, otra vez y Mario me escribió el programa. Y Jaime estuvo cuando actué en el Notariado, tocando la guitarra. Además, después de que volví a cantar en el Teatro del Notariado, le agarré el gustito; una cosa es cantar en tu casa, pero cuando salís a un escenario, con el público, cantás diferente, sentís otra cosa y das otra cosa, hay una adrenalina que interviene que no está de otra manera si no es arriba del escenario y que es maravillosa. Cuando me bajé del escenario en el Notariado pensé: “¿Cómo pude estar tanto tiempo sin sentir esto?”. Es una energía única.

Foto del artículo 'Diane Denoir: los juegos del agua'

Foto: Alessandro Maradei

¿Cómo se inicia tu relación con Daniel?

Yo voy al teatro El Galpón porque va a cantar Andrea Tenuta, que es la hija de Adela Gleijer, con quien compusimos varias canciones, entre ellas “Como un pájaro libre”. Yo estaba en primera fila con mi mamá. A Andrea la acompañaban Panchito Nolé, no me acuerdo quién más y el Lobito, y cuando me subí al escenario a saludar a los músicos, ahí me agarró y me tiró el reel, me sacó el teléfono, me persiguió un par de semanas y al final me pescó. No mordí el anzuelo, pero me fue enganchando de a poquito. Me convenció por buena gente.

Y son socios musicales.

Por ahora lo tengo condenado a tocar la guitarra, porque la verdad es que no consigo a nadie que toque como Mateo. Es lo más aproximado. Es un gran músico y un gran bajista, y es mi arreglista.

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Alessandro le saca fotos a Diane con el sol prometido. Le pregunto de vuelta, por pura curiosidad, si conoció la noche pesada. Recuerda un lugar en la Ciudad Vieja, cerca del puerto, una vez, y se ríe un montón. Daniel halaga a su compañera, le asegura que está hermosa y bromea con su fealdad como contraste. Diane se acuerda de otra, de una vez en que un joven Alfredo Zitarrosa bajaba una escalera vestido con una bata de seda y con un Jaguar viejo en la puerta de su casa. Estamos en el patio del fondo y Daniel nos cuenta de las dietes, unas flores de hojas blancas y alargadas que no pueden guardarse en macetas. También hay bromelias, pie de elefante, “rosales en varios tonos de rosado”, nos cuenta Diane, además de hortensias rosadas, santarritas y una “flor blanca con mucho aroma”.

“Una cosa que tenemos en común con Mateo y también con Lobito es que nunca canto una canción igual. A mí eso me gusta. Por eso a veces estoy cantando y me sorprendo”, dice, imaginando su próximo show.

Me animo a decirle algo sobre su luminosa interpretación de “Tanto trabajo”, de Gloria Martín. Me agradece. Seguimos estirando la charla con sus canciones antes de que baje el sol. “El adiós” es un “maravilloso candombecito al que nadie le da bola”, salvo el Lobito y ella. Dice que se animó con sus adorados The Beatles a “For no one”, un viaje de bossa nova para cerrar los ojos, incluido en su disco Quién te viera (Acqua Records, 2008).

“No sé si sabían”, sonríe con picardía, “lo que pasó este año”. Cuando le contaron, le encantó y vio sólo algunos, entre miles y miles de videos. Supone que en este reciente revival algo habrá tenido que ver su amigo el músico Devendra Banhart, que en 2019, por invitación del sello suizo Bongo Joe, reunió en el disco Fragments du Monde Flottant a algunos de sus artistas y canciones favoritas, entre ellas, la coqueta y elegante “Señora Diana la vi”, de Diane y Mateo, que se volvió, con o sin Devendra, viral en la red social TikTok y no para de crecer en versiones, coreografías y paisajes. Es el fondo sonoro de un paseo sin apuros, entre las góndolas de un minimarket en Japón, con bebidas y alimentos empacados con colores chillones y envases modernos, en que una joven se prueba diferentes looks para un salida importante, otra arranca las hojas de una flor sentada triste en el marco de una ventana en el piso de arriba de una casa pintada con cal; un hombre filma su reflejo en un pedazo de espejo caído entre ramos mientras la lluvia cae sobre su paraguas, otra mujer abre repentinamente una puerta y canta la melodía con su cabeza sobre el piso, una ciudad comienza a funcionar, un tren debe esperar que alguien levante las partes de un árbol sobre uno de sus vagones, alguien viaja en un tren y por la ventana sólo puede verse hielo congelado, es la compañía perfecta para las manos de una artesana que con cuidado y habilidad moldea las alas de una mariposa, y un pequeño animal marino saca la cabeza del agua y gira, mientras una leyenda sobre el video reza: “Ya no quiero aprender ni estudiar, sólo quiero ser feliz.