El cisne salió presuroso del baño de caballeros del restaurante y se dirigió a la mesa que estaba junto a la ventana. La mujer que ocupaba una de las sillas lo miró con cara de absoluta sorpresa.

—¿Qué pasó? ¿Tengo algo en el pico?

—Disculpame, no sé quién sos —dijo ella.

—Carmen, soy yo, Fabián. Hace dos meses que salimos.

—Fabián es un corcel. Se pidió una porción de heno y fue hasta el baño porque no se sentía bien.

—¡Un corcel, la puta madre! —gritó el cisne mientras se llevaba un ala a la frente.

A esa altura una mujer se había levantado de una de las mesas del fondo.

—¿Javier? Hace veinte minutos que te estoy esperando. Se están enfriando tus buñuelos de algas.

—Rosana, dame un segundo que ya estoy contigo.

—¿Quién es esa? ¿Y cómo supiste mi nombre? —preguntó Carmen.

El cisne miró hacia ambos lados, comenzó a temblar y se transformó en un corcel.

—¡Fabián, eras vos!

—Javier, ¿podés decirme por qué te convertiste en un caballo?

—Les juro que hay una explicación muy sencilla y que las dejará satisfechas a ambas.

El flamante corcel sabía que eso era imposible, pero trataba de ganar tiempo.

—¿Y vos qué hacías con mi novio?

—Lo mismo podría preguntarte a vos.

Cada una lo tomó de una pata, o de un ala. Con los nervios cambiaba todo el tiempo.

—Por favor, suéltenme.

La puerta del restaurante se abrió de una patada y entró una mujer hegemónicamente hermosa.

—¡Suelten a mi marido!

—¿Su marido? ¿Cuál es su marido, el corcel o el cisne? —preguntó Rosana.

—¿Javier o Fabián? —agregó Carmen.

—Mi marido no es ningún animal. Al menos la mayoría del tiempo.

—Hera, yo...

— ¡Que te muestres, gusano!

El cambiaforma finalmente se transformó en una figura humana, de barba blanca y vestido con una toga de idéntico color.

—¡Zeus! —gritaron las dos mujeres del restaurante.

El jefe de los olímpicos se encogió de hombros.

—Mala mía, chicas. Fue mi error tener dos citas el mismo día, pero admitan que sus agendas son bastante complicadas... además de que los preservativos que cambian de forma se estaban por vencer.

Hera lo miró como para matarlo.

—¿Qué? ¡Todavía que estoy usando protección! Pensé que estabas harta de que todo mi sueldo fuera a parar a la manutención de mis bastardos.

Al escuchar eso, uno de los empleados del local comenzó a llorar y se fue corriendo.

—Perdón, Mózocles... No quise sonar despectivo.

A Hera se le estaba agotando la paciencia.

—Mandale un regalo el día de su cumpleaños. Una bandeja mágica o algún otro objeto que le termine arruinando la vida. Ahora tenemos que irnos, que dejé el auto de Apolo en doble fila y además lo necesita porque entra bien temprano a trabajar.

La puerta del restaurante había quedado abierta, así que el joven que llegó en ese instante no tuvo dificultad para ingresar.

—Hola, ¿qué tal? Estoy llegando tarde a una cita.

—¿Ah, sí? —preguntó Hera en forma socarrona—. ¿Con qué animal?

—Con un carnero hermoso llamado Enrique. ¿No lo vio?

—No lo vi, pero algo me dice que sé dónde está.

La esposa de Zeus le dio un golpe en la espalda que lo transformó de inmediato en un flamenco.

—¿Gerardo? —dijo el cocinero, que se había acercado a averiguar qué era todo ese griterío.

A ese golpe le siguieron varios más, que transformaron a Zeus en coyote, dragón de Komodo, gorila, buey, flamenco (de nuevo), pez espada, ovejero alemán, conejo, tardígrado (fue difícil pegarle a ese), estrella de mar, orca y carnero. En casi todos los casos una o más voces se alzaron dentro del local, tras haber reconocido a algún animal con el que habían salido, y en ocasiones entrado.

El joven no tuvo tiempo de reaccionar, porque Hera se llevó a su marido de una de sus orejas de carnero. Los esperaba una acalorada conversación como ya habían tenido decenas antes, y Zeus sabía que ella terminaría perdonándolo. De hecho, al poner un pie en el auto le costó disimular la sonrisa: ya se estaba aburriendo de aquellas dos mujeres y también del jovencito. Además, como había ocurrido en tantos establecimientos en los que su infidelidad había generado un escándalo, otra vez se había ido sin pagar.