—Quiero empeñar esta pintura.

Rómulo se sobresaltó al escuchar la voz de la mujer a su espalda, mientras intentaba meter la llave en la cerradura de la cortina metálica.

Había llegado a la casa de empeños por la agenda y algunos documentos. No pensaba quedarse ni un minuto dentro del local. Despertar luego de que la fragancia a romero se filtrara entre la espesura del hedor a pólvora lo alertó. Sólo dos veces en su vida había percibido esa antagónica combinación de olores y, en ambas ocasiones, el final de la jornada lo sorprendió abrazando la desgracia.

—¿Será posible que pueda empeñarla? —insistió la mujer, que le mostró el cuadro protagonizado por un par de manos. La derecha estaba intervenida por una hilera de dientes que nacían en la muñeca. La izquierda estaba envuelta por el tallo espinoso de una rosa que, en su lucha por no ser devorada por la dentadura, se aferraba a un antebrazo que padecía las consecuencias de la disputa—. Desde que la compré, sólo me ha traído mala suerte.

Él, olvidándose del presagio que lo había obligado a ir hasta su local en busca de información imprescindible para continuar trabajando desde su hogar, no reparó en la actitud nerviosa de la señora. Quedó impresionado por la hostilidad entre los combatientes, como si la representación de la dentadura abriéndose camino en una delicada mano fuera la porción que representara el yang y la flor, con su tallo inclaudicable, la contraposición del yin.

Ella aceptó los pocos billetes con los que Rómulo devaluó la pintura y se apuró en desaparecer. Dentro del local, expuesto al cartel de “abierto” que olvidó quitar, le hizo un espacio provisorio junto a una de las intocables, que descansaba sobre una de las tantas repisas inundadas de viejos artefactos.

—Las casas de empeño son pequeños purgatorios en la Tierra —dije al entrar. Rómulo había levantado la cabeza de su agenda cuando sintió que se abría la puerta y, aún sin notar mis particularidades físicas, escuchó mi sentencia—. ¿Qué le podré explicar a usted? Fíjese, una sala llena de objetos de diversas formas, tamaños, materiales y orígenes. —Se puso de pie y, recién después de avanzar unos pasos, descubrió que me faltaba el hemisferio derecho del rostro—. Lo que me apasiona, y es lo que justifica mis tours por casas de empeños y de antigüedades, son las historias que hay en cada uno de ellos. Esa particularidad es invaluable. —Solté su mano y caminé por el salón—. Aquí permanecen estas reliquias, que esperan ascender hasta el cielo al ser redimidas por los dueños, o pasar la eternidad en el infierno de un nuevo propietario. Lo que nadie puede rebatirme es que los palacios como los que usted administra son una suerte de purgatorio para todas estas almas inanimadas.

—Mi padre estuvo a punto de llamar al local de esa forma. No lo hizo porque entendió que sería un insulto a la instrucción recibida por su familia —dijo Rómulo y señaló la silla, invitándome a tomar asiento—. Debo decirle que toda doctrina religiosa me suena a insulto; mejor dicho, toda doctrina me suena a insulto. Sólo confío en mi olfato.

Ernesto jamás hubiese cometido descuidos con un grupo determinado de piezas que él consideraba preciadas. Las disponía de forma tal que podían mimetizarse con el ambiente y sólo eran alcanzadas por sus ojos. Su hijo Rómulo, en cambio, catalogó estos objetos bajo la denominación de intocables y prefirió exponerlos para que cada persona que pisara la casa de empeño se topara con el artículo inalcanzable.

Su padre creía que esconderlos entre la maraña de antigüedades era el mejor modo de proteger ese selecto grupo de tesoros. Rómulo estaba convencido de que la cofradía de artefactos que no podían formar parte de una transacción atraería a los coleccionistas de rarezas. Su capacidad narrativa, heredada, al igual que el local, le facilitaba la faena de encantar al cazador de historias con una anécdota tangencial y vinculada con otra pieza de gran valor. La estrategia, además de beneficiarlo en lo económico, le permitía salvaguardar la gema protegida con simples tretas. Esta apuesta era más provechosa, siempre que tuviese la fortuna de no cruzarse con alguien que poseyera una estrecha relación —y aquí entro yo— con la intocable en cuestión, o con la diosa preciada, como prefiero llamarla, ya que pertenezco a la generación de Ernesto.

En mi debut en la casa de empeños, Ernesto supo a qué venía y, sin necesidad de intercambiar más que saludos, comprendió todo. Tuve que esperar que enviudara antes de identificar hilachas de las perlas que mantenía bajo estricto resguardo. Mientras estuvo al frente del lugar, sólo encontré evidencia de una de sus venus: un radiotransmisor perteneciente a una espía soviética de la KGB.

El descubrimiento fue en mi décima visita a su ciudad y a su tienda. Escuchó el timbre que le avisaba que un cliente había cruzado la puerta y echó una sábana vieja sobre el trasto. Sin poder disimular el nerviosismo de saberse expuesto, se dedicó a anticipar los intentos por llegar a mi objetivo. A pesar de que no necesitábamos realizar una nueva danza cada vez que nos veíamos, supimos respetar los antiguos códigos de la tácita enemistad. Ernesto se encargó de flanquear mi costado izquierdo, aprovechándose de la inutilidad para curiosear entre la mercadería con el otro perfil, y no tardó en armar uno de los recurrentes discursos con los que me convencía de llevar tal o cual excentricidad. Cada año salía de su tienda con un objeto costoso y con el sabor de haberme acercado un poco más a lo que me pertenecía.

La vez que descubrí el radiotransmisor soviético regresé a mi invierno con un revólver Smith & Wesson Modelo 3 de 1874 que, según la narración que me ofreció Ernesto, le perteneció a un pistolero de Montana que realizaba la noble tarea de asaltar trenes a lo largo de la frontera con Canadá. Autentificó su relato con recortes de diarios de la época, en los que podía verse la cara del delincuente, diferentes afiches de “se busca” con la correspondiente recompensa y una foto de la reliquia.

El viacrucis que hizo el arma desde el norte de los Estados Unidos hasta su tienda tenía varias versiones y hacía años que se había rendido en la reconstrucción del periplo. Aclaró que, desde que el cáncer de páncreas se llevó a su esposa, la energía con la que protegía sus objetos predilectos había menguado y que el único motivo por el que me lo ofrecía era la fidelidad que había mostrado durante todos esos años.

Aquella mañana, Rómulo despertó cuando la frescura del romero, con paciencia y esmero, caló en la densa negrura del olor a pólvora. Al mediodía suplió a su padre en la tienda y vio con preocupación un inusual desorden. Ernesto le explicó que un viejo cliente —tuvo la delicadeza de no advertirle sobre la turbia relación que nos unía— lo había sorprendido mientras reordenaba sus venus. En el flirteo que nos mantuvo alertas durante más de una hora y media, decidió sacrificar la identidad del radiotransmisor a cuenta de proteger el resto de sus celebridades.

Después de digerir la cesión de terreno, tomó conciencia de que debía reforzar las trincheras vulneradas, de que necesitaría la ayuda de Rómulo para no caer en la próxima primavera. En la tarde visitó a su querida Amanda; tal vez sentado al lado de la lápida podría discutir con ella la mejor estrategia a desarrollar. Ambos coincidíamos en que el honor era materia innegociable. Siempre cumplí y Ernesto nunca lo escondió en ninguna trampilla bajo el piso ni se lo llevó a su casa. Involucrar a Rómulo significaba rendirse; aunque jamás tuviera en mis manos la pieza en disputa, caería derrotado ante mi perseverancia. Por esa razón, consideró necesario postergar la charla con su hijo hasta que hubiese definido algún plan de contingencia.

Horas después de hacerme del Smith & Wesson y de que Rómulo fuera despertado —por segunda vez— por el aroma a romero que se filtró entre el tufo a pólvora, Ernesto sufrió un paro cardíaco mientras caminaba de regreso del cementerio. El día de su iniciación con esa incompatible mezcla de aromas, a su madre le diagnosticaron cáncer. La mañana en que nos conocimos fue su tercera experiencia; si bien era un hombre temerario a la hora de asumir riesgos, no prescindía de ningún tipo de táctica defensiva.

—Es muy buena la obra que tiene sobre esa repisa —cambié de tema para no exponerme al profundizar sobre sus teorías olfativas—. ¿De quién se trata?

—No sé nada sobre esa obra, caballero; llegó un momento antes que usted. Lo único que puedo juzgar es la calidad del trabajo y, si aventuro un comentario de acuerdo a mi deficiente formación como crítico de arte, le aseguro que es excelente.

—Estoy de acuerdo con usted, Rómulo. —Dejó de observar la pieza y se enfocó en mi medio rostro. Sonreí con esfuerzo, por obvias razones, y le expliqué por qué sabía su nombre—. Su padre me habló muy bien de usted, en especial de su virtud a la hora de narrar las historias que resguardan los objetos que exhibe.

—Lamento no poder darle el gusto con esa pintura —dijo—. Si usted es paciente, en una nueva visita podré investigar sobre el cuadro.

La calma disimulada en sus palabras me advirtió que se encontraba con la guardia en alto y que no se dejaría atrapar con facilidad.

—No es mi intención evaluar sus condiciones; la palabra de Ernesto es suficiente. —Hice una pausa y me propuse empezar a provocarlo—. Aunque no puedo negar que mi curiosidad me excede.

A centímetros del marco estaba la pieza que vi, por primera vez, varias décadas atrás. En aquella ocasión, cuando quedé abandonado a metros de ella, entre la humareda, los escombros y el griterío de horror que se elevó sobre nosotros, yo tenía sólo seis años y parecía que se burlaba de mí. No fue tarea fácil dominarme; sentí mis dedos transpirados y, para no alertar a Rómulo más de lo que ya lo estaba, decidí fijar la mirada en algunos de los detalles de la pintura.

—Agradezco sus palabras, señor. Entenderá que esa particularidad que usted afirma es heredada, al igual que este local.

“Y también la constante paranoia”, pensé.

—Reconozco que padecí la locuacidad de su progenitor en varias ocasiones. —Su semblante se ensombreció al oír las dudas que puse sobre los objetos que compré en el pasado—. Por eso dicen que el humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. —Me sentí a gusto al verme caminando en círculos en la arena con el hijo de mi gran enemigo—. Usted tiene un criterio diferente al que él usó al momento de ordenar el salón. Solía disponer todo de acuerdo al valor monetario de los objetos, o casi todo: sé de sus excepciones —atiné confiado.

—Es verdad, yo prefiero ubicar cada pieza según las épocas.

—¿Y el cuadro sería una excepción? —dije apresurado.

—Le repito: el cuadro llegó aquí hace un momento, aún no definí un lugar —contestó—. Confieso que me sedujo mucho y que, con seguridad, integrará el selecto grupo de piezas que en breve exhibiré en una nueva sala que estoy acondicionando en el fondo de la tienda.

—La escultura que está a su derecha también espera una sentencia para dejar de penar en el purgatorio y ascender al paraíso de esa sala que acaba de mencionar.

—Esa escultura, como usted la llama, ya está condenada —acusó recibo del insulto—. A pesar de que estamos hablando de un escultor infame.

—Eso veo —dije aventurándome—. Parece que tomó el pedazo de roca y le dio al cincel sin muchas pretensiones.

—Aquí no hubo cincel de por medio. La ausencia de ese pedazo de roca dejó una cicatriz en la fachada de una iglesia catalana —explicó con dureza en su mirada—. Tiene una curiosa manera de referirse a los objetos.

—No quise ofenderlo, Rómulo —dije convencido de que había mordido el cebo—. Le pido disculpas si lo hice; a veces uno presume de la ignorancia.

Saldamos la pequeña disputa con un pedido de disculpas que fue aceptado a medias y pedí que terminara de alumbrarme sobre la vida de la pieza. Rómulo, sin dejar de escrutarme con dureza, explicó que el 30 de enero de 1938, durante la Guerra Civil Española, la aviación italiana apostada en la isla de Mallorca al servicio de las fuerzas franquistas lanzó dos bombardeos sobre Barcelona, causando grandes daños en uno de los últimos bastiones de la República y, en especial, en la iglesia Sant Felip Neri, sitio devenido en refugio.

—Mi padre se salvó porque no pudo llegar al refugio. Tenía una pierna fracturada y las tablillas que usaron para inmovilizarla le impidieron correr cuando sonaron las sirenas. Aterrado por las explosiones que se habían convertido en la banda sonora del nuevo año, se escondió en una alcantarilla. Horas después de que cesara el fuego, ascendió a la superficie y, como pudo, se arrastró hasta los escombros que impedían el ingreso al refugio. No pudo abrazar a su hermano, no le permitieron llegar hasta su cuerpo. Una de las explosiones hundió el techo del sótano de la iglesia en donde se guarecían decenas de niños que allí murieron. Los rescatistas se lo llevaron del lugar, del que sólo pudo extraer esta escultura cincelada a fuerza de explosivos lanzados desde el aire.

—¿Me permite tocarla? —Rómulo la colocó en mi mano—. Su padre jamás me habló de ese episodio. —Acaricié la textura rugosa, que se me antojó caliente. Con mi otra mano acaricié el hueco de mi rostro y sentí lo que pudo ser una lágrima escurriéndose desde la hendidura en la que alguna vez tuve un ojo—. Me gustaría llevarle flores a su tumba.

Se la devolví a Rómulo, que la dejó en su lugar.

—Eso no podrá ser, señor.

—¿Por qué no?

Señaló una vasija ubicada justo al lado de la piedra.

—Con seguridad mi padre le habló de la sala del fondo. —La tregua que habíamos firmado de manera tácita era un pacto endeble y su intención era asegurarse de que saliera del lugar sin ninguna de las intocables—. Fue una idea que le propuse y de la que me hice responsable cuando la aceptó —explicó—. Lamento no haberla terminado a tiempo; hay proyectos tan ambiciosos que muchas veces nos superan. Desde que murió papá tuve que encargarme de todo y eso contribuyó a que dilatara la inauguración.

—Supongo que los objetos que allí se exhiban serán canonizados.

Procuré seguirle el hilo con el cuidado de no tropezar en lo que fuera que me estuviese tendiendo.

—Exacto. Allí no habrá almas en pena. —Miró la piedra que borró la mitad de mi rostro—. Si usted era tan amigo como dice, debería honrar su memoria asistiendo a la apertura —dijo y señaló hacia el fondo del local—. El placer de querer llevarse todo chocará con la impotencia de no poder tocar nada —espetó.

—No lo dudo. —Quise fingir que su estocada no me había alcanzado. Me coloqué el sombrero e hice una reverencia hacia la vasija en la que estaban las cenizas de Ernesto—. Tengo la sensación de que no será necesaria la invitación.

Rómulo volvió a fruncir el ceño, confundido y molesto por mi desprecio.

En ese instante de fricción, él no recordaba que el aroma del romero, después de erosionar el tufo a pólvora, lo había dejado sentado en la cama.