La lluvia intensa es un alivio. Esta noche, por fin, he regresado caminando entre sombras, clandestina y lenta, a casa. Mi cuerpo, esquivo y pesado podrá por una vez, luego de tantos días, descansar. Hace una semana que corro frenéticamente, agotada, desorientada, huyendo de la vista de los demás.

Todo empezó como una de esas contingencias singulares que nos ocurren al menos una vez en la vida. Alguien se acercó durante el viaje en ómnibus y me dijo que me parecía a una novia remota y añorada. Era un hombre de unos setenta años, de mirada melancólica y aliento a whisky. Me limité a escucharlo con una mezcla de gentileza forzada e incomodidad; la pisada repentina en el acelerador y el arranque brusco lo empujaban hacia mí, presionándolo contra mi cuerpo. Comencé a buscar en mi memoria lo poco que había leído sobre el fenómeno del doppelgänger, el doble siniestro. Fue, supongo, un reflejo inconsciente para escapar del momento irritante. Recordé que en una clase de filosofía en épocas adolescentes, luego de que vimos una película sobre el tema con mis compañeros de estudio, indagamos sobre el asunto con un profesor viejo y gruñón que había sido sacerdote en otros tiempos. Mucho no conocía o tal vez no nos quiso decir, pero nos advirtió acerca de lo peligroso que era para el bienestar del alma meterse a investigar en terrenos paganos. Nos reímos y nos burlamos de él fingiendo que tenía un temor cristiano que alcanzaba altos grados de bufonada propios de la edad. Él había escuchado o leído que el doppelgänger es una visión que se tiene antes de morir, una especie de alucinación macabra que vaticina el fin; eso nos comunicó de mal humor. Todos sabemos que estos viejos supersticiosos se dejan llevar por cualquier simulacro de herejía y toman cualquier cosa por pecaminosa. Sin embargo, un espanto recóndito no me dejó averiguar más en aquel entonces y simulé ante mis camaradas absoluto desinterés por conocer más.

Descendí del ómnibus pensando que podría escribir una historia con una variante del doble fantasmagórico. Una versión en la que el protagonista no se enfrentara consigo mismo, sino que fuera el rostro siempre diferente del que va a morir. Una especie de doble siniestro de oficio. Me pareció una idea muy buena y esa misma noche comencé a tomar notas. Cuando llegué de mi trabajo estuve unas dos horas sentada frente a la pantalla de la computadora. Mi vista se nublaba por momentos o percibía luces intensas por otros. Tengo migraña desde pequeña, así que se lo atribuí a un ataque inminente. Tomé dos píldoras de un fuerte analgésico y me dirigí al baño a mojarme la cara. El dolor patológico se volvió agudo y mis ojos palpitaban como si fueran a salirse de sus cuencas; cuando me miré en el espejo, aparecieron mis facciones cuarteadas por luces intermitentes, fulgurantes, coloridas, que me dieron un aspecto de rompecabezas desarmándose. Quien haya sufrido estos empujes sabe que la ceguera es la siguiente fase, así que de inmediato me acosté, y quedé en absoluta oscuridad y estricto silencio. Escuchaba en la lejanía extrañas voces, deformadas por el dolor, aunque no lograba comprender qué decían ni qué tan distantes se encontraban.

Me despertó muy temprano el fuerte sonido del timbre. De un salto me incorporé y salí de la cama, vestida y aturdida. Ya había amanecido y yo no tenía noción de la hora. Corrí descalza y despeinada hasta la puerta y antes de abrir vi el reloj de pared en el dintel sin llegar a distinguir qué marcaba. Allí, del otro lado del umbral, juntos e idénticos, había una dupla de mormones que se habían equivocado de timbre. Ambos parecían estupefactos, con expresiones muy extrañas en sus rostros. Se miraban entre sí y luego me escrutaban con sorpresa, intercambiando frases breves que no entendía bien como consecuencia del aún persistente dolor. Tampoco hablaban español y mi voluntad de charlar era nula. Uno de ellos pronunció varias veces un nombre desconocido para mí e intentó iniciar la conversación a la vez que iba acercando una mano para tocarme un hombro. Profundamente ofendida por el atrevimiento de interrumpir mi sueño, por la intención, que percibí desafiante e intrusa en esa mano impertinente, les cerré la puerta de un golpe, sin despedirme. A pesar de que me sentía turbada y que cualquier sonido me taladraba el cráneo, recordé con alivio que era sábado y que, afortunadamente, no tendría que ir a trabajar. Un poco más alegre por esa libertad, me dispuse a investigar qué literatura sobre el tema de mi historia podría conocer o leer. Vi textos de Hoffmann, de Stevenson, de Dostoievski. También de una innumerable cantidad de autores menores. Pensé en el cuento del uruguayo Juan Introini “Andrógino”, aunque ahí no se habla estrictamente de un doble, pero la excelencia de esa narración era inspiradora. Razoné que no siempre se puede ser original, menos con un argumento que, evidentemente, ya había sido más que explotado. Almorcé entonces y decidí ir hasta la Biblioteca Nacional. Estaría abierta hasta la noche, seguramente casi vacía por ser fin de semana, por lo que podría leer en calma, sin distracciones, en materiales más adecuados a mi pequeña empresa literaria.

Cuando me dirijo a esa biblioteca, disfruto de realizar el trayecto a pie. Es un paseo agradable en el que recorro pocas cuadras, escuchando música en mi pequeño reproductor de MP3 y mirando algunos escaparates de tiendas. Suele ser un momento privado, a pesar de tratarse de un recorrido público, pero caminar me ayuda a despejar mi mente del tedio cotidiano que mi trabajo implica. La cabeza aún me ardía con la resaca de la migraña, así que me llevé los anteojos de cristales convenientemente opacos que utilizo para esas ocasiones en las que cualquier reflejo o destello de luz repentino hace regresar el punzante dolor. Creo que la mitad del camino la hice con los ojos cerrados. En un tramo de mi recorrido, la voz de un joven que gritaba desde la ventanilla abierta de un bus me hizo regresar al mundo. Levanté el rostro a la vez que escuché nítidamente la palabra “mamá”. Me quité los auriculares, en los que sonaba una melodía de piano muy leve y delicada. Nuevamente, con un brazo y la cabeza saliendo por la ventanilla, me llamó con la misma palabra: “mamá”. Muchos pasajeros me miraron intrigados; sus semblantes reflejaban asombro. Conjeturé que era porque él, indudablemente, parecía tener la misma edad que yo, así que era improbable que pudiera ser su madre. El vehículo se alejaba y con él se iban los semblantes atónitos de los viajeros. A mi derecha una señora bastante mayor estaba sentada a unos metros en un banco de una plaza. Arrojaba migas de un pan durísimo a las palomas, que se las disputaban como a un manjar. Sin duda ella no había escuchado lo que había ocurrido recién, por lo que continuaba pendiente del vuelo más o menos cercano y del picoteo agresivo de las aves. Pensativa, me senté en un banco junto al suyo y la examiné un rato. Era una indigente. Sentí una pena indescriptible por ella. Quise hacer algo bueno, quise tener un gesto caritativo. Pasados unos diez minutos, me levanté y me acerqué a ella. Le ofrecí un billete de cien pesos. La mujer miró mi mano y lentamente levantó la suya para tomar el billete. Me estaba agradeciendo cuando, en lugar de tomar la limosna, su mano siguió rumbo a su boca y la cubrió. Pronunció palabras inaudibles para mí, en medio de unos quejidos extraños. Sus ojos tenían la expresión de horror más viva que he presenciado. Intenté explicarle lo que pretendía, pero empezó a inquietarse y a pararse con dificultad. Le deposité el billete a su lado en el banco y me retiré entre ofuscada y asustada. Otra pobre vieja loca.

Ya en la biblioteca, la lobreguez y la baja temperatura hicieron que me despejara un poco más. No sé si el frío que hay adentro del edificio tiene que ver con algún tipo de técnica para la conservación de los libros o si proviene de la humedad del subsuelo y de la falta de recursos para mantener una temperatura cálida. Entrar allí es como sumergirse en un océano de hojas, oscuro y gélido. Saqué de mi mochila una chaqueta de lana para abrigarme y me concentré en los ficheros temáticos, antiguos y con fuerte aroma a la madera de la que están fabricados. Me vi a mí misma durante mis años de estudiante recorriendo ese pasillo que olía exactamente igual en aquel entonces.

Había elegido tres libros que motivaron lo suficiente mi curiosidad como para pasar la tarde en un escritorio de la sala de lectura, iluminado apenas por una lámpara larga de tubo, de esas que tienen un zumbido obstinado y que sólo dejan ver el escritorio bajo ellas. Anoté los datos para ubicar los textos. El sistema de esta biblioteca es casi como el de una aduana fronteriza. Un funcionario mira si los documentos en los que se indican los datos de los libros a solicitar son correctos, los sella y los devuelve para que luego el lector pase por un segundo funcionario, que los controla y los deriva a un tercero, que busca los archivos entre los anaqueles que ocupan varios pisos. Estaba en la primera etapa del trámite. Un bibliotecario muy alto y muy miope miró las fichas, casi pegándolas a su cara. Luego las selló para que avanzara con ellas a la siguiente ventanilla. Cuando me las estaba alcanzando se quedó paralizado con su brazo estirado. Tomé los papeles y forcejeé sutilmente para quitárselos, con un ancho mostrador de por medio, pero no me los daba. Los soltó de golpe y se aferró a mi muñeca. Con su mano libre se levantó los lentes por encima de sus pequeños ojos e intentó acercarse a mi rostro. De pronto convulsionó, sin dejar de tironear mi brazo, hasta que se desmoronó en una especie de colapso nervioso, entre sollozos y lamentos. Lo socorrieron dos de sus compañeras que estaban realizando la misma tarea tras el mostrador. Una de ellas elevó la vista de su colega y al verme se incorporó, observándome asustada. No entendí si me reprochaba el suceso con su mirada trastornada o si había algo en mí que la estaba alterando a ella también. Revolviendo su cabello con los puños cerrados comenzó a decirse a sí misma que no podía ser real lo que estaba ocurriendo. Sentí un escalofrío profundo y culpable. Sin comprender lo que estaba pasando, sólo atiné a salir corriendo de allí.

El súbito contacto con la luz del sol me recordó que debía usar los lentes oscuros. Paré un segundo, agitada, para buscarlos en mi mochila; revolvía el interior en cuclillas en medio de la vereda cuando una pareja de unos cuarenta años que me vio a corta distancia se aproximaba veloz hacia mí.

—¡Martín, hijito, mi bebé! —imploraba la mujer, mientras el hombre, temblando, repetía algo ininteligible y se tropezaba acongojado, lastimándose las manos y las rodillas al caer.

No era posible que esa gente me confundiera con un niño. No. Me alejé de ellos desesperada, intentando evitar a la mayor cantidad de personas posible. Terriblemente alarmada, quise convencerme de que estaba dormida y que lo que experimentaba era una pesadilla. Sentía la inaplazable urgencia de palpar la realidad. En la misma vereda en la que, al cabo de unos minutos, tuve que detenerme por el agotamiento, un hombre comenzó su propia carrera hacia mí. Me insultaba señalándome con un dedo, me gritaba palabras como “yo te maté”, a la vez que me declaraba una sarta de amenazas. Espantada, retomé mi fuga hacia un lugar imprevisto. Un taxi estaba parado en una esquina y le hice señas. Abordé apurada, temiendo la persecución del hombre. Habíamos avanzado unas tres manzanas cuando el conductor frenó en un semáforo y noté en el espejo retrovisor que sus ojos lagrimeaban. Comenzaba a girar su cuerpo para enfrentarse directamente con el mío, así que, resignada, bajé del vehículo y atravesé una plaza, corriendo otra vez. Él había quedado de pie en la calle, rogando a gritos que no me fuera. En la mitad del camino y con el saco de lana ridículamente envolviendo mi cabeza, me di cuenta de que el taxista conocía la dirección de mi casa y que tal vez ya estaría allí, esperándome. En esa situación, tantas ideas atropellaron mi imaginación que decidí ocultarme por precaución y esperar la seguridad de la noche.

Pasaron los días como nubes empujadas por el viento. Creo que el pánico no me está dejando entender con nitidez qué debería hacer. He estado huyendo de cada persona que encuentro. He vivido agazapada en las plazas, abrigándome con cartones y con mi saco ya mugriento, escondiendo mis ojos para no ser descubierta. He escuchado las voces temibles de los ebrios y de los delincuentes que discurren en la oscuridad. Un niño se acercó a darme unas monedas y lo tuve que espantar con movimientos bruscos. Una amiga pasó a mi lado con su marido y se detuvo unos segundos a observarme, pero volví a escapar. Presiento en mi cara las incontables facciones de los que hablan desde otro lado, remoto y sombrío. Quieren volver, quieren decir algo, no saben o no les importa el dolor que infunden en quienes los ven. La lluvia ha comenzado a caer con violencia sobre la ciudad. Por fin puedo descubrir un poco mi cara y dejar que el agua se lleve algo de esta locura.

Rumbo a casa un perro furioso y asustado me enfrentó en una esquina. Él también se postró ante mí luego de estar un rato mostrándome sus fauces babeantes. Me olfateó desconcertado y comenzó a mover su cola, gimiendo con la angustia del animal herido. Lo he traído conmigo. Ahora duerme un sueño primitivo con su cabeza recostada en mis piernas y se sacude suavemente, tal vez presa de su propia pesadilla.

Mi migraña me ha estado atacando de manera irremisible durante las últimas horas. Luego de ducharme, me atreví a enfrentar el espejo. Cientos, miles de voces comenzaron a hablar en mi interior. Mi rostro cambia tan rápido que, cuando por fin pude, entre dolores intensos, con las manos apoyadas en los azulejos del baño para no desmoronarme, contemplarlo con desasosiego por unos instantes, no vi más que un óvalo descolorido, sin cabello, sin boca, con cientos de ojos palpitantes y movedizos.