El saloon estaba repleto, pero la mayoría de los vaqueros tenía la vista fija en la bebida, el oído en la música de la pianola y las manos en la compañía que descendía del burdel del piso superior. Solamente yo sabía lo que estaba ocurriendo en la mesa de póquer entre Bill the Man y Pasadena Tom, porque era el tercer jugador. Aquella mano arrojé mis cartas bastante rápido, pero los dos pistoleros continuaron subiendo sus apuestas. Parecía que estaban jugando la última partida de sus vidas.

La pelea comenzó cuando mostraron sus cartas; cada uno de ellos acusó al otro de estar haciendo trampa. Ambos tenían cartas idénticas —cinco ases cada uno—, así que jamás sabré quién de los dos era el estafador. La mesa voló por los aires, por suerte no hacia el lado en el que me encontraba, y a partir de ese momento obtuvieron la atención de todos los presentes. Bill y Tom intercambiaron insultos tan fuertes, que los trabajadores menores de edad fueron obligados a volver a la cocina o al burdel.

“Esto no se resolverá destruyendo el lugar”, interrumpió el cantinero, que había dejado de pagar el seguro para invertir ese dinero en una mina de oro que jamás dio un solo centavo, aunque sí algo de oro. “Si es que verdaderamente son hombres, bátanse a duelo por la mañana en la calle principal”. El plan era perfecto: el saloon estaba justo frente a esa calle y el duelo haría que sus clientes regulares comenzaran a beber más temprano.

Los pistoleros aceptaron de inmediato. El plan de cada uno de ellos era decir que sí y luego esperar que el otro se acobardara, pero asintieron al unísono y ya no tuvieron tiempo para arrepentirse. Tampoco sospecharon del temor de su oponente, ya que ambos mantuvieron una fachada de completo control y arrojada valentía, como más tarde me confesaron en instancias independientes. (Fui a visitarlos con la excusa de alentarlos antes del enfrentamiento a muerte y la secreta intención de heredar alguna de sus pertenencias, como ese mazo con diez ases).

Lo que ocurrió a la mañana siguiente no necesita grandes explicaciones, incluso si uno no hubiera tenido la oportunidad de conversar con ellos. Llegaron acompañados de sus padrinos y tuvieron la decencia de esperar hasta que la mayoría de los testigos fuera por su segunda cerveza antes de colocarse en las posiciones establecidas, marcadas por las manchas de sangre de los fallecidos anteriores. Una de las dos marcas era muy grande y se comenta en el pueblo que estar de ese lado en el duelo trae mala suerte, cuando lo que pasa en realidad es que el sol te da en la cara y es bastante más difícil apuntar.

Decía que esa mañana los dos pistoleros quedaron frente a frente, con expresiones recias, pero completamente aterrorizados. Ninguno de los dos quería morir, ninguno de los dos se consideraba tan buen tirador como para confiar en una victoria. Sacar el revólver de su cartuchera significaría una muerte segura, así que ninguno de los dos lo hizo. De a ratos se miraban, gruñían, sudaban. Sí es cierto que Bill the Man sudaba más, pero porque tenía el sol de frente.

A los espectadores no les hizo mucha gracia. Tardaron en irse porque la bebida los había dejado atontados, pero hicieron público su desacuerdo con lo que estaba ocurriendo. Llovieron un par de botellas, pero la puntería de los vaqueros ebrios era incluso peor que la de los que se batían a duelo. Pasaron las horas, el sol le dio en la cara a Pasadena Tom, pero nada cambió. Los terminó cubriendo la noche y todos supusimos que al otro día ya no estarían allí.

Pues allí seguían, quizás porque el exilio era peor que la muerte. No me lo han querido contestar en ninguna de las ocasiones en que me acerqué a sus sitios, ya fuera para llevarles algo de alimento y bebida o para cambiarles las bacinicas. Dejar caer la fachada estoica le daría una oportunidad a su contrincante y podría suscitar el valor de atreverse a disparar. Así que permanecen hace meses en la calle principal, entorpeciendo la circulación de las carretas, que llegan cada vez con mayor frecuencia. Muchas de ellas, es justo decirlo, para verlos a ellos.

Cometí el error de mencionar en el saloon hace algunos meses que en las bacinicas comenzaron a aparecer monedas dejadas por los turistas. Yo las limpio y las utilizo para comprar comida y abrigo para los pistoleros, pensando en la llegada del invierno, pero el resto del pueblo lo vio como una oportunidad laboral. Y en el Lejano Oeste, cualquier oportunidad laboral se contagia más rápido que la sarna.

Por eso hoy en día es imposible caminar diez pasos sin cruzarse con una de estas “estatuas vivientes”, como las han bautizado. Algunas permanecen inmóviles frente a los turistas, mientras que otras implementaron salutaciones o pequeños bailes luego de que las monedas tintinean en las bacinicas. Que llevan de a pares, una para el dinero y otra para las deyecciones. El turismo no para de llegar a ver este nuevo fenómeno y yo paso los días yendo de aquí para allá con toda clase de recados para las estatuas, cobrando unos centavos por cada transacción. Es la ley del Oeste.