De la ciudad de Tacuarembó a Punta de Carretera hay 90 kilómetros. El ómnibus sale temprano, poco antes de las seis. Entre los pasajeros hay paisanos, maestros y maestras. El recorrido abarca una serie de pueblos y zonas aledañas: Pueblo del Barro, Villa Ansina, Puntas de Cinco Sauces, etcétera. Paramos en tres escuelas rurales, bocacalles donde esperan automóviles para recoger pasajeros y almacenes que son a la vez agencias de las empresas de transporte. En Villa Ansina se suben ocho veinteañeros, algunos de boinas, bombachas y alpargatas; otros, de moda urbana de championes y gorros con visera.
Me bajo en la parada del almacén de Punta de Carretera, una localidad de más de 100 habitantes al este del departamento, frente a la ruta. El guarda me retira la bicicleta del compartimiento. En el local hay pocas mercaderías: yerba, galletas industriales y de campaña, embutidos en un refrigerador y bebidas en una única heladera. Cerca del mostrador una señora matea con dos ancianos, sentados en sillas playeras. Pregunto por el teléfono de Antel que está afuera, me dice que funciona, aunque si quiero hablar debo tener tarjeta, ella no vende. Tampoco hay otro lugar en el pueblo para comprar. Busco a Fulgencio Silveira, ella sale y me indica una bocacalle que introduce a un camino vecinal de tierra. A unos 20 kilómetros se encuentra el pueblo Los Rosas, mi destino.
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A Fulgencio lo conocí hace seis años en un recorrido de tres días por el departamento de Tacuarembó rumbo a la Fiesta de la Patria Gaucha. Hice la travesía en bicicleta junto con dos fotógrafos. Acampamos dos noches con integrantes de una sociedad criolla que arreaban a una tropilla, un conjunto de caballos guiados por una yegua madrina, hasta la Laguna de las Lavanderas, lugar del evento.
Fulgencio es un gaucho de antaño, de figura imponente, postura erguida y tez curtida por la vida en el campo, de los que uno lee en los libros o ve en las pinturas. Vestía como los gauchos del norte, con sombrero, poncho, camisa suelta, bombacha, chiripá y botas con unas grandes espuelas. Siempre cordial y amable en su trato, al principio era parco y exacto en las palabras. Sin embargo, a medida que el vínculo generaba confianza se mostraba bromista, entusiasta y alegre ante cualquier suceso.
El primer día, al ocaso, nos enfrentamos a un camino cortado por el agua y el barro. Los caballos pasaron con dificultad, pero nosotros, imposibilitados, descendimos de las bicicletas, entramos al agua, que nos llegaba a la cintura, e hicimos un corredor para pasar los transportes y el equipo. Al vernos, Fulgencio ordenó al resto que buscaran lugar para acampar y regresó para ayudarnos. Bajó del caballo y se metió al agua, con lo que agilizó el corredor. Se hizo de noche y habíamos perdido el rastro del resto, por lo que seguimos a Fulgencio en fila india hasta encontrar el campamento.
En el fogón de la noche, sentados en ronda, compartiendo un vino y mientras esperábamos a que se hiciera un corderito a las brasas, le pregunté a Fulgencio qué es ser un gaucho. Luego de un silencio reflexivo, dijo: “Gaucho es alguien que hace una gauchada. Siempre estar disponible para ayudar al compañero, eso es”.
Para él el campo había cambiado mucho, en algunas cosas para mejor, como las facilidades de comunicación y transporte. Sin embargo, consideraba que se ha perdido parte de las tradiciones y el compañerismo, aquello de hacer una gauchada sin pedir nada a cambio.
Los cambios transformaron los espacios comunes de sociabilidad y aprendizaje. Ya no se ven estancias en las que trabajen varios peones y jornaleros. Antes eran tiempos en que los jóvenes podían aprender diferentes oficios, como la doma, observando a otros, así como a hacer piezas con cuero charlando en los galpones con guasqueros que andaban de paso. “Hoy en día las estancias tienen un peón como mucho y con la moto no se queda a dormir. Terminan la jornada y se van a los pueblos, la gurisada ahora está para otra cosa. Hay lugares que ya ni dejan quedarse a los andantes. Antes siempre había un plato de comida y un lugar pa quien estaba de paso”, decía.
Otros espacios de sociabilidad de la campaña estaban desapareciendo o mutando, según Fulgencio. En las escuelas rurales ya no se permiten los bailes por la noche, y las pulperías permanecen cada vez más solamente en el recuerdo de los viejos. Desde el fogón, Fulgencio señaló una tapera, imperceptible en la oscuridad, que en sus años de mozo fue una popular pulpería, parada obligatoria para comprar víveres, tomarse unos tragos y apostar a la taba contra la pared del fondo. La taba es un juego que consiste en lanzar un hueso al suelo, y el resultado depende de cómo caiga.
Hay cambios que Fulgencio entendía y creía que eran inevitables por el avance tecnológico: “Ahora quien no sabe se va quedando. Hay que saber manejar máquinas”. Sin embargo, otras transformaciones no las podía aceptar. “Ahora hay peones que no saben andar a caballo, pasan todo el día en moto, hasta para recorrer los campos. ¡Parece mentira!”.
No volví a ver a Fulgencio. Tampoco pude comunicarme con él, ya que, como me había dicho, nunca logró adaptarse a los celulares; a veces se los olvidaba en algún paraje o los dejaba sin carga. Llamé a un amigo en común para avisar que iría a visitarlo: “Tenés que contactar a los hijos, que usan Facebook. El Fulge no da pelota a los celulares, siempre anda cambiando de número”. Finalmente, logré comunicarme con su hija para avisar de mi visita.
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En el camino hacia Los Rosas encontré a Luis, un alambrador oriundo de Punta de Carretera. Se tocó el sombrero para saludar y continuó cavando. Trabaja en el campo tropeando, de jinete, en yerras, alambrando, de lo que venga. Al terminar de hacer el pozo hizo un descanso y se mostró abierto a la charla. Le dije el motivo por el cual me encontraba allí, me dijo que faltaba poco para Los Rosas y agregó: “¡Ese es un gaucho gaucho! Como los de antes”.
Unos teros alborotados y un rebaño de ovejas descansando en el camino fueron los únicos testigos de mi pasar en el resto del trayecto.
Los Rosas es un poblado de casas distanciadas unas de otras que se extienden a lo largo del camino de piedras. La mayoría son taperas, casas abandonadas y en ruinas. Hay una escuela rural, aunque se encuentra cerrada, al no tener alumnos. El último se fue con la familia al iniciarse la pandemia. Hay sólo un comercio, un almacén con las expensas indispensables, por lo demás hay que trasladarse a los pueblos cercanos.
El único vecino que encuentro, que está colgando ropa en una cuerda, me indica que Fulgencio vive en la última casa visible del camino. Es su hermano. Pronto descubro que todos los habitantes de la zona tienen algún tipo de parentesco.
Al llegar me recibe Adela, la esposa de Fulgencio, y Antonella, la hija menor. Jugando, a la distancia se encuentra su hijo Facundo. El niño tiene el cabello largo, no se lo puede cortar hasta los cinco años, una tradición que aún se conserva en algunas regiones del interior profundo.
Adela es de Rivera. Conoció a Fulgencio mientras él trabajaba en una estancia cercana. Al casarse se mudó al poblado. El matrimonio tiene cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Salvo Antonella, el resto vive en Villa Ansina, una localidad de más de 2.000 habitantes, trabajando de peones y en tareas de campo.
La casa tiene paredes de material y el techo es de paja, no hay vecinos linderos ni construcciones hasta la línea del horizonte. En frente hay dos taperas y un rebaño de ovejas pastando. El predio tiene un corral que es utilizado para la doma de caballos. Hay una carreta y una moto al lado. Antonella es quien la usa; Fulgencio sólo la utiliza en contadas veces, lo suyo es el caballo. La señal de celular no es la mejor; no obstante, hay lugares estratégicos, como debajo de un poste en la entrada, donde se logra conectividad.
Adentro, en la sala, hay una heladera antigua que adquirieron hace un año, cuando UTE extendió la red eléctrica al poblado, lo que permitió abandonar las velas y las baterías solares. Antes con una batería grande se podía iluminar con led e incluso tener un freezer. Arriba de la estufa hay múltiples trofeos y fotografías de fiestas criollas. Fulgencio y sus hijos son reconocidos jinetes de la región.
Mientras charlamos, Adela visualiza a Fulgencio en el horizonte a unos dos kilómetros. Salió en la mañana a una estancia vecina para buscar a una tropa de ganado y llevarla a un camino donde lo reciben peones de otro establecimiento. Ser tropero, conducir a caballo el ganado a través de los campos, junto con la doma, el proceso de amansar al animal para que pueda ser montado, son sus principales vocaciones, aunque en la campaña se hace de todo.
Fulgencio tiene 60 años. Nació y vivió toda la vida en la localidad. Su padre fue tropero y su abuelo, domador. “Estaba prácticamente rengo y domaba burros. El burro es más difícil de domar que el caballo: para ponerle el freno en la oreja es un sacrificio y hay que tener cuidado siempre con las patas”. Son 17 hermanos, aunque sólo tres permanecen en el poblado, el resto vive en los pueblos cercanos. Se fueron de jóvenes en busca de oportunidades y no volvieron.
—¿Nunca se quiso mudar? —pregunto.
—No, ni pensar. Para mí el aire tiene que ser puro [da una bocanada profunda]. En las ciudades las viviendas deben ser muy lindas, pero hay que amontonarse y prohibirse muchas cosas: no puede hablar fuerte, no puede criar a una gallina o a un animal. Para el que le gusta el aire puro no adelanta. Por eso nunca me fui.
En su infancia, en la década del 70, no se veían taperas. En la actualidad son más que pobladores. “Quedan 13 personas en el pueblo, somos todos medio parientes. La gente se va yendo porque tiene más oportunidades de trabajo en otros lados. Ahí enfrente [señala las dos taperas] vivían familias grandes, estaban llenas de niños. Hace años que se fueron”, dice.
La escuela rural tenía más de 60 alumnos, venían del poblado y a caballo de estancias cercanas. El camino no existía y en su lugar había manantiales de difícil tránsito. A caballo se llegaba a Punta de Carretera y al pueblo Paso Casildo a buscar mercadería se iba en carretas. Los niños jugaban al fútbol en canchitas improvisadas y se hacían feroces campeonatos entre localidades vecinas; Cinco Sauces, Los Rosas, Puntas de Cinco Sauces... Sin embargo, la actividad favorita eran las carreras a caballo, en las que el premio eran las valiosas rapaduras y ticholos brasileños.
No existía la televisión ni la radio. Las novedades llegaban a través de los peones que trabajaban en las estancias cercanas y escuchaban a los patrones. Estos, a su vez, tomaban las noticias del intercambio entre radioaficionados. Cuando alguien se enfermaba de gravedad se pasaba la información entre radioaficionados hasta conseguir una avioneta con personal médico. Aunque Fulgencio sólo recuerda haber visto una vez una avioneta. Para las enfermedades se recurría a los remedios caseros y a la ayuda de los vecinos.
Fulgencio, luego de la escuela, no continuó estudiando. Su padre murió de cáncer cuando él tenía 13 años. Su madre se fue a Montevideo con algunos hermanos y él decidió ser un andante, algo que siempre le había apasionado, y recorrer las estancias en busca de trabajo. Era una forma de aprender los oficios y compartir enseñanzas y tradiciones, una universidad sin título.
En la actualidad vive de los trabajos en el campo, de changas, es un hombre conocido y de confianza para los vecinos de la zona, por lo que siempre sale algo. “No da para afligirse mucho. Uno, queriendo, encuentra trabajo; el que se crio laburando y le gusta encuentra. Hago changas, a veces trabajo con cuerda rústica en la casa. Hay tiempo”, dice.
Un día mientras cabalgaba sintió un dolor profundo y se cayó del caballo; se debió a problemas en las vértebras y la cadera que se han profundizado. Enseguida vinieron la pandemia y las dificultades para la atención en los hospitales. Ahora que la covid-19 está más controlada, espera poder agendarse para realizarse exámenes. “De vez en cuando ando en una pierna, pero no doy mucha pelota. Si uno hace caso, queda viejo de golpe. Voy a esperar que pase la pandemia para ir al doctor. En la pandemia ibas al doctor y no había atención, salvo que fuera muy grave. Estoy esperando para jubilarme y después hacer vida casera, manso no más. No da para calentarse mucho la cabeza”.
Comemos un asado al horno con la familia. Luego, nos sentamos afuera a seguir charlando acompañados de unas cervezas que Antonella trae del almacén. El aire se siente puro, se escuchan sonidos de diferentes especies de aves, enfrente, en las cercanías de la tapera, las ovejas se dan un descanso, la tarde pasa y el paisaje es inamovible. En las noches el principal entretenimiento es el juego de cartas, en especial la conga. Fulgencio hace un silencio y una mueca de sonrisa se graba en su rostro. “La gente se va yendo, encuentra otras cosas en otros lados, pero yo soy de acá. Me gusta el aire que se respira”.
A media tarde ensilla al caballo, lo monta y se va a cumplir con una changa: mover a otra tropa de ganado. Antes de irse nos saludamos y me dice que no me olvide de que siempre estará para lo que necesite. Como todo gaucho, respondo sonriendo. Lo veo irse por el camino. Facundo, su nieto, lo sigue en paralelo montado en su burro de juguete y con un rebenque en la mano.
Lejos del campo
La recreación del papel de las mujeres rurales en la historia, a cargo de una de las sociedades criollas que participan en la Fiesta de la Patria Gaucha, fue una de las innovaciones de su edición de este año. Allí, en la Laguna de las Lavanderas, en Tacuarembó, en la sociedad Refugio de los Gauchos se construyó un taller de oficios, lugar donde las mujeres se reunían y compartían sus saberes sobre hilado, corte y confección, crochet, bordado y conserva de alimentos. Además, se edificó un galpón para guardar la lana, un pozo de agua y un horno de barro. Carla, vestida con prendas de época, fue la encargada de presentar las actividades a los visitantes. El proyecto fue idea suya. “Este año quisimos representar los oficios de las mujeres rurales y reivindicar las tareas que realizaban en la época colonial y en la posterior. En los libros de historia estamos relegadas, siempre se habla del gaucho, del papel masculino, y la mujer queda en un segundo plano, de compañera del hombre, ama de casa y encargada de criar a los hijos”.
Es la tercera vez que Carla participa en la elaboración de propuestas para la sociedad criolla, siempre insistiendo en destacar el lugar de la mujer. En la primera, en 2013, inspirados en la revolución artiguista construyeron la casa de una viuda que criaba sola a sus hijos, araba la tierra, plantaba una chacra. En 2019 representaron una pulpería atendida por mujeres que fue inspirada en la canción “La pulpera de Santa Lucía”, de Ignacio Corsini, una propuesta que fue polémica, ya que se trata de un rol atribuido exclusivamente a los hombres.
Carla nació en uno de esos lugares perdidos de Uruguay cuyo nombre se escucha sólo una vez en la vida: Cuchilla de la Casa de Piedra, un paraje con unas pocas viviendas que queda a 34 kilómetros de la ciudad de Tacuarembó. Siendo muy chica, su madre les repetía con insistencia a ella y sus hermanas que la única forma de cambiar su destino y no depender de un hombre sería estudiando. Ese consejo forjó su carácter.
Su familia estaba integrada por los padres y siete hermanos: tres mujeres y cuatro varones. Su padre permanecía poco en su casa, pues trabajaba como peón de estancia, tropero —encargado de trasladar a caballo al ganado de un lugar a otro—, en las zafras de la esquila o de alambrador. Su madre la marcó por su fortaleza. “Sabe hacer de todo, como casi todas las mujeres del campo, porque tenía que hacerlo para llevar adelante la casa: curar a un caballo, domar, enlazar, tirar un árbol y cortar leña”.
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La casa donde vivían era una construcción simple: paredes de ladrillos, techo de chapas y piso de tierra. Tenía dos cuartos: uno era para los padres y el otro lo compartían los hermanos, que dormían en cuchetas. Los inviernos eran fríos y la madre confeccionaba las frazadas: rellenaba una manta fina con ropas viejas o lana y la iba cosiendo en rompecabezas hasta transformarla en un acolchado.
El agua, para la higiene y el consumo, se acarreaba todas las tardes en baldes de una cachimba que quedaba a un kilómetro. “El agua se calentaba en caldera y nos bañábamos en latón. Los días más lindos eran los de lluvia: juntábamos todos los bidones, baldes y tarros, y los dejábamos en la caída del techo para que se acumulara. Nos ahorrábamos el trabajo”, cuenta entre risas. La electricidad recién llegaría a principios del nuevo siglo, hasta ese momento se iluminaban con velas o lámparas de queroseno.
La rutina de los hermanos era la misma. En la semana iban a caballo a la escuela rural, que quedaba a unos siete kilómetros. En el camino recogían huevos de ñandú o de tero y guayabas. A la escuela iban 13 alumnos, una maestra y una cocinera. No tenía agua potable ni luz eléctrica. Para Carla las escuelas rurales “se sienten como una familia”. “Vos jugás, comés, son los únicos niños que ves en todo el día. Nos entreteníamos con la imaginación y los juegos de cartas”, dice.
De regreso a la casa se cumplía con las tareas del día: entrar a los caballos, cargar la leña, llevar el agua. Recién entonces su madre los autorizaba a ir a lo de una vecina a mirar la tele, en blanco y negro. Para la tele se usaba una batería de corta duración y era una auténtica odisea: uno de los hermanos sujetaba la antena para no perder la señal del único canal que se sintonizaba, lo que si hacía mal tiempo era una tarea imposible. En la casa tenían una radio que funcionaba con pilas y servía como entretenimiento y fuente indispensable de comunicación. No existían los celulares y la telefonía fija no llegaba a la zona; cuando alguien quería hacer llegar una información a otro punto enviaba un telegrama a la emisora. Fue así, escuchando la radio, que su padre, que estaba en una estancia esquilando, se enteró del nacimiento de su último hijo.
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Carla recuerda su infancia con afecto. “Cuando vivís de esa forma no te das cuenta de que te hacen falta cosas, si estás acostumbrada a no tenerlo no aspirás a algo más”, dice. Sin embargo, desde pequeña fue consciente de la escasez de oportunidades que tendría de seguir viviendo en el campo. Un día, cuando tenía 11 años y sus padres mateaban alrededor de la estufa, su madre dijo: “Carla se va a estudiar”. Su padre no estaba convencido y le preguntó a su hija, quien respondió con firmeza: “Quiero estudiar”.
A los 12 años se fue a Tacuarembó a iniciar el liceo. Su familia alquiló un dormitorio, compartido con la dueña, una señora de 90 años, que les alquilaba a estudiantes de campaña. “Pasaba todo el día aburrida porque no tenía gente con quien estar, estaba acostumbrada a mis hermanos y estar ocupada en tareas. Por eso me llené de actividades: a las siete iba al liceo, cocinaba, lavaba ropa, y luego iba a piano, clases de italiano, gimnasia”.
Estaba decidida, aunque al principio le costó integrarse por dos motivos. Por un lado, porque estaba acostumbrada a la escuela rural, y el contraste con un aula repleta de alumnos cuyos nombres desconocía la asustó. Por otra parte, porque sus compañeros tenían un nivel básico de inglés adquirido. Para Carla era la primera vez que escuchaba hablar en inglés. Meses después se mudó a Rivera, donde ya estudiaba una hermana que es dos años mayor que ella. Sus padres les alquilaron una pieza con baño a una cuadra del liceo.
Durante dos años, y por los costos de los pasajes, las visitas a Cuchilla de la Casa de Piedra fueron escasas. La familia decidió mudarse a Rivera, ya que la madre quería que el resto de los hermanos tuvieran la oportunidad de hacer el liceo. El padre siguió trabajando en oficios rurales y aprovechó el auge de la forestación para conseguir empleo. Carla terminó el liceo con la idea fija de estudiar en la universidad. Por eso se fue a Montevideo, al hogar estudiantil de Rivera, algo que agradece hasta el día de hoy. “Fue una experiencia hermosa, te da mucha cancha. Hay un montón de jóvenes como vos que quieren lo mismo, te hacés amigos que te quedan hasta el día de hoy. Cuando llegué no tenía ni idea de que existieran becas ni de cómo tomarme los ómnibus, y fui conociendo a través de la ayuda que nos dábamos entre todos”. Para cubrir los gastos consiguió un trabajo de niñera de tres niños en Punta Gorda y luego estuvo en un call center, donde llegó a ser encargada.
Después de varios años Carla logró construir una vida en Montevideo, tiene un trabajo estable y está por terminar la carrera de abogacía. Pero su objetivo es visibilizar una situación que aún existe en el mundo rural y en los pueblos: “Siguen siendo espacios muy machistas y la mujer continúa teniendo muchas desventajas. A la mujer del interior, no sólo a la rural, le falta muchísimo para tener las mismas oportunidades que el hombre. Tengo muchos allegados en el campo y sé que la mujer sigue siendo ama de casa, madre, cocinera, y haciendo todo tipo de oficios que no son remunerados. Ahí está la desventaja: depender de un sueldo externo que no les permite tomar las decisiones más importantes y de esa forma tener el control de sus vidas. Si no terminás el liceo o estudiás no tenés muchos trabajos, y los pocos que hay son para hombres. Si cuesta en Montevideo que las mujeres tengan un cargo importante, imaginate en el interior del país”, concluye.