El auto de carreras entra a boxes. Tan pronto como detiene su marcha, cuatro mecánicos retiran los cuatro neumáticos gastados de tanto dar vueltas alrededor de la pista, justo antes de que otros cuatro mecánicos coloquen cuatro neumáticos nuevos, que deben resistir hasta el final de la competencia. El encargado de la manguera de combustible se asegura de inyectar solamente lo necesario para cruzar la meta, ya que cada litro extra de gasolina aumenta 700 gramos el peso total del vehículo y lo hace sensiblemente más lento. Lo mismo ocurre con la caramañola que le acercan al piloto; tiene suficiente agua para que beba sin morir de deshidratación.
Algunas escuderías incluyen un menú liviano, bajo en calorías, pero su ingesta toma un tiempo que a esta altura del campeonato podría costarles el Mundial de Conductores. Varias de estas acciones se realizan en simultáneo. Antes de terminar el agua, por ejemplo, el piloto recibe la visita de su psicólogo personal. En la menor cantidad de segundos, el profesional debe lograr que su paciente procese los errores y aproveche de la mejor manera las posibilidades que se crearon en la primera mitad de la carrera. El peso que se quitará de encima podrá ser simbólico, pero es igual de importante entre los deportistas de alta competencia.
Algunos de sus rivales prefieren recibir el Sacramento de la Confesión y tienen un sacerdote apostado en boxes dispuesto a hacer una absolución exprés. Pero durante la charla es necesario apagar todos los intercomunicadores para asegurar que el intercambio sea privado, y eso dificulta el trabajo del resto del equipo. Las estadísticas marcan una diferencia de varios milisegundos a favor de quienes optan por la terapia convencional y no son pocos los pilotos creyentes que dejan de lado su fe por unas horas. En este caso, ya habrá tiempo de enumerar sus pecados el próximo domingo en el que no haya un Gran Premio; ahora es necesario mirar hacia adentro y encontrar esas actitudes que le están generando dudas a la hora de tomar una curva o pasar a un rezagado.
El terapeuta está justo frente a él; ambos decidieron que el contacto visual permitiría mejores resultados y la instalación de un diván fue descartada por el dueño de la escudería al comienzo de la temporada. Piloto y psicólogo se concentran en lo que ocurrió en la largada, que no fue la mejor y ambos lo saben. El piloto da un paso necesario y comparte un recuerdo de la infancia que hasta ahora permanecía reprimido. Cuando era un niño que ya amaba la velocidad, frente a su casa había una calle en bajada por la que corrían carreras sobre carritos de supermercado. Todos los pequeños del barrio se turnaban para participar. En una ocasión, su primo Albert, un par de años mayor que él, llegó con un revólver que le había robado a su padre y les dijo a todos que para hacerlo más profesional daría la señal de partida con un disparo.
El piloto todavía sueña con aquel sonido ensordecedor, que lo dejó inmóvil durante un buen rato y les dio una gran ventaja a los carritos rivales. Y lo recuerda en las largadas de casi todas las carreras, con lo que ha llegado a perder posiciones en más de una oportunidad. El terapeuta entiende que con esa revelación ya han logrado un avance y que podrán continuar con el tema en el Gran Premio siguiente, así que decide dar por terminada la sesión. El encargado de la manguera de combustible la retira del vehículo, otro baja el gato que mantenía elevadas las cuatro ruedas y el piloto se reincorpora a la pista. Todo el procedimiento, desde la detención, toma un poco más de nueve segundos.