Si bajarse la aplicación de citas había sido una decisión de varios días, completar el perfil fue algo aún más estudiado. El nombre y la edad no tenían misterio, ya que jamás dudó en completar esos campos con exactitud, pero las fotos y la descripción le quitaban el sueño. Era consciente de que quienes utilizaban ese servicio se mostraban bajo la mejor luz. Literalmente, en el caso de las imágenes. Pero él no quería faltar a la verdad, ya que en su mente eso era lo mismo que mentir. Así que se tomó decenas de fotos y eligió aquellas que mejor reflejaban la imagen que los demás tenían de él, y se aseguró de contarles a las potenciales personas interesadas algunos de sus defectos, intercalados con las virtudes.
Después de darse el alta le ganó la ansiedad y se sentó en el sillón del living, sin poder mantener las piernas quietas. Dos veces tiró el celular a un costado y otras dos veces lo volvió a traer cerca. Sabía que para poner en funcionamiento el sistema tenía que evaluar perfiles ajenos, así que juntó fuerzas y abrió la aplicación, que le mostró a la primera persona sugerida por el algoritmo con base en sus preferencias. Lo que vio no le gustó nada: ni la pose, ni el gesto, ni la mayoría de los gustos, que eran diametralmente opuestos a los suyos. Acercó su dedo al ícono de rechazar y empezó a sentirse mal.
¿Qué culpa tenía esa persona de no haber sido agraciada por la naturaleza ni siquiera un poquito? ¿Acaso ser repugnante te quita el derecho a recibir amor? Tampoco es que él se considerara a sí mismo un Adonis, y aquellas selfis tan lamentables que acababa de ver podían ser el resultado de los nervios durante la sesión fotográfica. En el espejo se veía el celular utilizado y era varias generaciones más antiguo que el suyo, lo que lo hizo sentir aún peor.
Decidió que, como mínimo, tenía que darle una oportunidad. Quizás después de tres o cuatro charlas extensas podría comprobar si detrás de esos gustos horribles se encontraba una persona de valores encomiables. Eso la volvería bella ante sus ojos, o al menos le quitaría algo de repugnancia. Con la seguridad que había tenido muy pocas veces en su vida, pulsó el ícono de aceptar. No recibió notificación alguna; solamente las fotos de aquella persona fueron sustituidas por las de otra, bastante más agraciada y con numerosos intereses en común.
Casi cayó en la tentación de aceptar a esta segunda, pero no quería meterse en problemas. Si ambas escribían, su vida se convertiría de inmediato en una comedia italiana de enredos, hasta que inevitablemente una se enteraría de la existencia de la otra. La primera lo acusaría de picaflor y la segunda, de no haberle sido fiel a la primera. Así que cerró la aplicación y trató de relajarse en el sillón, mientras esperaba la respuesta positiva. No llegó ese día, pero él sabía que hay personas que utilizan el celular unas pocas horas por día o por semana.
Siete días después, era poco probable que la persona no hubiera utilizado su teléfono móvil. Lo que sí podía haber ocurrido era que el algoritmo no le hubiera mostrado el perfil de él. Sabía que pagando una tarifa extra podía enterarse de las decisiones del resto, pero eso era hacer trampa; no quería comenzar la que tal vez fuera la relación más importante de su vida con una notable diferencia entre los conocimientos de una parte sobre la otra. Años de terapia matrimonial no serían capaces de reducir una brecha tan amplia.
Pasaron meses y luego años sin recibir una respuesta. Sin embargo, la posibilidad de quedar como un infiel lo seguía manteniendo a raya de nuevas conquistas. Hasta que se cruzó con la noticia de que la empresa que desarrolló el servicio de citas se había declarado en bancarrota y aquella aplicación había dejado de funcionar. Convencido de que ya no habría forma de ser contactado por la persona, recordó que alguien de su trabajo le había deslizado una invitación a salir. Pero había recibido un “no” como respuesta, al haber llegado dos días después de haber aceptado a un perfil en su celular.
Desconocía lo ocurrido durante la década transcurrida desde entonces, así que le tomó un tiempo juntar fuerzas para decir algo como “¿Te acordás de eso que me dijiste...?”. De inmediato notó cómo los ojos de la otra persona se iluminaban. Se encontraron en un bar y charlaron hasta la hora del cierre. Pasaron un momento tan agradable, que decidieron repetirlo días después. Transcurrieron varias semanas hasta el primer beso, al que le siguió el compromiso, porque ambos estaban convencidos de haber encontrado a su alma gemela.
Cuando llegó el gran día, caminaron de la mano hasta el Registro Civil para sellar aquella coincidencia tan improbable. Justo antes de entrar a la oficina, escuchó una voz que decía su nombre. Y esa voz agregó:
—¿Sos vos?
Se dio vuelta y vio a la persona de gustos nefastos y fotos horribles del servicio de citas. No sabía si sus gustos habían cambiado, pero los años habían hecho un daño tremendo. Él le dijo que sí, que ese era su nombre. Seguía diciendo siempre la verdad.
—Me acuerdo de tu carita en la aplicación para ponerla. —Acompañó el “para ponerla” con un gesto obsceno—. Sé que me aceptaste porque yo pagaba el premium. Te iba a responder, pero en aquella época estaba chongueando a full y no me alcanzaban las horas del día. Pero últimamente, sí. ¿Tenés un rato libre? Dale, tomemos un café.
Le palmeó una nalga y se alejó cruzando con luz roja, lo que casi provocó un accidente. Él le soltó la mano a su pareja, la miró a los ojos y le dijo:
—Perdoname, pero no puedo casarme. La verdad es que todavía no terminé una relación anterior.
Fue la última oportunidad en la que se vieron. El café con la otra persona fue un desastre absoluto para ambos y tampoco volvieron a verse, aunque él insistió un montón de veces en que se dieran otra oportunidad.