A Luis Sánchez

De los tres fantasmas, el que más les gustaba era el que hablaba desde su caballo. Jamás, bajo ninguna circunstancia, se bajaba, nos rodeaba con elegancia, fumaba un cigarro negro y se acomodaba una bufanda que, a veces, dejaba en su montura. Nunca vi botas tan hermosas, con grabados que hipnotizaban. Brillaban.

Usaba palabras simples, que todos conocíamos; reía con sus dientes amarillos y agitaba los brazos al aire, como espantando cosas más misteriosas que él. Nos prometió un revólver, cuatro caballos, mujeres para cada uno y un viaje al corazón de la tierra de donde venía. Un lugar donde había fiestas con música de acordeón y competencias con cuchillos. Vino y carne.

Al fantasma del caballo lo llamabas con el fuego. Lo maravillaban la luz y la brasa roja en el círculo de piedras. A veces, con una fogata decente bastaba para atraerlo.

Una noche siguió la luz azul del encendedor, pero su caballo, que no se dejaba engañar, enloqueció y se perdió en las cañas, cerca del molino. El hombre no pudo dominar a la bestia, gritó insultos al aire y se perdió entre el polvo que levantaron los cascos. Cuando lo vimos, días después, él no recordaba. Los fantasmas que no pisan el suelo no tienen memoria, dice la Bruja. Por eso siempre cuentan la misma historia.

Estaba el fantasma de la mujer que enterraba a sus hijos recién nacidos. Una historia contada en secreto —claro— por las escorias del barrio. Vividores, exempleados de los burdeles del norte, proxenetas. Esa gente. Bueno, era la gente que nos atraía, o quizás la que nos buscaba. El problema eran esos pobres niños. Nadie sabe cuántos fueron, si varones o niñas, ni dónde quedaron los cuerpos negados y las almas que no llegaron a volverse complejas como Dios manda.

Ella aparecía en el terreno poceado de la vieja pulpería. Ya no quedaba nada del edificio original, una pared ladeada y cuatro piedras marcaban el antiguo boliche, sobre la calle Fortet. Nosotros íbamos cuando la luna crecía y los perros salvajes rodeaban el lugar. Si estábamos cerca, corríamos hacia ahí. Los perros nos ignoraban. Éramos muchos para ellos, que se dedicaban a comer basura y atacar a los terneros del campo que nos rodeaba como una herradura.

La mujer cantaba un rato y se desnudaba, sentada en un mármol coronado por yuyos. Abría sus piernas, el sexo velludo quedaba expuesto, y tocaba la zona que brillaba y sus pechos enérgicamente, con la boca abierta, dejando escapar débiles gruñidos de fiera. Era hermosa.

No nos miraba, pero sabía que estábamos ahí. Le gritábamos cosas, que nos mostrara más. No nos movíamos. De alguna forma, sabíamos que eso no estaba permitido.

Luego de que ella sufría de algunos temblores que la dejaban en silencio por unos segundos, le hacíamos preguntas.

Ella nos escuchaba con atención, presa de un pudor innecesario a esa altura, se tapaba sus generosos pechos y le pedíamos canciones. Su voz se transformaba cuando entonaba sus melodías. Se volvía suave.

Sabíamos todo de su historia, cada detalle. Ella había venido a trabajar en las curtiembres, siguiendo a un hombre que había amado. Nunca logró retenerlo. Él viajaba por todo el país como vendedor. El hombre, a su regreso, la visitaba, le hacía hijos, se emborrachaban con caña, fumaban en la cama, robaban ciruelas del vecino y, luego, el amante desaparecía.

La mujer, después de cantarnos aquellos versos que hablaban de los rituales del campo, de las traiciones del amor, de la rudeza del hombre solitario, se vestía y nos invitaba a visitar las tumbas de sus hijos. Que eran muchos.

“Porque eso es lo que todos quieren saber”, nos decía. Daba media vuelta y salía del marco de las cuatro piedras. La verdad era que el hombre al que había seguido, en el pasado, había sido parroquiano allí. La mujer, llena de esperanza y deseo, iba a buscarlo, y claro, no encontraba más que ruinas y hojas secas. Vengan conmigo, yo les voy a mostrar dónde están. La seguíamos, con el corazón retumbando en la noche y violentas erecciones que empezaban a calmarse. Pero ella, luego de pasar un alambrado, se nos perdía de vista. O quizás éramos nosotros, que teníamos miedo de encontrar aquellas pequeñas tumbas, tan cerca de nuestras casas.

Entonces murió mi hermano mayor Daniel.

Sucedió por culpa de una prueba. La cosa era así: el que subía al molino de viento era un hombre. Y andaba liviano por el barrio. Se le entregaban los primeros tragos de vino. Jamás se exponía cuando se robaba metal al chatarrero, o si se llegaba al baile nadie podía elegir con quien bailar o a quien besar antes que él. Era el que mandaba. No estaba escrito, pero así era. Podía elegir primero qué uvas robar. Él llevaba la escopeta Perazzi. Los demás la engrasaban, limpiaban, cuidaban del óxido. También se le entregaba un perro adulto. Eso sí, lo debía cuidar, alimentar, en nombre de todos nosotros. Los perros mandaban a los caballos, a las vacas, a las ovejas, a las viejas que nos odiaban, a los dueños de los viñedos que les sacaban el sueño, a las comadrejas, a los policías borrachos de la seccional, al guardia de la estación de ferrocarril. También hay que decir: nadie se metía con los gatos, que eran propiedad de la Bruja. Todos.

Mi hermano se ofreció para la prueba. El Tano, un sujeto educado bajo el rigor del cinto de su padre, nos había enseñado que la maldad tiene matices y él estaba recostado sobre el abismo negro del sinsentido.

El día de aquella prueba idiota, El Tano ya no estaba en el barrio; se lo habían llevado a trabajar más lejos, en el campo de verdad, no en la Provincia Intermedia donde vivíamos nosotros, lejos del centro, lejos de las plazas y los semáforos. Ahora no teníamos jefe.

Mi hermano trepó la escalera de metal. Eran unos cuantos metros. Decían que desde ahí se podía ver las vías del tren, el monte de cañas completo y los techos de la ruta que venía del mercado.

El último escalón se rompió como una rama seca. Y cayó al vacío. Se quebró el cuello. Es mentira eso de que los huesos hacen ruido. Por lo menos, los del cuello no. Lo mismo hubiese sido haber tirado una bolsa con maíz.

Sus piernas se movieron un poco, como un cascarudo desesperado. Y luego, sus ojos abiertos para siempre en mi memoria.

El médico dijo que no sufrió. Los médicos no saben nada. Yo sé qué es lo que importa.

El alma de mi hermano andaba por ahí, pidiendo para subir otra vez.

Yo estaba tranquilo. Sabía que lo iba a ver siempre que quisiera.

Hasta que se metió mi abuela y dijo: “Dejá a los muertos en paz. No va más, mocoso de mierda, atrevido”.

***

Mi abuela me llevó a la casa de la señora que vivía en el camino Fortet, la Bruja. Era una casa alta, gris, con los postigos siempre cerrados. En el fondo tenía una parra seca. La culpa, decía ella, la tenían las comadrejas, que, además, le habían matado a un perro chico.

Todos sabíamos que las comadrejas no matan parras ni perros.

Fuimos los dos en silencio, caminando cerca de la cuneta.

—Este niño tiene que tomar el vino caliente que hago yo. Así se le van las pavadas —había dicho la Bruja.

Y yo tomé. Salvo un intenso ardor en la boca del estómago, nada pasó. Seguí viendo todo. Charlé varias veces con mi hermano, que estaba preocupado por ganar la prueba, quería ser el jefe. Yo le decía:

—Estás muerto, hermano.

Pero él no escuchaba, el que muere con los ojos abiertos es un fantasma terco, no sabe de perder. Eso lo digo yo.

Y mi abuela me llevó de nuevo a lo de la Bruja. Ya estaba harta de verme escapar por los campos. A ella le daba miedo y vergüenza por lo que iban a decir los vecinos.

La Bruja me miró largo rato y me dijo: “Vos sos medio indio y tenés sangre gringa, tu abuela era muy puta, eso complica todo. Ahora tu sangre viene sucia como el arroyo que baja acá al lado porque todos tiran mierda a escondidas. Hay que hacerse cargo”.

—¿Y qué se puede hacer por él? —dijo mi abuela.

—Cuando conozca el olor de la mujer, el que viene del interior, se le va todo. Ahí se pierde la esencia y se gana la carne. La vida de este mundo es distracción. Fin del asunto. Llevátelo.

—Pero es un borrego, no sabe un carajo de mujeres —se quejó mi abuela.

—No te creas, la sangre tira en todo momento. No es cosa de muchos años ni de meses. Este niño tiene ojos de tristeza y enojo, eso no se cura más.

Yo no entendía nada. Hablaban por mí. La cosa es que yo no andaba triste ni enojado, porque veía a mi hermano trepado a los árboles y él no razonaba, como ya he dicho. Pero lo veía saltar de rama en rama, siempre trepado; trataba de ponerse a la altura del molino o un poco más alto, pero no podía.

Eso me hacía bien, nunca iba a dejar de verlo. Era distinto con mi madre, que lloraba escondida en el gallinero, o con mi padre, que se quedó acostado una semana y perdió el trabajo en la fábrica, hasta que vino un tío y lo sacó a patadas de la cama.

Todos estaban tristes menos yo.

***

Nina apareció un día cerca del aljibe. Nosotros íbamos a caminar a los bañados, ahí cazábamos ratas y nos mojábamos los pies en el agua clara de la cañada. El aljibe era nuestra plaza, porque estaba al lado de una tapera que usábamos para guardar lo que robábamos, o para besarnos y manosear a las señoras que aceptaban nuestra plata.

En ese mismo campo, disparábamos a las torcazas y las comíamos asadas en un claro, entre los frutales. Yo tenía mucha puntería.

Nina era mucho más alta que nosotros. El pelo rubio le caía sobre los hombros, andaba descalza y tenía los brazos torneados de cargar leña con su padre, que era un alemán loco y medía dos metros y tenía una camioneta Studebaker que todos queríamos manejar un día.

Ella elegía a quien besar. Era tan fuerte que daba miedo. Tenía muchas venas en los antebrazos. Y dientes perfectos; yo nunca más volví a ver esa perfección en la boca de una persona. Los llamaba y decía:

—Vení para acá, vos sí.

Y se acostaba con los chicos entre los pastos. Allá iban los desgraciados y afortunados, sin oponer resistencia.

Cuando se aburría o decepcionaba, insultaba y los echaba a patadas.

A mí nunca me había elegido. Y eso estaba bien, yo era el más flaco y sólo me importaba que me dejaran cargar la escopeta italiana, a veces. O darle de comer al perro.

Además, yo recordaba lo que había dicho la Bruja. No soy tan idiota. Nada de mujeres. Yo quería seguir viendo fantasmas. Sobre todo, hablar con mi hermano.

Pero Nina siguió viniendo a cazar con nosotros. Hasta que un verano, cuando tomaba agua de la canilla que está en la calle, con los pies embarrados, se mojó el pelo y me miró.

—Vos ya estás grande, vení para acá —me dijo.

Y yo salí corriendo al monte de cañas, de puro miedo. Me temblaban las rodillas y tenía ganas de llorar. Pero ella me gustaba mucho. Esa es la verdad.

Llamé a mi hermano, a ver si me podía ayudar.

Creo que lo vi reírse de mí, entre las cañas, con su machete brasilero afilado.

—Pedazo de cagón, hijo de puta —reía.

Nina entró al monte de cañas, sudaba y caminaba despacio. Sus botas hacían crujir el suelo, era lo único que sonaba bajo el sol insoportable del norte. Yo la miré bien: tenía los pómulos brillantes, los ojos tan azules, y podía adivinar el tamaño de sus pezones a través de la musculosa blanca sucia.

Miré a mi hermano una vez más, que rio de nuevo y me saludó con la mano.

—Es hermoso lo que te va a pasar y está bien que tengas miedo. Sólo eso debés saber —dijo.

Se despidió y yo me tranquilicé. Se fue esquivando los pozos en la tierra. Y no miró atrás. Él no hizo ruido alguno.

El aroma que brotaba de Nina era nuevo para mí, una fragancia a violeta y agua marina, todo teñido de sal. Estábamos tan lejos del mar.

Entonces, caminé hacia ella, hubo un impulso que me llevó hasta ahí, me llenó de saliva la boca y fui yo quien la besó. Toqué sus nalgas, firmes, su cintura casi hace que me ponga a gritar ahí mismo.

De puntas de pie, mordí su cuello, olí bien todo el asunto, esa emanación que sube desde la ingle de las mujeres, hasta la base del cuello.