La hiena incorrecta
Una tarde calurosa, una cebra triste por una tragedia reciente ocurrida en su seno familiar decidió contar sus desdichas a la hiena. Mientras le narraba cómo un pariente había tropezado de mala manera, quebrándose una pata y quedando a merced del león, la hiena comenzó a reírse compulsivamente. La cebra la miró indignada, convencida de que se reía de su desgracia. La hiena intentó explicarle que no era algo que pudiera dominar, pero casi no podía hablar debido al acceso nervioso de su risa.
“Eso es racista”, le dijo la cebra. “Te ríes porque tenemos rayas blancas y negras, y porque somos víctimas de los poderosos. Estoy segura de que con el león no te animarías a burlarte de ese modo”, agregó, y se fue a contar lo sucedido a otros herbívoros que pastaban con ella. Al enterarse, un grupo nutrido de animales realizó una manifestación frente a la guarida de la hiena y le deseó la muerte.
El león, al enterarse de lo sucedido, salió a defender a la hiena públicamente y la calificó como un “baluarte del humor incorrecto y contestatario”. “Una vez más, la policía de la corrección política les dice a los animales cómo deben pensar e intenta cercenar la libertad de expresión. Ahora resulta que no podemos reírnos de que las cebras bebés sean devoradas”, agregó.
Al león se le sumaron el leopardo y el tigre, que también creían en la supervivencia del más apto y defendían abiertamente comerse a cachorros de otras especies que consideraban inferiores. Los felinos hicieron pancartas con la cara de la hiena y la convirtieron en un símbolo de su lucha por la libertad y en el rostro de la plataforma política que impulsaba el leopardo, que consideraba —entre otras cosas— que las mulas eran híbridos aberrantes y anormales que debían ser eliminados de la Tierra.
Los amigos de la cebra también hicieron pancartas con la imagen de la hiena, le pintaron una esvástica encima y la denunciaron por un delito de “odio racial”.
El león se reunió con la hiena para manifestarle su apoyo ante lo que tildó de “ataque de los ofendiditos”, pero cuando estaba explicando cuáles eran sus creencias políticas la hiena comenzó a reír incontrolablemente. El león la observó indignado, convencido ahora de que era una anarquista peligrosa, pero la hiena quiso contarle que el sonido que hacía era natural e involuntario. Lamentablemente, sólo logró carcajear con más fuerza, despertando la ira del felino y sus seguidores, que la tildaron de “sediciosa”.
Quienes apoyaban al león acusaron a la hiena de no respetar la investidura de las jerarquías y de burlarse de la autoridad, pero muchos de los que se oponían al felino la elogiaron por la valentía de su risa. Su rebeldía inspiró que muchos salieran a la selva y la sabana a protestar contra lo que consideraban una persecución clasista del león y un intento por acallar la libertad.
Varios grupos de animales se enfrentaron entonces, mezclándose en gran desorden los que defendían a la hiena, los que la atacaban, los que habían cambiado de opinión y los que no estaban seguros de cómo proceder. Fue tanta la mala suerte de la hiena que quedó en medio de los incidentes, convirtiéndose en su primera víctima fatal.
Moraleja. Lo digo sin pausa, lo digo sin prisa: hoy en día es muy fácil morirse de risa.
El escarabajo que no quería trabajar
Una familia de escarabajos despertó una mañana y descubrió con sorpresa que la madriguera del mayor de sus hijos, que debía salir pronto para su trabajo, se encontraba cerrada desde adentro.
Su madre se acercó y llamó suavemente con una de sus patas. “Hijo, son las siete menos cuarto. ¿No tendrías que salir ya?”, le dijo con las vibraciones características de los escarabajos. Del otro lado no llegó una respuesta sino un sonido profundo e indescifrable, que retumbó en la madriguera.
“Hijo, ¿estás bien?”, vibró su padre con preocupación. Ambos probaron empujar la puerta, pero esta no cedió. “¿Podrías abrir, por favor?”, preguntó su hermana, cuyos nervios aflojaron un poco al escuchar un zumbido de respuesta que, aunque distorsionado, parecía indicar que el escarabajo se hallaba en buen estado y preparándose para salir.
Sin embargo, se hicieron las siete y cuarto y el escarabajo aún seguía en su madriguera, sin nada que delatara su presencia allí a excepción de unos golpes sordos que indicaban movimiento.
Quince minutos después se escuchó un “tap tap, tap tap tap” impertinente en el hogar donde vivían los escarabajos y segundos más tarde ingresó el autor del ruido: el representante del empleador del escarabajo, extrañado por su demora. “Su hijo tiene una importante función arrastrando bolas de estiércol para nosotros y en este momento no está cumpliendo sus obligaciones”, zumbó molesto.
El padre de familia se disculpó y volvió a insistir. “Es necesario que abras la puerta, hijo. La empresa quiere saber por qué no estás empujando sus bolas de estiércol”, señaló, ya con un tono de impaciencia en la voz. Le pareció escuchar que su hijo respondía que saldría enseguida, pero el acceso a su habitáculo permanecía cerrado. La familia estaba francamente nerviosa, especialmente luego de que el visitante sugiriera que la demora podía tener que ver con el cobro de cierta cantidad de estiércol que había confiado al joven escarabajo en días previos.
Ante esta acusación, del otro lado de la puerta se escucharon unos zumbidos atropellados, pero que no pudieron ser interpretados correctamente ni por la familia ni por el representante de la empresa, que a esta altura, airado, hacía vibrar sus antenas y patas con la mayor indignación.
Como la situación se prolongaba, con las consiguientes pérdidas en el negocio de las bolas de estiércol y también en la economía familiar, el recién llegado sugirió llamar a un escarabajo torito que trabajaba ocasionalmente abriendo madrigueras. Fue lanzar esta sugerencia para que del otro lado de la puerta comenzara a escucharse una serie de forcejeos frenéticos y luego un sonido en la cerradura, situación que naturalmente generó gran alegría y expectativa tanto en la preocupada familia como en el representante irascible.
Tras unos segundos de manipulación desde adentro, coronados por un silencio repentino, el coleóptero empresario empujó la puerta, notó que cedía y se introdujo con vehemencia en la madriguera. Pero entonces quedó tieso y lanzó un zumbido de asco e indignación, sin duda prolegómeno de un despido justificado: frente a él no se encontraba su empleado de mandíbulas fuertes, seis patas y caparazón resistente, sino una horrible criatura bípeda, que gesticulaba desesperadamente con sus dos miembros superiores mientras emitía unos sonidos estrafalarios desde un orificio lleno de dientes, sellados ocasionalmente por el movimiento de unos labios elásticos y rosados.
Moraleja. No importa la especie, dolencia o diagnosis, no hay piedad de la empresa si hay metamorfosis.