María tiene 62 años y pasó casi toda su vida en El Tobogán, uno de los barrios de la zona del Cerro, en Montevideo. Dice que el lugar ha cambiado gracias a la lucha de vecinos y vecinas. La imagen de los bomberos que los sacaron de sus hogares en lanchas durante una de las inundaciones del barrio todavía está instalada en su memoria. Recuerda caminar hacia la parada de ómnibus e ir a trabajar con los zapatos en sus manos para no ensuciarlos, por la falta de saneamiento. Recuerda que para conseguir agua potable tenía que trasladar baldes desde una canilla pública hasta su casa, tras esperar en fila. Recuerda la felicidad que sintió cuando las autoridades instalaron columnas para poder tener luz en regla. Comenta que la situación del barrio ha ido mejorando, aunque no para todos, porque han llegado nuevas familias y algunos problemas persisten.
A las carencias que se viven en El Tobogán se sumó la pandemia. La falta de trabajo e ingresos golpeaba a las familias.
—Yo estaba sentada en el sillón de mi casa. Vivo sola. Me puse a pensar en cómo estaba el barrio. Se veía que a los gurises les faltaba comida: iban casa por casa a pedirte pan —cuenta María.
En abril de 2020 María le propuso a Raquel —otra vecina de El Tobogán— llevar adelante una olla popular. Ambas decidieron hablar con Lita Leites, referente del barrio y militante social que durante la crisis de 2002 había sido presidenta de la comisión de vecinos. Tras algunas dudas, la experimentada organizadora —estuvo en la comisión hasta 2007— accedió a retornar. Decidieron que los martes y jueves a la noche iban a hacer comida de olla para repartir a sus vecinos, mientras que los sábados de tarde el menú sería leche con algún acompañamiento.
Desde entonces, alimentan a más de 60 familias, pero el cansancio es cada vez mayor. Esperan una solución efectiva del gobierno al hambre que se vive en el barrio.
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Es jueves y son las 9 de la mañana en el centro vecinal donde se organiza la olla. María está ocupada: empieza pelando papas de una bolsa que está casi llena. Habla de su vida, de que arrancó en el mundo laboral a los 14 años como trabajadora doméstica y de que la familia que la contrató se la quiso llevar a Punta del Este, pero sus padres no la dejaron. Enseguida aclara que la familia era “excelente”. Tuvo muchas otras ocupaciones, y además fue madre de 12 hijos. Ahora, dedica casi toda su energía a la olla y pasa sus tardes organizándola.
La acompaña un grupo de cuatro vecinas y un vecino, que se distribuyen las tareas. Cocinar para más de 60 familias no es fácil y con el tiempo los participantes cambian. Raquel, de 63 años, está pelando zanahorias. Vivió en La Boyada y ya tenía experiencia trabajando en ollas durante la década de los 90. Cuenta que siendo joven no pudo trabajar fuera de su hogar; su marido pensaba que “las mujeres eran para la casa” y era violento con ella. Después de que una de sus hijas cumplió dos años, él se fue. Así terminó trabajando “cuatro meses en una empresa, cuatro meses en otra”. Con una de sus hijas, que entonces tenía 14 años, vivieron diez meses en un refugio. Allí, pudo conseguir un trabajo y la pequeña logró estudiar. Después llegó a El Tobogán.
—No bajamos los brazos. No obligamos a nadie a venir a la olla, el que quiera venir que venga. Nosotras vamos firmes y al palo. Afuera de acá tenemos familias, venimos a ayudar y llevamos nuestras vianditas. Quisiera que el gobierno se pusiera la mano en el corazón y nos ayudara. Tenemos compañeras de 60, 62, 63 años, dos muchachas que están sin trabajo, han buscado y no han encontrado, tenemos señoras embarazadas trabajando con nosotras —dice Raquel.
Ahora, toda la verdura está picada. María recuerda que cuando empezaron, un vecino les proporcionó parte de los suministros y cocinaban una “olla flaca”. En menos de una semana el aumento de la demanda fue tal que pasaron a tres ollas. Tuvieron que pedir más ayuda y ahora se sostienen con base en donaciones. Entre charlas, se hace de noche y la fila comienza a armarse.
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—A esta olla no la pudimos hacer participativa porque estaba la covid; teníamos la misma gente. Empezó a crecer y la demanda de trabajo fue más grande. En este grupo de gente las que participan en la carga, descarga, cocina, en un montón de trabajo, son mujeres, y mujeres grandes. Cansa. Yo tengo una presión tremenda con esto. Tengo que trabajar, soy jubilada pero no me da. Me tuve que ir a trabajar y estoy constantemente atenta a la olla —manifiesta Lita.
—Es como que te enojás, pero a la vez no querés entregar la llave —le responde María con una sonrisa.
Lita compara la situación actual del barrio y la que se vivió a comienzos de siglo. En 2002, cuando organizaron una de las primeras ollas del Cerro, definieron en una asamblea vecinal que el proceso debía ser participativo. Se formaron brigadas para buscar alimentos, hacer guardias, cocinar, cortar leña. En paralelo, se gestionaban talleres, se organizaban marchas y se exigía el cumplimiento de sus derechos. Pedían acceso a los servicios de agua y energía eléctrica, recolección de residuos y regularización del propio barrio. Lo último todavía está pendiente. Lita recuerda cuando un grupo de jóvenes decidió participar en el carnaval con un carro alegórico.
—Estuvieron una semana entera, noche y día, armando el carro alegórico. Había una olla grandota toda dibujada y la pusieron en una caja de un camión que era de un vecino. Conseguimos luces. Hicieron el Frigorífico Nacional cerrado, todas las fábricas textiles, todo cerrado. Uno de los muchachos iba revolviendo la olla vestido de mujer y otro muchacho desocupado, con overol. Es fallecido el pibe, el que hacía de trabajador. Y sí, hay muchos pibes muertos. Salimos con toda la gente de la olla. Quedamos segundos, no les dio la nafta de darnos el primer premio. Salió todo el Cerro a aplaudir ese carro, fue una cosa impresionante.
En 2020, al tener que trabajar con un grupo reducido de personas por el riesgo de contagio, no se pudo organizar al barrio de la misma forma. “Nos arrolló la pandemia”, dice Lita, y aclara las múltiples dimensiones del problema: “Nos están matando de hambre y no sabemos qué pasa, y se le echa la culpa a la pandemia o a los efectos de la pandemia”.
—La gente tiene que comer un plato de comida, pero tiene que entender por qué lo come acá. Vos mañana cerrás la olla, como va a pasar, y la culpa va a ser nuestra —señala Lita.
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El viento frío corre entre las personas que hacen fila y esperan su plato de comida. Cuando llegan al frente, las coordinadoras de la olla les preguntan la cantidad de integrantes de la familia. Por cada niño, hay una fruta, al menos cuando tienen disponible. Nunca quedan sobras.
Santiago está en la fila. Vive hace más de tres décadas en El Tobogán. Tiene 82 años, su jubilación no le alcanza para mantenerse y explica que no consigue trabajo. Carmen también hace cola. Sólo come lo que le brindan en la olla; no tiene ningún ingreso. Al principio no quería concurrir porque no tenía hijos. Dice que “va a estar agradecida toda la vida” con las referentes del barrio. Tampoco consigue trabajo y opina que, si el gobierno les diera una respuesta, no tendrían que “venir a molestar”.
—Lamentablemente son ellas las que se mueven para conseguir qué comer para casi todo el barrio. El presidente tiene que venir a ver. Va para todos lados y acá ¿qué queda? ¿Por qué no viene? ¿Porque es el Cerro? Para mí es eso —dice Carmen.
—Cuando sea la próxima marcha tendríamos que invitarlo a que se dé una vuelta por acá. Nosotros no somos asesinos, ni hemos matado a nadie. Somos los vecinos de El Tobogán, no tenemos la culpa de lo que haya pasado en el fondo. Muchos dicen: ‘no, no vamos porque es el cementerio El Tobogán’. No es así, acá hay gente de trabajo, como cualquiera —agrega Santiago.
La Coordinadora Popular y Solidaria realiza un relevamiento de la cantidad de porciones que entregan semanalmente las ollas y merenderos de Montevideo nucleados en la organización, que representan dos tercios de las iniciativas de este tipo. Según los últimos datos de abril de 2022, la cifra aumentó respecto de noviembre del año anterior: 186.090 porciones por semana en 189 ollas y merenderos contra 150.000 porciones. El ministro de Desarrollo Social, Martin Lema, en cambio, dijo poseer datos “que hablan de una baja tanto en la cantidad de iniciativas, como en la cantidad de porciones”.
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—Hace rato tendría que haber una respuesta del Estado. Hay que buscar soluciones estructurales. Los políticos de derecha te dicen que están aburridos de que se hable del hambre o de que se hable de los pobres. Cuando vienen las elecciones, todos vienen a buscar a los pobres porque son más fáciles de ganar —lanza Lita.
¿Por qué la referente del barrio y anterior presidenta de la comisión de vecinos de El Tobogán se resistió a la idea de organizar la olla en un principio? Porque cree que las ollas no tendrían que existir en un país que “tiene para agilizar la economía agraria, industrial” y que, además, es “rico en tierras, agua, buen clima, aunque ahora va cambiando”. Dice que mientras no se pueda reestructurar el sistema actual y rearmarse de manera justa, no va a ser posible.
—¿Qué estamos haciendo con el plato de comida? Aunque parezca mentira, y a mí me duele decirlo, lo que hacemos es dejar a la gente quieta, que deje gobernar. La gente no está agitándose. Y si bien hay un trabajo de militancia social, de a poquito, no tenemos una vida otra vez. No tenemos 40 años otra vez para los cambios —afirma.
A pesar de su experiencia en la organización del barrio, a veces Lita se ve sobrepasada. Se encarga de conseguir el abastecimiento de la olla y reconoce la existencia de un “brazo solidario enorme que está dando una mano y saca de sus casas recursos o consigue recursos, porque no lo está haciendo el gobierno”. Pero no es suficiente. Y si bien hace planteos críticos, también es una vecina más. Hace unas semanas se consiguió una donación de huevos de chocolate; los repartieron un sábado porque en este día concurre un mayor número de niños, niñas y adolescentes. Sin romantizar la situación, se la ve emocionada y su rostro muestra el amor que siente por el barrio. Opina que todavía hay que trabajar para que los vecinos y quienes llevan adelante las ollas entiendan que los alimentos que proporcionan son de todos y que no tienen “la obligación de servir”.
—En este momento, frente al gobierno que tenemos, hemos retrocedido un montón de pasos. Muchos la tienen clara, dicen que el camino ideal es el de las ollas. Yo no sé hasta cuándo es el camino ideal. Me parece que hay que trabajar más con la gente; hacer talleres de todo tipo. Acá hay gurisas abusadas y todo queda en el seno de la familia. Chicos que se drogan, madres que viven desesperadas. Gente que todos los días no sabe cómo levantarse y qué darles de comer a los hijos. Se necesita gente que se comprometa a trabajar en estos barrios humildes. Después están las quejas, cuando vienen otros que tienen poder y pueden comprar un buen asado para repartir a un montón de gente, o pueden traer frazadas para regalar y pueden lograr votos en épocas electorales. Se necesita más gente en los barrios —reclama Lita.
Mientras cocina y sus compañeras la escuchan, opina con firmeza:
—La gente más vulnerable necesita de mucho compromiso, de mucha gente. No sólo alcanza con un militante social. El gobierno tiene que alcanzar con ayudas más contundentes. No es ayudar por dar.
Sin embargo, se siguen sumando trabajos que buscan plasmar el esfuerzo. Tal es el caso del relevamiento “Situación de ollas y merenderos populares del Uruguay: informe anual 2021-2022”, de Solidaridad Uy, una organización sin fines de lucro que forma parte de la Coordinadora Popular y Solidaria. Allí se destaca que en Uruguay, por día, se sirven 45.100 porciones. Para lograrlo, 600 personas trabajan de forma voluntaria en las ollas, 300 en los merenderos y más de 1.000 en iniciativas que comprenden ambas funciones. María, Lita y Raquel son parte de esa cifra, pero también historias.
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