Escribo todos los días. Después de la cena y los cabeceos en el sofá, me lavo la cara y me siento a escribir reflexiones, observaciones, lo que sea. Dejo correr las horas y las palabras sin mirar el reloj, salgo y entro del casi diario hasta que me saturo, miro la lluvia o alguna película de acción o de ciencia ficción. Suelo dormirme en el sofá, donde mi cuerpo se siente cada día más acostumbrado y a gusto, pero me despierto a los pocos minutos envuelto en la persistente luz del verano. Ayer, cuando me desperté, me di cuenta de que aquí no hay cuadros, ni fotos, ni plantas que regar, ni nada que me haga recordar a Greta, ni a mi primera esposa, ni a la segunda, ni a la tercera, ni a mis tres hijas, como si me encontrara en una celda de buen estándar.

Nunca logré acostumbrarme a la luz nocturna de los veranos. No alcanza con las cortinas más gruesas, que me pasó la señora de Ivar. He tenido que tapar las ventanas con frazadas, pero la luz se cuela por las rendijas y se esparce en un resplandor que vibra tenuemente en la superficie de las paredes. Anochece más tarde cada día que pasa. Sé que la luz se seguirá pegando a todo hasta el solsticio de verano, con una velocidad sólo perceptible cuando uno lo piensa. Sin la media botella de vino no podría dormir.

El otro día me llegó el primer mail de Wilgot desde que me mudé a Husnes. Me sorprendió porque él no es de escribir. Se quejaba de que no era lo mismo comunicarse por mail o teléfono, que extrañaba las tres horas mensuales. Al estar estacionado en Husnes se me hace imposible largarme hasta el sur una vez por mes. Ni siquiera me da el tiempo para visitar a mi mujer. Lo más delicado de la situación es que soy el único que visita a Wilgot. Probablemente no salga nunca de allí, porque ya era un hombre mayor cuando lo metieron en la cárcel. Nos conocimos en los laboratorios de la Pfaz, una farmacéutica americana. Él trabajaba como bioquímico, jefe de una sección; yo iba de vez en cuando a monitorear estudios clínicos en fase III y IV. Wilgot había vivido un año en Buenos Aires y dos años en Montevideo, hablaba español con acento rioplatense y admiraba a Onetti, aunque nunca lo había entendido, ni siquiera cuando leyó El astillero, la única obra de Onetti traducida al noruego. Ni en mi propio idioma lo pude entender, me decía, pero siempre vuelvo a él, como quien vuelve a su propia imagen en el espejo. En el mail se quejaba de que se aburría, que extrañaba mis visitas y mis lecturas. Wilgot es uno de los lectores y críticos más importantes que tengo, muy agudo, siempre atento y respetuoso de mis textos, aunque se le haya ido un poco la mano con la novela que sale en octubre.

Al releer el mail no pude dejar de pensar en que mi aventura en Husnes me chupa el tiempo como una sanguijuela con anemia. Le contesté que le iba a escribir el cuento que habíamos discutido tantas veces y que, una vez que lograra leerlo sin interrupciones, con la cadencia que exigiera, se lo grabaría y se lo mandaría. No era lo mismo que una visita, pero era mejor que nada. Se trata de un cuento basado en hechos reales que venía posponiendo desde hacía tres años. Las incongruencias y contradicciones que se le puedan encontrar no se diferencian de las que nos confunden a diario, cosa que trataré de explicar en otro texto que no le mandaré a mi amigo.

Intercalo la versión escrita que le mandé a Wilgot, porque lo veo como parte de la madeja donde me enredo mientras veo caer la lluvia. Lo corto y lo pego tal cual, de un archivo Word que titulé Amanda o La mujer del ministro, sin poder decidirme por ninguno de los títulos.

Foto del artículo 'Amanda o La mujer del ministro'

Ilustración: Belén Valverde

Amanda o La mujer del ministro

No estuve más de media hora en tu entierro. Esos condenados treinta minutos me alcanzaron para decir cosas que no quería decir y escuchar una serie de sentencias sobre la fragilidad de la vida, algo muy natural, tratándose de un cuerpo tan joven. No dudé de que estuviera escuchando la absoluta verdad. Cuando me inclinaba en cada uno de mis pésames estuve de acuerdo en que tu muerte nos había sorprendido a todos, en cómo nos costaba concebir esa injusticia imperdonable que ponía en duda la bondad de Dios y la fe de los hombres. Mientras me movía con discreción entre los dolientes, iba hilvanando comentarios, entrecortados por las lágrimas, sobre tu juventud, tu belleza, tu sonrisa tan natural, tus insaciables ganas de vivir y tu buen humor, tan contagioso, siempre comentado y envidiado por todos. Los años perdidos, arrebatados de un día para el otro, tus dos hijos adorables, en cada boca y en cada suspiro. El mayor, tan educado, tan contenido, un verdadero hombrecito en su trajecito azul, y la niña, tu espejo, con tu sonrisa escondida tras sus lágrimas. Se habló casi tanto de ellos como de tu propia muerte, de cómo los dejabas a merced del destino. Se murmuró sobre los vivos y los muertos. Y tu marido, ¿qué iba a hacer? Él, que trabajaba de la mañana a la noche, ¿qué iba a hacer con las responsabilidades que tenía con la sociedad y la nación?, ¿qué iba a hacer con los chicos y el tiempo que no tenía? Él, destinado desde niño a quehaceres infinitamente más nobles en beneficio de la comunidad. Y nosotros, Dios querido, ¿qué íbamos a hacer con tu recuerdo? Dios da y quita, dijo una anciana y lo repitió varias veces, hasta que alguien la hizo callar. Coincidí con ella y con el resto de las blasfemias murmuradas en un susurro para que el Todopoderoso no las escuchara.

No necesité más que expeler un par de balbuceos porque ellos dijeron lo que había que decir esa tarde, mientras las hojas doradas de los abedules se descolgaban de sus ramas bajo los pálidos rayos de uno de los últimos soles de setiembre. Un día perfecto para un entierro. Catorce grados, el aroma del pasto recién cortado y el de las coronas que se marchitaban desde las primeras horas de la mañana, la luz sedosa del otoño envolviéndonos a todos sin distinción de amistad o parentesco, un mar de lágrimas recordándonos tu ausencia, qué más se podía pedir, querida Amanda.

No hacía más de dos semanas habíamos barajado una tiradita a Segovia, que te gustaba tanto. Podríamos haber anudado una de esas noches en La Bodega de San Esteban, con un cochinito a las brasas tierno como manteca, una botella de vino del país, un cafelito y el brandy que nos recomendara la casa, antes de largarnos a los tumbos, perfectamente programados para dejarnos engañar por el encanto de las callecitas empedradas, los arcos de ladrillos y los balcones descascarados, hasta llegar al hotelito a tirarnos en la cama, cada uno con una copa bien fría de cava al alcance de la mano. Sé que te lo debía desde hacía tiempo. Podíamos contar con tu madre, siempre dispuesta a encargarse de los niños, llevarlos al Tusenfryd o al cine o a lo que se le frunciera. Un fin de semana largo, aprovechando los puteríos de tu marido en Riga o Gdansk. Cualquier día de estos nos contagia con algo, te dije una de las últimas noches, más bien preguntándote. Vos me contestaste que las putas se cuidaban, sin aclararme las cosas, ni tus sentimientos, ni tus necesidades, porque lo que yo quería saber era si te seguías acostando con él y de eso, como si nada.

No quería verlo, ni a él ni a los otros. Me molestó hasta extremos sospechados tener que despedirme de esa manera, junto a los tuyos, que no me quieren para nada, y pongámonos de acuerdo en que tenían sus razones. No pude evitar sentirme acorralado por lo que todos suponían, lo que no querían saber. Los ayudé lo que pude con eso, me mantuve a un lado, masticándome las uñas, ocupándome en lo que a veces me reprochabas, practicar el difícil arte de esconderme en los rincones. Una de las pocas cosas que hago bien. Me sobró esa media hora para escuchar esas verdades, dar algún pésame, besar a un par de viejas, no sé si tus tías o amigas de tu madre. Cuando vi a tu marido, volví a recordar que nunca llegué a preguntarte si creías que él aún te amaba, o si te había amado alguna vez, o si se acostaban en la misma cama. Te pregunté de todo, la misma tarde que te conocí, menos sobre lo que me interesó desde el primer momento, por delicadeza o miedo a que me contestaras con la verdad. Me dieron ganas de preguntarle a él cuando lo tuve tan cerca, pero me quedé en el camino, rehuyendo la escena, los empujones, la trompada, los tirones de los gorilas, el escándalo de los diarios. Él no me saludó, no podía esperarse otra cosa. Se portó bien, mantuvo la dignidad, creo que lo hubieras aprobado. Un traje negro impecable que disimulaba la gordura que se había conseguido comiendo a deshoras en los restaurantes que pululan alrededor del Ministerio, corbata aperlada, lentes oscuros que ocultaban la mentira de su dolor.

Nadie me atajó, a pesar de la hilera de ministros, diputados, directores de empresas, jerarcas sindicales, representantes del poder político, la cultura y el sistema que los junta como en un buqué de flores podridas; una actitud sorprendente, civilizada, contenida, compartida por todos, pero cuando te besé se pusieron muy nerviosos y quedaron suspendidos por un instante, con las bocas entreabiertas, sin saber qué hacer o decir ante tanto desparpajo. Un reportero con campera de cuero, prominente vientre y cola de caballo sacó una foto justo cuando me inclinaba ante tu cuerpo. Pude ver como uno de los gorilas lo apartaba a un lado para vaciarle la cámara, y yo que me demoraba porque me costaba elegir si besarte en la frente o en la boca. Opté por la boca, antes de correr un mechoncito de pelo que se te había pegado entre los labios. Te besé sin que nadie me echara.

Me miraron aliviados cuando me alejé sin despedirme. Me metí en el taxi que había llegado apenas dos minutos antes y, contra mi costumbre, me senté atrás, levanté los pantalones hasta los tobillos y miré mis zapatos negros durante todo el trayecto hasta que el auto se detuvo frente a mi lugar, como vos decías, your place.

Me sorprendió el apartamento vacío, como si recién entonces hubiera descubierto que te habías ido sin despedirte, apenas mirándome asombrada, adivinando la verdad en mis ojos. Se me ocurrió que habías vivido allí o lo soñé, o lo deseé con mucha intensidad, hasta que casi se hizo verdad. Vi la correa de tu cartera colgando del pestillo de la puerta del hall, tus zapatos de gamuza junto a un par de los míos, una blusa en el respaldo de una silla. Cuando entré al baño a enjuagarme la cara, vi un corpiño negro cruzando el borde de la bañera, a punto de deslizarse hacia el suelo, como si me hubieras dejado una presencia que se iba a diluir con los días, paredes de vidrio donde recostarme hasta que se quebraran. Revolví en tu diminuta cartera buscando una tarjeta, un número de teléfono doblado en cuatro, cualquier cosa que te alejara de mí, con el propósito de reencontrarme con mis celos y el deseo de que sólo fueras mía. No encontré más que un lápiz de labios, las llaves del auto y de tu casa, cuatro tampones y una listita con las compras del último viernes.

Siempre me molestó que no te sintieras bien en casa, que prefirieras los hoteles. Hasta la cabaña despreciaste, como si te costara aceptar cualquier recinto habitable que nos pudiera dar la ilusión de vivir juntos. No quiero que la mañana me sorprenda en tu cama, me decías, no quiero levantarme, colgarme tu batín sobre los hombros, ir hasta la cocina, poner en marcha la máquina del café, el exprimido de pomelos que te alarga la vida y te mantiene tan joven, no quiero ponerme a mirar las fotografías de la que fue tu esposa, tus hijos y sus mascotas, los campamentos en la montaña, las sonrisas de toda tu familia junto a una hilera de truchas colgando de una cuerda entre dos árboles. Haceme el favor de no pedirme eso.

Fue inevitable como tu muerte, Amanda, que el espejo del hall me devolviera la imagen de otro hombre impecable, un traje negro y una corbata negra. Creo que me hubieras aprobado. Siempre tan elegante, me decías, como si hubieras nacido así, como si nunca hubieras tenido la necesidad de aprender a vestirte. Y tus palabras, querido mío, siempre tan correctas, como ausentes de emociones, modulándose con la naturalidad del que no le teme a nada. La última vez que me lo dijiste fue la noche que bailamos en el Grand, contra mi voluntad. Estabas más espléndida que nunca esa noche. Te di el gusto de verme perder la elegancia que tanto ponderabas. Me dejé llevar un par de piezas y no me importaron las sonrisas que suscitó mi torpeza, ocupado por el deseo que nacía de tu boca riéndose tan sinceramente, haciéndome creer que me amabas.

Pero no todas se encandilaban con las sienes plateadas o la serenidad de un hombre con mis años. Un viejo que podía ser tu padre, te había comentado una mujer de unos treinta años, de pronto a un paso, embutida en su traje sastre, ajustada, enjoyada con discreción, parada ahí, frente a la inevitabilidad de nuestras manos entrelazadas, una de las mías sobando tu anillo de bodas, una de las tuyas masajeándome un pulgar, y no tuviste tiempo de hacer algo que no empeorara las cosas. La colega de tu marido —nunca me quedó claro si amiga tuya o qué— nos había visto desde la barra del bar del hotel, entreverada en un grupito de secretarias del Ministerio, en el preámbulo a la noche de un viernes. Estuvo parada más de cinco minutos antes de sentarse. No entiendo cómo pudo decir tanta estupidez en tan poco tiempo. La descarada tomó una copa con nosotros, nos hizo sufrir un buen rato. Siguió con preguntas más o menos directas sobre mi ocupación y mi estado civil y cuando se fue me dijiste que por primera vez te sentías como una adúltera. Que era como si un paparazzi nos hubiera sacado una foto, que a partir de entonces ya no serías dueña de tu destino, que se te iba a hacer difícil seguir mintiendo.

Comentaste algo sobre la esfera pública que no logré entender. Te argumenté en contra; me pediste que me callara. Tuve que tragarme los argumentos que tenía para ofrecerte, que eran muchos y que te absolvían en todos los puntos. Que no tenía nada que ver con la moral, me dijiste, que te limpiabas el culo con eso. Fueron tus últimas palabras al respecto y me prometiste una última noche de hotel, en Oslo, la última que te vi en vida, la que nos pudo haber sorprendido en Segovia o en Praga, donde podría haber vuelto a preguntarte si te seguía perturbando la simultaneidad de las cosas. Hablamos mucho del tema esa noche, principalmente vos. Yo te escuché con muchísima atención, masajeándote las manos por última vez. Tomamos lo que nos propuso el mozo en un orden exactamente establecido, comimos todo lo que se le ocurrió a tu capricho, miramos a la gente, absorbimos el murmullo de la sosegada marabunta que teníamos alrededor, sin percatarnos de un solo detalle. Es esto lo que me confunde, me dijiste, como si adivinaras mis pensamientos, revoloteando los brazos, tratando de abarcar la mansa corriente de gente, el ronroneo de los motores que venían desde el otro lado de la peatonal, las palabras desdibujadas por el resto de los ruidos que nos perturbaban. Me tiene mal esto, me preocupa desde hace meses, me dijiste, y me pediste que hiciera una lista con todas las cosas que pasan al mismo tiempo, todo lo que se te ocurra, hacé la prueba, insististe, y casi me vuelvo loco porque yo ya te había servido tu última copa, querida Amanda, un brandy muy añejo que ocultó el veneno con sorprendente facilidad, no sé si por el roble envejecido con jerez o porque ya estabas borracha. Desde ese entonces estoy emperrado en darte el gusto y no llego a ninguna parte.

Elías, creo que alguna vez te dije que es el menor, llamó a eso de las diez, cuando iba por mi segundo vaso, para contarme que había leído de tu muerte en el Aftonbladet. No me asombré de que la noticia ya hubiera cruzado la frontera. Comentó la foto en la que tu marido y tres hombres te cargaban hasta la fosa; me reconoció en otra foto, escondido en un pequeño amuche de gente, borroso, apenas una mancha negra entre el luto de todos. No sé cómo se les pasó a los gorilas.

Me hizo gracia, tan fuera de lugar, ahora, que Elías volviera a mencionar tu belleza y tu sonrisa, siempre tu sonrisa, estampada en su memoria desde el día en que lo recibimos en la terminal de Oslo y se animó a comentar tu espléndido culo cuando te alejabas, tu elegancia y tus tacos, y me codeó como un hijo codea a su padre en una película americana antes de decirme, con otra sonrisa de película, que yo era un viejo perverso y afortunado, que disfrutara de la vida, que era demasiado corta para dejarla pasar. Después fuimos a comer pizza, tomamos vino como toman vino un hijo y un padre.

Me dio el pésame esa noche y me sorprendió. Me imagino que estarás muy triste y muy solo, papá, me dijo sin un temblor en la voz, sin darse cuenta de que estaba diciendo la verdad. A esa edad no les sale otra cosa. Seguro que discutieron tu muerte en la cantina de la Facultad o después de las clases entre un par de jarras de cerveza, no sin cierto orgullo macabro. No cualquiera sale con la recién asesinada mujer de un ministro. No me lo comentó, nunca se le hubiera ocurrido, naturalmente que no. No sé qué les dirá a los amigos después de las noticias de mañana o del martes. No sé si volverá a la Facultad después del inevitable escándalo del miércoles o el jueves, no sé qué harán sus hermanas, porque de ellas no sé nada desde hace tiempo.

Después de su inesperado pésame, recordé las palabras del doctor Fabricius cuando me decía que estábamos solos y viejos, sin un amor donde recostarnos. Sorprendidos de que la vida se nos hubiera pasado volando, aburridos al final de la carrera, cuando las hipotecas y los préstamos están pagos, me decía, masticando su asqueroso habano. Los benditos hijos se han ido y las benditas mujeres no saben qué hacer con la reputación y el exceso de confort acumulado durante el paso de los años, que poco y nada aportan a la felicidad, querido amigo, tan poco como las aburridas cenas de los sábados. El champán entibiándose en las manos, los abrazos de las llegadas y los abrazos de los adioses. Apenas les queda un cuerpo a esas mujeres, pudriéndose bajo las telas exclusivas de sus vestidos, porque sin amor no se sostienen los huesos. Fíjese que con las cuentas atiborradas, ni siquiera nos consuela gastar la plata en perfumes o en ropa interior para nuestras amantes, créame, ajena la cama, estimado colega, ajeno el vaso, ajeno el amor.

Pensé que quizás Fabricius lo pasara bien con su vieja gorda, que hasta era posible que la amara y que realmente fuera feliz junto a la desgraciada receptora de sus besos, y en el poder del amor, pensé, o que ya no se besaban, o que ya se habían empezado a podrir. Lo seguí pensando frente a la vitrina de mi apartamento, donde se apilan bebidas de buena y mala calidad. Las botellas se han ido juntando con los años, sin importarme el precio o la originalidad del diseño de las etiquetas. Regalos, humildes sobornos, atenciones, impulsos en el tax free o concienzudas compras de whisky de malta, reflejo de lo que soy o lo que fui. Todo está pago, menos los gastos corrientes, pensé cuando iba por el tercer whisky servido de una botella con un precio comparable al de una máquina de lavar ropa.

Al cuarto whisky colgué el saco y mi corbata en el respaldo de una silla y después me fue fácil arrastrar los pies hasta la cama, sin cepillarme los dientes ni ducharme, para dormirme como el verdadero cerdo que soy, sin miedo a las pesadillas que me pudieran despertar al gritar tu nombre en la oscuridad. Así seguiré hasta mañana o el martes, a más tardar el miércoles, viendo amontonarse las botellas vacías, hasta que me vengan a buscar con el propósito de preguntarme algo que aclare las cosas, algo que no podré contestar, ni mañana, ni el martes, ni nunca.

***

La historia puede seguir a pesar del asterisco. Es imposible contarlo todo. Todavía hay cosas que siguen dando vueltas. El cuento es el cuento y la vida es la vida. Está escrito en primera persona, como si yo fuera Wilgot. Un monólogo que podría ser una carta. Él autorizó este recurso porque sabe lo que me cuesta relatar en tercera persona o convertirme en uno de esos narradores omniscientes, irritantes, que no dudan en leerle los pensamientos a la gente. Te doy libertad total, me dijo, pero no te va a ser suficiente más que para acariciar la verdad, y lo pude comprobar en el mismo instante en que empecé a escribir el cuento. Cuanto más avanzaba en la historia, más me alejaba de la realidad, lo que no me impidió divertirme muchísimo al dar ese salto de clase, pintarme sienes plateadas, concederme atributos propios de una posición social a la que no pertenezco, coquetear con un lenguaje que no es el mío, cultivar una personalidad mucho más interesante y sofisticada que la mía. Ni Wilgot es tan así, tan controlado, tan distante, tan elegante, tan valiente, aunque algo de eso tiene.

A Wilgot le gustó el cuento, que estaba basado en lo que él mismo me había contado en mis visitas a la cárcel. Te quedó bien, un poco melodramático para mi gusto, pero con clase, peso y convicción, me dijo en algún momento, pero tendrías que haberle puesto el punto final cuando la miro a los ojos y le sirvo su última copa.

Se lo mandé a Greta, a pesar de que no va a entender todo, y a Eva, pero aún no lo han comentado. Como se puede ver, al menos en la segunda lectura, el cuento se sostiene más o menos hasta que él la envenena, un recurso tirado de los pelos, muy trillado en el género negro o policial, que en todo caso tendría que haberse revelado en la última frase, para mantener el suspenso hasta el final. Estoy de acuerdo con Wilgot en que el cuento debería haber terminado cuando él dice «Desde entonces estoy emperrado en hacerte el gusto y no llego a ninguna parte», lo que hubiera dejado varios hilos colgando. Un final abierto, demasiado abierto, tratándose de una historia basada en hechos reales, en la que lo que se pretende es desanudar el sentido de las cosas.

Fue una frustración llegar al envenenamiento y tener que saltearme lo que todos quieren saber, es que Wilgot no me contó qué fue lo que le puso en el brandy a la pobre Amanda. Un coctel que mezclé en la Pfaz, me dijo un día, lo que le resta verosimilitud al relato, por falta de exactitud, porque no se revela ni el nombre del veneno, ni sus propiedades químicas, ni su mecanismo de muerte. Nada que se pueda comprobar en Google o en la biblioteca. Por lo que leí en los diarios, los síntomas de envenenamiento se dieron a conocer recién a la mañana siguiente. Antes del mediodía la mujer ya había dejado de respirar.

Lo que sabemos y lo que no sabemos sobre la trágica muerte de Amanda Henum, era la frase que encabezaba los titulares del Aftenposten, con una foto de Amanda en su plena belleza. Pero cuando uno empezaba a leer se encontraba con más preguntas que respuestas y yo también me pregunto: ¿se acostó con ella esa última noche y se la cogió mientras la pobre mujer había empezado a morirse sin darse cuenta? ¿La dejó a la madrugada, medio muerta, boqueando, tirada en la cama, mientras sufría los primeros síntomas del envenenamiento, creyendo que se había pasado con el alcohol? ¿Habían estado en el apartamento la última noche y se la había cogido en su plenitud vital y después se habían metido en un taxi, tomados de la mano, besándose durante todo el trayecto hasta el hotel, sin ver la ciudad, sin percatarse de la fluencia del tráfico o del tamaño de la luna, antes de envenenarla durante la cena?

En el cuento no se menciona si murió en el hotel, en su casa o en otro lugar. Tampoco queda claro si los zapatos, la cartera y la ropa habían sido olvidados ese mismo día o en alguna visita anterior, o si sólo existían en la imaginación de mi amigo, ¿eran tan sólo el deseo de que fuera así? Nunca comentó eso después de haber leído el cuento y siempre fue esquivo con los detalles más íntimos. Su presencia se respiraba en cada rincón del apartamento, como si emanara de las paredes, no me la podía sacar de encima, me decía una y otra vez, nunca podría volver allí, porque cada objeto me miraba con los ojos de Amanda.

En el cuento se vislumbra que esas prendas olvidadas reflejaban el deseo de que ella se hubiera mudado con él, para siempre, de ahí los reproches, lo que es mi propia interpretación de esa escena y por eso la escribí de esa manera, aunque lo de la cartera sigue siendo inexplicable.

Se es libre de suponer que después de la cena Wilgot se fue a su casa y Amanda a la suya, ya moribunda. Eso es lo más verosímil, pero la propuesta de una última noche deja algo colgando en el aire, al menos en el cuento. Una insinuada despedida romántica implica y exige una acción en mi cabeza y en la cabeza del lector, ya sea mi mujer, Evita o el mismo Wilgot. La escena estándar es una cena con velitas y champán, muy íntima, música bajita, las manos en las manos y los ojos en los ojos. Después, se coge. Tuve muchas ganas de relatar con más detalles ese último encuentro que suponemos apasionado y desgarrador, pero Wilgot se negó a cooperar. No sé qué pasó ni antes ni después de la última noche en la vida de Amanda, ni veo que esa noche fuera la clave de nada. No tengo material para elucubrar mucho sobre esta mujer, su personalidad, el perfume que usaba, el timbre de su voz, la calidad de su sonrisa o el parpadear de sus pestañas, porque la conozco sólo a través de Wilgot y las fotos de los diarios. Ni siquiera sé cuánto duró esa relación ni en qué sentido podría perdurar más allá de la muerte, ni la razón por la que Wilgot no me la presentó, teniendo en cuenta que soy su único amigo, aunque eso tampoco lo sé cien por ciento porque pueden existir amigos que yo no conozco. La vida está llena de secretos y no tenemos idea de la discordancia que lo llevó a matarla. Wilgot nunca me contó el motivo, pero todo indica que fue un crimen premeditado que él planeó andá a saber por cuánto tiempo. El cuento no da una respuesta porque yo no tengo una respuesta. En todo caso, no es lo mismo un crimen pasional cometido en el afecto del momento. Si la hubiera matado a puñaladas en un arrebato furioso de celos, the uruguayan style, me hubiera ahorrado un dolor de cabeza.

Lo que mi amigo me contó sin tapujos es que él podría haberla matado sin dejar rastros, que tenía el conocimiento requerido para cometer el crimen perfecto, lo que nos lleva a pensar que el motivo no tuvo nada que ver con los celos, algo que se insinúa en el cuento. Lo que queda, entonces, es el fuerte deseo de Wilgot de pasar los últimos años de su vida en la cárcel. Desde que lo conozco rondaba ese tema. Insistía en que la vida no tenía sentido, así como la teníamos encarada o de la manera que fuera que se nos ocurriera encararla. Uno de los trucos que tenía para dormirse cuando estaba en vela era imaginarse preso. Decía que era lo que lo salvaba en los momentos más negros de su vida, cuando se sentía obligado a hacer cosas que no quería hacer. Era una fantasía que lo arrullaba en sus peores noches. En una cárcel no tengo que saldarle cuentas a nadie, las reglas son siempre las mismas, insistía, te aseguro que me alcanza con visualizar la escena para dormirme a los diez minutos.

Foto del artículo 'Amanda o La mujer del ministro'

Ilustración: Belén Valverde

Si bien Wilgot vivió dos años en Montevideo como investigador en un proyecto de intercambio científico y hasta trabajó en un laboratorio en la avenida Ocho de Octubre, no tenía idea de cómo funcionaba el régimen carcelario uruguayo. Le enumeré las cosas que le podían pasar en el Comcar para que entendiera por qué a mí no me atraía para nada la idea de pasar el resto de mi vida en la cárcel. Yo vivo acá, me contestó; Halden es un hotel de tres estrellas. Se ponía pesado cuando entraba en el tema y cuando me incluía en ese razonamiento, como si yo también estuviera cansado de pelearme con la vida; sin embargo, nunca había llegado a mencionar la posibilidad de que un crimen premeditado, que aseguraba una larga condena, le pudiera dar una apertura a una vida más llevadera. Siempre lo interpreté como una metáfora. Aunque pueda ser una trampa o un recurso para desviar la atención de algo más negro y profundo, todo indica que Wilgot se considera afortunado por haber sido condenado a veintiún años, la pena máxima en Noruega. Una condena que se justifica sólo por la condición sociopolítica de la víctima, porque si se tratara de una puta cualquiera de las que pululan por la Skippergata, no le dan más de siete años.

No me creo que la haya matado sólo para asegurarse una larga condena. Algo se me escapa. No me queda duda de que este loco se metió hasta lo más profundo del escroto con la mujer de un ministro, bellísima, mucho menor que él, representativa, como dicen aquí, que partía las piedras, como decíamos allá hace cuarenta años, cosa que ya no es correcto expresar de esa manera, pero que describe muy bien la potencia física de esta mujer. Un poco como mi jefa, con la diferencia de que Amanda era bella en uno de los sentidos clásicos de la palabra, etérea, con un cuerpo de diosa griega, natural, esculpido por la genética, con un corazón tierno y sensible y un gran interés por ciertos temas filosóficos, un combo que terminó despeinando a Wilgot, que siempre tiró para ese lado, más que para la política, por ejemplo, o para temas más terrenales como la desintegración del planeta en sus mínimas partes. Eso sucede con ciertos científicos que sospechan la presencia de un dios o un ente superior creador totalitario de todo lo que ellos no pueden explicar con ayuda de la ciencia.

La cosa es que Amanda le cambió la vida y lo llevó al fondo de la nada, aunque él afirma que no y que, si bien es cierto que hay momentos en que se aburre en la cárcel, esa experiencia lo ha llevado a comprender el sinsentido de la vida, que si no lo discute conmigo es porque soy el tipo de persona que jamás se entretendría cazando moscas para matar el tiempo, que lo más fácil habría sido matarse, pero que a él no le gustan los atajos. Algo hubo allí que no logro captar. Yo estoy bien, me repite de vez en cuando, nunca estuve mejor. Aquí sé dónde estoy, no tengo necesidad de inventarme un hogar. Aquí nunca se termina el papel higiénico, no hay fotos ni cuadros colgados en las paredes, ni floreros donde se marchiten las flores, ni olores que no provengan más que del proceso de putrefacción de mi cuerpo. Está todo pago, no tengo cuentas con nadie.

Otra cosa que me dejó pensando es que Amanda es enterrada al otro día de su muerte, y esto no tiene nada que ver con Wilgot. Aquí los muertos se entierran más o menos a los siete días del deceso, no sé si tiene que ver con que son protestantes o es sólo una tradición nacional o nórdica, porque algo similar se estila en Suecia. No sé si Amanda era católica, pero si la entierran a los siete días, se le hace imposible a Wilgot participar en ese entierro, lo que lleva al colapso total del cuento. Lo otro que hay que tragarse es el tema de la autopsia, algo que no se hace en dos patadas en un fin de semana con un forense de guardia que siente los ojos de la nación entera clavados en la nuca. El infeliz estaba metido en un caso que exigía una minuciosa investigación policial, nota bene que Amanda era la mujer de un ministro, no una reventada que habían encontrado tirada en un basural, con los ojos duros de una sobredosis.

A ella la enterraron al otro día de su muerte, un domingo, como en el cuento. Murió en su casa, el sábado cerca del mediodía, sin asistencia médica, esperando a que se le pasaran los mareos y el dolor de estómago. Eso es vox populi porque es lo que se había dicho en el noticiero de la noche del sábado, en las redes y en las tiradas extras de los diarios. La madre fue la primera persona que sospechó que no había sido una muerte natural. Es recién el martes, cuando se llevan a Wilgot, que se abren los portones del infierno y el escándalo se convierte en un incendio difícil de sofocar.

A la autopsia se la tendrían que haber hecho el mismo sábado por la tarde, cosa poco probable debido al tiempo que necesitaron sus allegados para reponerse de la sorpresa y la consternación, pero posible, ya que es un procedimiento que sólo lleva entre dos y cuatro horas. El resultado de los análisis de los tejidos de los órganos tarda como mínimo un par de días, lo que indica que aún no sabían la causa exacta de su muerte cuando la enterraron. Me imagino que la abrieron, le sacaron las pruebas para las biopsias de los órganos claves, la cosieron y la enviaron a su casa para que la pudieran velar y luego enterrarla lo más pronto posible. Pudo haber indicaciones de que se trataba de un envenenamiento con una sustancia conocida, obvia a los ojos de un experto, que el forense identificó de inmediato, y que se haya conformado con eso a la espera de los resultados de los análisis que le confirmaran la hipótesis. Nada se sabe con certeza, pero se puede deducir, sin necesidad de ser un detective, que durante el fin de semana la policía fue atando cabos y no pasaron más de dos días para que decidieran visitar a Wilgot.

La inverosimilitud que salta más a los ojos es que todo se hizo muy rápido, como si hubiera sido la familia de Amanda o los representantes máximos de la nación quienes hubieran tenido interés en ocultar el verdadero acontecer de las cosas. Sólo un texto más extenso podría profundizar en los tejes y manejes del poder de la clase política, lo que rebasa mi nivel de ambición literaria. Sea como sea, lo que todos deberíamos presentir es que había un aparato más o menos aceitado que trataba de minimizar los daños colaterales del escándalo y por eso la enterraron antes de que se le enfriara la sangre.

El otro problema es su viejo colega, que entra al cuento sin golpear la puerta. Eso es cuestión de gusto. Yo me hubiera saltado ese fragmento. Les explico por qué lo tuve que poner. Nunca me quedó claro si el viejo sabía del enredo de Wilgot con Amanda, ni si la conocía. El pésame casi imperceptible, el discurso sobre el insulso final de los días y las no tan sutiles opiniones sobre el adulterio podrían indicar que Fabricius estaba más al tanto de lo que me imaginaba, cosa que me duele un poco, pero no me sorprende. Lo de Fabricius encarna los huesos y nos pinta el medio científico en el que se movía Wilgot, pero no le saca ni le pone a la esencia del cuento. Wilgot lo visitaba seguido y lo escuchaba mientras tomaban whisky envueltos en las espesas nubes del humo de los habanos, con la gorda siempre a mano para llenarles los vasos. Fabricius era un hombre desencantado de la vida, que esperaba la muerte con calma, convencido de que era lo único que podía dar término a su desidia, una especie de muerto andante. Es indudable que había algo en su discurso que atraía a mi amigo. Estoy seguro de que ese corto pasaje está de más, que no aporta nada al relato, pero Wilgot me pidió que lo pusiera, que el hombre ya había muerto, que le habían prohibido ir al entierro, que lo hiciera como un homenaje, que Fabricius le había revelado muchas verdades, que le había dado firmeza en la mano a la hora de servir el brandy, que el viejo había descubierto la sinrazón de la existencia, que se había dado cuenta de todo lo que había que darse cuenta, que no se lo podía negar.

Lo que Wilgot me agradece es que no se me ocurrió escarbar demasiado en detalles más o menos íntimos de su pasado. Del relato se desprende que él es divorciado o separado, que tiene un hijo que se llama Elías, que estudia en una universidad sueca y se mencionan hijas mayores, que no se cuantifican ni se nombran. Son dos. Siempre bromeamos con que entre los dos tenemos media docena de hijos. Es cierto que habían alcanzado dos minutos para que a Elías le diera un soplo al corazón cuando vio a Amanda desde la ventanilla del bus en su última visita a Oslo y no sabemos si envidió a su padre o si realmente se alegró de verlo feliz. Es cierto que el hijo lo llamó la noche del domingo, pero al diálogo lo inventé yo, porque Wilgot nunca me dio los detalles de esa conversación, sólo me dijo que Elías parecía apenado por otra cosa, que lo había notado distante cuando le balbuceó un pésame desganado, como si sospechara la verdad, como si algo monstruoso e inexplicable se hubiera filtrado del Aftonbladet.

Si el cuento hubiera seguido, habría exigido que se contara que ni la ex ni los hijos lo van a visitar, cosa que ya no le importa, lo que por un momento me hace pensar en mi propia relación con mis hijas, de las que estoy distanciado desde hace mucho tiempo. Lo que él no sabe, lo que aún no me decido a contarle, es que el hijo dejó los estudios y está internado desde hace tiempo en un manicomio sueco, que las hijas me han dicho que les cuesta encarar la vida después de lo que pasó y que, por ellas, que se pudra en la cárcel, lo que nos llevaría a la trama de un cuento más largo, en el que podría relatar el encuentro que tuve con las dos en Moss, un encuentro muy dramático que terminó en una hecatombe de gritos y lágrimas.

Otra cosa que omito en el relato es mi propio rol en la historia, porque no lo considero relevante para el cuento. En la vida real, sin embargo, hay un antes y un después, tratándose de un crimen en que el asesino es tu mejor amigo. El interrogatorio al que me sometieron tampoco es relevante para el cuento, aunque me haya complicado la vida en muchos aspectos. Yo no tenía idea de los puteríos de Wilgot. Cuando la policía me preguntó si había notado algo que me hiciera pensar que mi amigo era un asesino en potencia, les contesté que Wilgot era un hombre que ocupaba poco lugar, un científico muy culto y de buenos modales, muy elegante y discreto, que no lo veía matando a nadie. Estaban como locos. Me escupían las preguntas a dos centímetros de la cara. De pronto me preguntan sobre sus preferencias sexuales, como si yo tuviera algo que ver con eso, si andaba con putas, si miraba porno, si le gustaban los menores.

¿Por qué viajaba tan seguido a Tailandia? Nunca había pensado en eso, no tenía idea. Es cierto que en alguna de esas noches de copas, cuando entrábamos en el tema de las mujeres, él había comentado la belleza ingenua y primitiva que habitaba en esos cuerpecitos morenos, jóvenes, esbeltos, baratos, que a veces lo tentaban, pero que eran las playas, el sol, los contrastes con su vida diaria y aburrida, la sensación de libertad y los deliciosos masajes lo que lo llevaban hasta allí una vez por año. Jamás me dio detalles explícitos de sus correrías. Cuando tocaba el tema, lo hacía en términos generales, como si él sólo fuera un voyerista que se entretenía con los puteríos de los otros, pero la policía no dudaba de qué hacía un hombre ya entrado en años que se larga solo dos semanas a Phuket o a Pattaya. ¿Cómo explica los viajes de su amigo? A mí me consta, les dije, codo a codo con mi abogado, que a esta altura de la vida a nadie le llama la atención que la gente se vaya de vacaciones a Tailandia, preferentemente en febrero, cuando tenía los depósitos de vitamina D a ras del suelo. Iban por la comida exótica, los cócteles, las playas, la leche de coco, los masajes, los mariscos, los precios irrisorios, el glamur de las fotos que subían a Facebook con un estatus más alto que las que subían de Gran Canaria, pero más bajo que las que subían de Bali o Hawái.

Algunos se traen a las pakis y hasta se casan. No me llamaría la atención que alguno de ustedes esté casado con una tailandesa, o que tengan algún colega de otra sección en esa situación. Apuesto la cabeza. Muchos encuentran el amor y muchas pakis salen de la pobreza. Un negocio en el que ganan todos, ¿no es cierto? A veces se viaja en busca del amor, cuando no lo encontramos en casa. Nosotros y ellas, que también tienen derecho a la felicidad y cruzan océanos en busca de una vida más plena, ya maduritas, cincuenta plus, sesenta plus y hasta setenta plus, viudas, divorciadas, abandonadas, sedientas de ternura, viajan a las playas de Gambia, Kenia o Jamaica, y a veces sucede que si son afortunadas también surge el amor como de la nada y vuelven con un negrito del brazo, o con un joven hombre de color negro, si les viene mejor el término, y hasta se casan y alcanzan un grado de felicidad del que carecían antes de partir. Les aseguro que no tengo idea de lo que hacía Wilgot en Tailandia, pero creo que todos tenemos derecho a la felicidad y al amor. Y no pude seguir con mi discurso porque estos lascivos hijos de su inocente madre me patearon la silla y me dijeron que si seguía despotricando me iban a dejar dentro.

Si no fuera por el abogado me hubieran molido a palos allí mismo, antes de pasar a interrogarme sobre mis propias preferencias sexuales. Les contesté que eran normales, como las de la gran mayoría de la gente, que no sufría de ningún tipo de perversión o desvío de una conducta sexual normal. ¿Podría desarrollar un poco más sobre lo que usted considera una relación sexual normal?, me preguntó un flaco chupado andá a saber por qué vicio, somos tan diferentes en ese aspecto, se explicó, sin otro argumento que una sonrisa babosa. Normales, es decir heterosexuales, le contesté, con mi mujer arriba o viceversa, a veces en cuatro patas, por adelante o por atrás o alguna que otra posición más o menos incómoda teniendo en cuenta nuestra edad. Practicamos mucho sexo oral, que nos encanta a los dos, el sesenta y nueve la mayoría de las veces, sexo anal no más de tres o cuatro veces al año porque Greta sólo lo permite cuando está muy pero muy caliente, que a mí me encanta y que me gustaría practicar más seguido.

Nuestro sadomasoquismo se remite a alguna palmada en la cola, arañazos, mordidas, algún que otro pellizcón. No tenemos juguetes, pero hemos considerado adquirir algún accesorio debido a las limitaciones de la edad, que se nos hacen cada día más presentes. El flaco desconectó el grabador y me dio las gracias. Al otro día interrogaron a mi mujer. Las relaciones sexuales con mi pareja son cien por ciento normales, les contestó, y los degenerados no le pudieron sacar detalles porque Greta se negó con terca tenacidad a desarrollar el tema.

Molestos por mis discursos de igualdad de género y empoderamiento de la mujer, aprovechando que el abogado había tomado una pausa para ir al baño, me dieron a entender, out of the record, que lo más saludable era que colaborara con ellos, lo que me llevó a las películas de mafiosos en que los investigadores del FBI negocian con el soplón con la promesa de la rebaja de su condena, lo que termina con la lengua del traidor metida en su propia garganta como si fuera una corbata. A pesar de las amenazas, no me volvieron a molestar. Por suerte, de a poco se fueron convenciendo de que yo no tenía idea sobre las preferencias sexuales de Wilgot, que tampoco tenía nada que ver con el crimen y que era un imbécil que tenía mucho que aprender en la cama. Para que sepas, me dijo el mismo flaco baboso en el último interrogatorio, el santito de tu amigo tenía material en su computadora como para condenarlo un par de años.

Nunca me confrontaron con el material que le requisaron a Wilgot, pero lograron sembrar una semilla negra de duda que germina como si la regara todos los días. Como dije, él nunca me contó que se haya acostado con nadie en Tailandia, por la sencilla razón de que eso se daba por sentado. De hecho a veces comentaba, con un sarcasmo parecido al asco, de los matrimonios de dos colegas de la Pfaz con tailandesas mucho más jóvenes que ellos, no más que niñas, dulces putitas que habían comprado por nada, decía, que les tenían la casa impecable, les cocinaban, se los cogían con gran maestría y sumisión y, lo más importante, no exigían más que ropa barata, perfumes y cremas de supermercado. Echarse un par de polvos al año vaya y pase, decía, pero casarse para comprar una esclava supera mi entendimiento.

Fue un período difícil, de mucho baboseo policial y muchos reproches, discusiones y malentendidos con Greta, con efectos secundarios que persisten hasta ahora, a pesar de que viajé sólo una vez a Hua Hin, en mi luna de miel con mi segunda esposa, y lo pasamos muy bien porque estábamos muy apasionados y el único cuerpo que me interesaba era el de ella.

Acariciar la realidad, me había dicho Wilgot. Más allá es imposible llegar. Él sabe que la intención de acercarme a la verdad me lleva siempre al fracaso. A la verdad se la puede encontrar en los diarios, me dirán ustedes. Debería ser así. La cobertura del caso de Amanda demuestra, sin embargo, que el engaño de la prensa es una forma de ficción bastante diabólica que especula con lo peor del ser humano. Si no me largo a escribir un enfurecido ensayo con las mentiras de la prensa y el monopolio de la verdad es porque me falta la formación profesional para encarar el tema con severidad científica, lo que me llevaría a un pataleo sensiblero que no les va a aclarar nada ni a ustedes ni a nadie.

Lo que Wilgot dice cuando hablamos de literatura es que si en algún momento somos afortunados y creamos algo de magia cuando contamos una historia, lo peor que podemos hacer es revelar el truco, porque entonces se pierde el misterio y el encanto que logramos cuando la narramos por primera vez, lo que me lleva a pensar en que haya algo que él me oculta, por desinterés a que se descubra el verdadero motivo del crimen, que puede ser más complejo o más simple y brutal de lo que se desprende del cuento. No sé qué encontraron en el apartamento. Podría haber estado repleto de cadenas, candados, esposas, látigos de cuero, sogas, consoladores, anillos para mantener la erección, ropa interior de látex o los juguetes más avanzados que se les ocurra, accesorios más o menos indispensables teniendo en cuenta la edad de mi amigo, pero que ipso facto habrían sido destruidos por la policía porque ay, mi Dios, si eso llegaba a la prensa. Nunca hablé con Wilgot de sus preferencias sexuales, que no creo que difieran mucho de las mías. No sé qué tipo de relación cultivaron estos dos ni a qué se dedicaban realmente cuando estaban solos. Si se entretenían con juegos eróticos del tipo que sea o si jugaban violenta o apaciblemente no se sabrá nunca, a no ser que a Wilgot se le ocurra ahondar en el tema, y ni así creo que se pueda llegar al fondo de las cosas. Lo único que tengo a mano es la versión que me ha dado mi amigo, lo que creo saber de él y su modo de enfrentar la vida, a pesar de lo que diga la policía. Interpreto la realidad desde lo que veo, sin trucos, por diversión, por placer o aburrimiento, porque de repente me sirve para una novela o por hacerle un gusto a Wilgot, pero siempre lo más cerca posible de la verdad.

La pregunta del millón es por qué Wilgot, el crítico más importante en este contexto, no reaccionó ante tanta incongruencia, y la respuesta del millón es que cuando me escuchaba contarle la historia estaba convencido de que estaba escuchando la verdad que quería escuchar, incluso cuando lo traté de cerdo. Lográs captar la esencia, los instantes decisivos, insistía, la verdadera causa que me llevó a matarla, como si hubieras congelado un pequeño retazo de mi vida. Algo que me halaga, pero no me convence, porque eso es sólo Wilgot el que lo sabe o lo cree saber, porque en un razonamiento más estricto, ni siquiera es seguro que él mismo sepa la razón por la que se le ocurrió matar a esta mujer.

Foto del artículo 'Amanda o La mujer del ministro'

Ilustración: Belén Valverde

La lluvia me hace creer que el cuento se sigue escribiendo cada vez que hablo con mi amigo o cada vez que pienso en la agonía de Amanda o en los cuerpecitos bronceados en el paraíso veraniego, pero en algún momento tengo que poner el punto final, me guste o no me guste, y por suerte la vida sigue de largo. El otro día me dijo que el cuento lo sigue perturbando, que lo lee cada tanto. El final entre botellas no es lo mejor, me ha dicho varias veces, pero reflejaba cómo se sentía mientras esperaba. No hay duda de que se había acostado borracho sabiendo que lo vendrían a buscar el lunes o el martes posteriores al crimen, plenamente consciente de que lo iban a cocinar a fuego lento en una salsa de preguntas que no quería ni podría contestar, que le exigirían detalles, una explicación punto por punto de las causas que lo llevaron a cometer un acto que lindaba con el terrorismo, que desgonzaba la puerta de la casa del poder. Que yo sepa, él no contestó nada y aceptó su condena sin defenderse, sin abogado, sin siquiera recurrir a la pasión o los celos como causa atenuante. ¿Para qué enumerar todas las preguntas del tedioso interrogatorio?, me dijo cuando le pedí detalles. Me aseguró que a todas las respuestas las habían enterrado junto al cadáver de Amanda y si fui al entierro, agregó, fue porque la quería ver muerta.