Se acerca el verano. Es raro eso de saber, desde ya, cuál será uno de los motivos de nuestra futura infelicidad. Pienso en leer Un soplo de vida, de Clarice Lispector, como para tomar impulso, como para respirar. Lo malo es que no lo tengo en papel y tendré que conformarme con su versión digital. Lo busco y allí está, plano, poco atractivo, idéntico a otros miles. Todo lo virtual es un poco triste, pienso. Lo abro con mi mano de vidrio, o de arena, o de aire, y leo: “Vivir es una especie de locura que la muerte comete”. Tiene razón, siempre tiene razón Lispector, esa es una de sus principales características, tan suya como el color de ojos o lo lisito del pelo.
Leo y no puedo evitar pensar que todo lo virtual es un poco trágico. Uno se va quedando sin cara, sin cuerpo, sin nada. ¿Vivimos o soñamos? Quién sabe. Lo único claro es que queremos ser parte, estar allí, no perdernos de nada. Queremos ser contemporáneos. Y lo queremos a cualquier precio. Sin importarnos el cómo, el por qué o el para qué. Sin darnos cuenta de que ese deseo mudo nos vuelve sumisos y manipulables, ¿una entrada?, ¿un ticket?, ¿la tarjeta de puntos?, ¿el pase gratis para ver el último espectáculo?
Todo lo liviano, lo excesivamente liviano, es también un poco triste. Esta idea se me apareció un día, hace poco, cuando fui a comprarle un regalo a un niño. El regalo que le compré, lo noté tarde, tenía esa molesta característica, la de ser excesivamente liviano. Podría haberlo tirado por error en un contenedor de basura, podría haberlo olvidado en un muro o podría haberlo revoleado sin gracia por el aire. No hubiese importado, porque no era nada. Era la misma nada envuelta para regalo. El problema es que los niños lo saben. Porque, ¿qué es lo primero que hacen cuando reciben un regalo? Lo sopesan. Si es liviano, si es excesivamente liviano, es muy probable que sea una estafa, un fiasco. Y cuando lo descubren, se desinteresan enseguida.
Las razones que usamos para explicar nuestros actos, para justificarnos, pueden ser también excesivamente livianas. Dice Jerry Seinfeld —¿Jerry Seinfeld?, eso es bastante contemporáneo— en uno de los capítulos de la serie Comediantes en autos tomando café que ya no hay grandes personalidades, ya no hay deseo de trascendencia, las cosas se hacen por razones individuales, triviales y nimias. El tipo que se niega a ir a la guerra no porque ideológicamente esté en contra, sino porque ir a la guerra sería malo para su carrera. Y es cierto. Esas no son razones de peso. Esas no son buenas razones.
En similar sentido, el escritor y futbolista Agustín Lucas, en un bellísimo artículo que salió en la diaria sobre este primer mundial de fútbol sin Diego —y en el que hace referencia, entre otras cosas, a la vehemencia y la visceralidad maradoniana, a su ser mítico (esa gente genial de la que habla Seinfeld)—, se preguntaba si en las canchas no quedan ya vestigios de aquellas “demencias estéticas y aquellas puteadas maestras a los poderosos”.
Los pronósticos, al parecer, no son alentadores. Somos una raza descuidada.
Todo lo que no pensamos, todo lo que no pensamos nunca, de ninguna forma, se amontona en alguna parte. Cada tema sobre el que no reflexionamos, cada idea no compartida, no discutida, no dicha una vez, un día, en voz alta, es un desecho cósmico más, con más realidad y peso que un misil balístico intercontinental norcoreano. Cada avance tecnológico al que accedemos, cada consumo al que nos plegamos, cada auricular con forma de caracol presionando una oreja, cada pantalla adherida a una mano, cada decisión vital que tomamos, todo, absolutamente todo, debería ser sopesado, como hacen los niños con sus regalos.
Y también deberíamos ser capaces de desinteresarnos.
Apago el dispositivo electrónico, la maquinaria de la alegría, y manoteo un libro que tengo cerca, vuelvo al papel, su densidad mágica. Leer así, con todo el cuerpo, maradonianamente, es otra cosa. Es una experiencia distinta. Pueden venir ahora a decirme, a gritarme algo, pueden llegar a cortarme el agua, revisar mi pasaporte, hackear mis cuentas bancarias (?). Pueden tocar timbre y hacerme esa pregunta incontestable: ¿tiene algo para comer? Silencio. ¿Sí?, ¿no? ¿Sí pero no? No hay forma humana de responder a esa pregunta. Pero esta vez, sólo por esta vez, no importa. Por buenas razones, por razones de peso, voy a negarme. No voy a abrir la puerta. No voy a ponerme de pie. Salir, participar, ser alguien.