La Dominguera salió por primera vez como comparsa hace unos 20 años. Sin darnos cuenta, cada domingo éramos cientos de personas apretadas unas con otras, en una larga procesión por el Barrio Sur. Esos primeros tiempos transcurrieron con fluida espontaneidad, y también con algún sinsabor. La dimensión del objeto cultural que se estaba gestando con tanta naturalidad siempre me inquietó. La mirada de los otros recorta esa realidad que nos es cotidiana para adjudicarle otro valor. Nos filman, nos fotografían, nos graban y reproducen, nos califican y premian, o no.

El canto clásico de nuestra comparsa siempre fue “seguí que te están mirando”. Es un buen disparador para poner a contraluz cuestiones de la historia de un grupo que, como otros, es movido por la tradición del candombe y, a su vez, pretende cuidar ese legado.

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Foto del artículo '“Seguí que te están mirando”: una historia de la comparsa La Dominguera'

Foto: Marcelo Casacuberta

La comparsa se reúne en el viejo tanque de gas sobre la rambla. Al costado del mural van llegando los tamborileros y lentamente, muy lentamente, arman el fuego para empezar a calentar las lonjas. El mural fue pintado por el Neco hace un montón, y tiempo después lo retocamos entre muchos. Muchos tocadores son los mismos que hace 20 años. Entonces algunos eran niños, y hoy despliegan sus habilidades en la cuerda a la par del resto. Criados “acá abajo”, la mayoría son del Barrio Sur. Algunos pertenecen a familias protagonistas de antiguas comparsas de la zona. Son varias las cuerdas que salen en el barrio y todas son medio parientas.

El encajonamiento del sonido entre las paredes bajas de la calle Carlos Gardel genera un momento de intimidad, de cercanía y, ¿por qué no?, de propiedad del territorio por el que transitamos. No hablo necesariamente de un espacio geográfico, o no sólo de eso. La identidad del Barrio Sur se ha construido casi exclusivamente atada al candombe como legado patrimonial a preservar.

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Foto: Marcelo Casacuberta

En esta atmósfera, los tocadores caminan despacio, imponiendo un ritmo cansino, sufrido, pero sobre todo cadencioso. Es la proporción con la que juegan sus manos sobre la lonja la que produce el rasgo distintivo de los tocadores del sur, reproduciendo en ese gesto cierta tradición, la de un barrio. Es fácil reconocerlos aun si la cuerda está lejos. Más complicado es captar dónde está la magia, quizás porque de algún modo, al igual que con tantas otras expresiones artísticas, parecería que quienes la producen han estructurado sus vidas en torno a su pasión. La música los ha transformado en quienes son: tocadores que han incorporado la especificidad de las técnicas del candombe con inmensa naturalidad para luego afinarse dentro de un grupo en el que cada cual tiene su rol, sin destacar ni sobresalir, sino acompasándose en la creación de un sonido colectivo. Este candombe pareciera dejar fuera, por elección, las grandes manifestaciones de virtuosismo —por ejemplo, la variedad de cortes que desarrollan las nuevas generaciones— y prefiere el toque clásico, conversado, firme y cadencioso.

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Aunque he dejado entrever que esta comparsa aloja su esencia en la cuerda, en su música, se nutre necesariamente de quienes también la gozan: tímidos observadores, vecinos del barrio, personas que bailan sin cesar y arengadores al grito de “¡mueva!”.

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Foto: Marcelo Casacuberta

Así, aparecen las madres bailando, con un montón de gurisitos detrás que miran el vaivén de sus caderas y su cara de goce. Algunos días soy esa, con mis cuatro niños pequeños. Otros, soy una bailarina que mira a los ojos a las compañeras, arenga y se deja arengar. Las bailarinas fuimos, durante este último año, una muestra de cohesión y generosidad a la hora de construir el colectivo, una fuerza que supo encauzar a un grupo en momentos ásperos. Gente que supo trabajar sola y junta, con disciplina y rigor. Somos, también, una suerte de protección para la cuerda: se baila adelante cuidando el avance, abriendo paso en la inmensidad de personas excesivamente poseídas por la música, el alcohol y el adrenalínico baile. Otras veces es la cuerda la que protege a quienes bailan con la mirada atenta de los tamborileros.

Esta manifestación es hija de las reivindicaciones históricas de la población negra, que, en situaciones de extrema vulnerabilidad habitacional, cultural y económica —en definitiva, bajo condiciones de injusticia social—, circula apropiándose de lo que le corresponde: la calle. Ese espacio estigmatizado por ser el lugar peligroso donde sucede todo lo malo es el espacio público en el que se habilita el ejercicio de varios derechos, aunque en ese mismo gesto queda en evidencia la vulneración de tantos otros. Por enumerar algunos: nuestra comparsa tiene grandes tocadores a quienes se les gestionó la cédula para que pudieran participar en la prueba de admisión oficial, así como componentes que viven en la calle o bordean ese nivel de precariedad.

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Foto: Marcelo Casacuberta

La calle, el espacio natural de la comparsa, es un espacio abierto, gratuito, de libre circulación, donde convive, no sin entredichos y discusiones, una enormidad de personas muy distintas entre sí.

Con este telón de fondo, me interesa retomar la cuestión de la excepcionalidad. Me refiero a la mirada de documentalistas, músicos, fotógrafos, investigadores que perciben en una práctica natural y cotidiana una extrañeza. Me animo a arriesgar que la potencia de la expresión cultural del candombe está, además de en la propia música, en el origen ancestralmente callejero de su práctica. Una movida que toma lo que es suyo: el barrio, convirtiendo “la esquina en una obra de arte”, por citar a Wos.

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Foto: Marcelo Casacuberta

Esto tiene dos consecuencias fundamentales. La primera tiene que ver con la ausencia total de control de quiénes participan. Aunque existan formas de autocuidado internas del grupo para amortiguar cualquier conducta que arriesgue la integridad del colectivo, la participación y el acceso son abiertos. Esta libertad atenúa los impedimentos materiales que vuelven inaccesibles otras expresiones culturales para una enormidad de personas que apenas subsiste día a día.

Una segunda implicancia es la resistencia de este candombe a dejarse captar por mecanismos de control. Es larga la lista, pero el enunciado “seguí que te están mirando” nos induce a comprender por qué seguimos para no ser observados, intentando evadir esa mirada. Me refiero a dispositivos que de algún modo intentan encauzar la tradición, a sabiendas de que la tradición se tramita en la calle, en los cuerpos, gozando, pegoteados, disfrutando aun sin permiso.

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Foto: Marcelo Casacuberta

Es esta misma resistencia la que ha permitido que algo de la magia, esa que nos ata, sobreviva a los intentos de poseerla. Sabemos que son esfuerzos en vano.