Parece un delirante sueño de novelista, pero se trata de un hecho documentado: en 1672, el polímata Gottfried Leibniz, en su veintena y sirviendo como asesor en el electorado de Maguncia, se dirigió en una misión secreta a Versalles para intentar convencer a Luis XIV, el Rey Sol, de invadir Egipto.

Este es el punto de partida de El rey y el filósofo, la última novela a la fecha del argentino Daniel Guebel (Buenos Aires, 1956), uno de los escritores más destacados del panorama de la literatura en español actual. La narración, estructurada de modo mayormente epistolar a la manera de Las relaciones peligrosas (1782), de Pierre Choderlos de Laclos, gira en torno a los intercambios de Luis XIV, Leibniz, su secretario y algunos ministros de la corte francesa, entre otros, que se leen intercaladamente. Esta composición (que incluye también algunas entradas en los diarios personales de los protagonistas) nos revela una pequeña sociedad compleja, la de Versalles, en la que las tramas se van armando de a poco: a través de los recuentos de cada personaje, podemos acceder a los hechos de forma facetada y encontrarnos con un mismo suceso contado desde distintos puntos de vista y, en consecuencia, modificado en su esencia. Confinada casi exclusivamente al palacio, la novela funciona de este modo como una muestra de la parte —en este caso, la corte francesa del siglo XVIII— que puede también dar cuenta del todo.

Autor de obras tan disímiles como las novelas La perla del emperador (1990), Derrumbe (2007), El absoluto (2016), El hijo judío (2018) y Un crimen japonés (2020), libros de formas breves como La carne de Evita (2012) y Tres visiones de Las mil y una noches (2018), obras teatrales, guiones y el ensayo Un resplandor inicial (2021), Guebel se sirve en El rey y el filósofo de un hecho concreto para tejer una aventura que se mueve entre los géneros y conjuga elementos fantásticos, melodramáticos, trágicos y cómicos con discusiones sobre filosofía y geopolítica. Los personajes, en este sentido, no podrían ser más adecuados. En su discurrir maniático, el Luis XIV y el Leibniz de Guebel se complementan astutamente: la entrañable vanidad de uno y la impracticidad del otro florecen, mientras ambos discurren sobre temas tan centrales como la muerte, Dios, el amor y la guerra. Así, El rey y el filósofo se arma como un libro complejo que funciona en varios registros, a la vez como festejo de la imaginación desatada y recuperación de un suceso poco conocido, como muestra de despliegue verbal y entretenida novela de intrigas palaciegas, como relato con ribetes históricos y espejo de nuestros destinos sudamericanos.

Sueños de Oriente

¿Es esta, me decía, la ciudad de Las mil y una noches, la capital de los califas fatimíes y de los sultanes?
Gérard de Nerval, Voyage en Orient (1851)

En un fragmento del capítulo diez de la segunda parte de El absoluto, el personaje Pierre Bouchard dice, explicando las razones de Bonaparte para conquistar el país del norte africano: “Napoleón decidió conquistar Egipto como parte de su plan para dominar el mundo. Que no empieza con él, por supuesto. Ya en 1672, Leibniz le mandó un memorándum a Luis XIV indicando que para llevar adelante una verdadera política imperial debíamos ocupar La Puerta de Oriente. Si quiere, hacemos un poco de historia antigua, pero creo que con esto que dije alcanza”.

De este modo, El rey y el filósofo puede ser leída como parte de esa voluntad de hacer “historia antigua”, recuperar este fragmento del pasado e introducirse de modo oblicuo en ese Oriente que tanto intriga a Guebel desde sus principios como narrador. El enlace entre los mundos es, una vez más, la literatura, corporizada en Las mil y una noches, que el autor imagina en posesión de Luis XIV, quien menciona su deseo de mandar a traducir del farsi, acción que, por su parte, acometerá con felicidad Antoine Galland años después. Ese libro, junto con el plan de Leibniz y la sombra de Alejandro de Macedonia, serán, advierte el autor, las líneas que nos llevarán a la empresa de Napoleón, quien a su vez evoca la inspiración de Luis IX.

Efectivamente, el proyecto —que el filósofo nombró lacónicamente Consilium Aegyptiacum— consistía en una detallada fundamentación para la anexión de las tierras del Nilo, con el que Leibniz revivía, de algún modo y bajo otro signo, las obsesiones de conversión de los “infieles” de Luis IX, luego llamado san Luis. A mediados del siglo XI, de hecho, el rey francés había partido en lo que se llamó la Séptima Cruzada, y desembarcó en Egipto, donde, tras la toma de Damieta, pronto perdió terreno y cayó prisionero. Es sobre esta base, por supuesto, que se sostiene la argumentación de Leibniz, que se acerca a la corte del rey más poderoso de la cristiandad, no obstante, con el fin más terreno de distraer a la mayor potencia de la época y enemistarla con el Imperio otomano, su socio comercial y prestamista, según especula Guebel. Como recuerda el escritor, Oriente ocupaba ciertamente un lugar central en los planes económicos que el rey y su ministro Jean-Baptiste Colbert habían visualizado para el reino, y ese interés, combinado con el deseo conquistador, se traducía, a su vez, en hechos tan librescos como la aparición de la primera traducción integral del Corán al francés (y a cualquier lengua vernácula europea) en 1647, a cargo de André du Ryer, o la compilación de Barthélemy d’Herbelot de la enciclopedia llamada Bibliothèque orientale (1697).

Sobre algunos de estos temas, pero mayormente sobre literatura, intercambiamos con Guebel algunos mails, que, para alivio del lector, convertimos luego en una serie ordenada de preguntas y respuestas que reconstruyen una conversación fluida que jamás tuvo lugar.

En el cuento “Problemas del exotismo”, publicado en tu libro Tres visiones de Las mil y una noches, se lee: “Napoleón eligió venir a Egipto impulsado por los libros que leyó y por los héroes que admiró”: los relatos de Sherezade, según esta idea, tienen un lugar fundamental para la invasión del norte de África, tanto como la inspiración que fue Alejandro Magno, quien, por otra parte, habría escuchado esas historias durante sus noches de insomnio.

Por supuesto, es una idea a favor del peso de la literatura, del modo en que la ficción opera sobre la realidad. Bajo esa idea, las acciones de los hombres de poder (al menos de los ilustrados) no dependen tanto del cálculo económico, la voluntad expansionista, el anhelo imperial, etcétera, como de los sueños que alimenta la literatura.

Como si la cruel lírica de la conquista (que para el vencedor se llama épica, y crimen para el derrotado) dependiera menos de la mentira de las “necesidades objetivas de la guerra” que del ciclo incesante de sangre, sacrificio y gloria que cuentan las narraciones que fabrican mitos.

En El rey y el filósofo aprendemos, además, que ese deseo de conquista tiene otras fuentes; que también Luis XIV manejó la posibilidad de la conquista de Egipto, inoculada como un virus en los sueños franceses por el improbable Leibniz.

A juzgar por los resultados, esa inoculación virósica no prendió en el cuerpo del Estado que representaba el Rey Sol. Leibniz, agente del Sacro Imperio Romano Germánico, le llevaba una propuesta envenenada: el Proyecto de Expedición (invasión) a Egipto. La propuesta de Leibniz estaba perfectamente fundamentada y las ventajas de tal acción eran evidentes para la expansión francesa. Pero un pequeño detalle: a Francia esa invasión le hubiese significado entrar en guerra con el Sublime Imperio Otomano, del que Egipto era una de sus provincias. Y los turcos amenazaban al Sacro Imperio Romano Germánico tanto como lo hacía la propia Francia, con sus fuerzas desplegadas en la frontera. Por lo tanto, ese proyecto era un juego de carambolas sobre la mesa europea y el resultado, si Luis XIV se metía en el berenjenal, no habría sido seguro. Y tampoco es que Luis XIV fuera un gran rey guerrero: al final de su vida lamentaba haber perdido tanto tiempo en batallar...

Por lo demás, no estoy seguro de que mis especulaciones se correspondan estrictamente con la verdad histórica, que descubrí o inventé mientras escribía. Espero que al menos resulten verosímiles y dichosas. En todo caso, en El rey y el filósofo quizá lo que más importa son los detalles, el vínculo entre Luis XIV y Leibniz, la fascinación y el recelo mutuos. Pero, volviendo a la pregunta, cuando Antoine Galland tradujo al francés Las mil y una noches, coronó el ciclo de literaturas exóticas y de libros de viajeros (no olvidemos a Marco Polo, a los jesuitas en China...) y sembró la semilla que recogió Leibniz con su propuesta de invasión a Egipto que 100 años más tarde llevó adelante Napoleón, partiendo de una Francia ya muy “orientalizada”.

¿Podés contarme un poco sobre tu descubrimiento de Las mil y una noches, en qué traducción lo leíste, etcétera? ¿Qué es lo que te atrae de estas tramas orientales, que también seducen hoy, por ejemplo, a Mathias Enard?

¡Qué buen escritor es Enard!

No tengo la menor idea de cuándo descubrí Las mil y una noches ni en qué traducción la leí; quizá en una edición abreviada para niños. Por supuesto, buena parte de su encanto es que es literatura infantil para adultos, con sus promesas de duración eterna y de interrupción estratégica que dejaron su marca en la cultura del siglo XX.

Retrato de Luis IX el Santo. Gilles Rousselet, 1620-1686.

Retrato de Luis IX el Santo. Gilles Rousselet, 1620-1686.

¿Cuánto de documentación hay atrás de El rey y el filósofo, que tiene mucho de fantasía pero no menos rigor histórico?

Libros, sí, pero no “libros serios”, sino del estilo chismoso. También tomé un par de personajes y de datos de la serie Versalles, mientras trataba de sustraerme del embobamiento que me provocaban los escenarios y los vestidos y los desnudos de las mujeres de Luis XIV. Y, básicamente, Wikipedia. Hubo quien se recostó en la Enciclopedia británica para articular sus ficciones. Yo desbarranco con Wikipedia.

Y aunque la referencia originaria planta un límite, Wikipedia igual sirve para la invención novelesca porque cada nombre abre una biografía, cada tema abre una explicación, cada explicación agrega nuevos datos, nuevos nombres, que uno investiga buscando diferencias, variaciones, complementos. Con la ventaja añadida de que Wikipedia es un registro de escribientes anónimos y no de firmas prestigiosas, entonces uno puede apropiarse de la información y convertirla en lo que se le da la gana, sin el menor escrúpulo. Y además, pasados un par de siglos, toda información histórica parece ficticia, invención pura, extravagancia.

La hipótesis del origen sherezadesco del psicoanálisis me parece formidable... Creo que está en Tres visiones de Las mil y una noches, ¿no?

Sí. Freud era una especie de orientalista. Y me tentaba relacionar su fascinación por las excavaciones arqueológicas en busca de Troya, cuando Heinrich Schliemann descubría una ciudad debajo de otra, una más antigua que otra, a medida que excavaba (y nunca encontró “la verdadera”), con la teoría freudiana de los niveles del consciente, el subconsciente, el inconsciente, esas ciudades de la mente. ¡Y andá a saber qué sueños o terrores provocaba Freud en sus pacientes cuando los hacía recostarse en su diván (por supuesto, oriental) y veían los fetiches de dioses antiguos de África y Asia que el analista coleccionaba...! Y, por supuesto, sus sesiones organizaban el discurso de los pacientes como relato secuenciado, con el fantasma de la interrupción, la castración verbal, de acuerdo a un tiempo fijado (por él), claro que más breve que el tiempo que manejaba magistralmente Sherezade, con sus cuentos encadenados e interrumpidos al amanecer. De esa lección, creo, proviene Freud. Es un Sharyar que no quiere asesinar sino interpretar, es un sultán que no se deja atrapar por el habla de su presa-paciente.

Creo que tus libros, o al menos una parte de ellos, beben de esta tradición clásica de novelas disparatadas, que desafían los géneros. En El rey y el filósofo, sin ir más lejos, hay de todo: política (pasada y muy reciente, francesa y argentina), historia, ciencia, poesía, filosofía, moda, episodios de ultratumba, romance... Es fascinante ver cómo nos vamos adentrando en mundos siempre inesperados, pero al fin y al cabo no puedo dejar de ver esta novela como parte del universo de Godot, Zama, algunas de las fábulas kafkianas o El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati. Es decir, también como una novela sobre la espera, ¿no te parece?

Estoy de acuerdo.

Leibniz es un personaje metido en un mundo burocrático cuya lógica se le escapa, pero que tiene una lógica, detrás de la apariencia de caos (y la apariencia es algo muy importante en esta corte). Luis XIV, o al menos tu Luis XIV, es un desborde de crueldad y de belleza.

Belleza y crueldad, pero también desborde y orden y simetría y caos y suciedad y miseria y malos olores y dientes podridos y pulgas. Luis XIV me fue apareciendo como un perverso polimorfo insoportable y encantador. Creo, para volver a Oriente, que El rey y el filósofo es también una novela miliunanochesca, con los roles invertidos: al inicio Leibniz es Sherezade (con su seductora propuesta de invadir Egipto) y después el papel lo toma Luis XIV, que demora la resolución del encuentro y atrapa en sus redes verbales al visitante-tentador.

¿Puede la crueldad ser hermosa? ¿Es el estilo una forma de violencia?

La crueldad puede transfigurarse en belleza por la fuerza del estilo. En la vida es un elemento inevitable pero peligroso. Y sí, el estilo es una forma de violencia, porque la literatura está del lado del fuego, y el triunfo del escritor es imponerse, obligar al lector a seguir leyendo una vez que empezó.

En estas novelas tuyas (“miliunanochescas” o, tal vez, orientales) hay un uso subversivo del anacronismo, muy visible desde el lenguaje. En este libro, por ejemplo, se oye a María Teresa de Austria (y, más adelante, a Luis XIV) decir la máxima peronista de que “donde hay una necesidad nace un derecho”. ¿Cuán central es para tu escritura ese juego de espejos entre el presente y el pasado?

Lo que ocurrió en el pasado sucede también en el presente.

Hay también algo en esa mujer, a quien le dedicaste los textos que conforman La carne de Evita, que se arma como un personaje muy visual, desde el vestido, la pose, la voz, etcétera. ¿Hacés vínculos entre estas dos figuras, el Rey Sol y Eva Duarte, y, más en general, entre esa Francia algo decadente pero gloriosa del siglo XVIII y la Argentina?

Escribo con lo que más a mano tengo y con lo que más lejos voy a buscar, pero por mucha japonesería o barroco y chafalonería que impregnen mis últimos libros, son como meditaciones en movimiento sobre la Argentina. Las guerras feudales del Japón del siglo XIV, donde transcurre la acción de Un crimen japonés, parecen las guerras entre unitarios y federales del siglo XIX argentino. Y su Shogun debe elegir para la economía de su país entre lo que se llaman recetas nacionales y populares (peronistas) y las neoliberales.

En El rey y el filósofo, las intrigas y las conspiraciones en la corte versallesca se asemejan mucho a las estupideces de los servicios de inteligencia actuales y Luis XIV exhibe la lengua del poder, su sarcasmo, su cinismo, su pragmatismo, su ambición de totalidad siempre cambiante. Bien actual.

Por otro lado, más allá de tu uso refinado y libre del lenguaje (que no por refinado deja de ser brutal a veces), te han llamado autor “monolingüe”.

Sí.

¿Hay un monolingüismo militante en tu obra, como un antiborgesianismo que, sin embargo, muchas veces bebe de sus mismas fuentes? Porque, a pesar de esto, tu obra es cosmopolita, siempre expansiva...

El malévolo, queridísimo, Luis Chitarroni, crítico y escritor genial y amigo horriblemente ausente, me llamaba “monolingüe” porque efectivamente lo soy. No es algo que me enorgullezca. Manejo diez palabras de ídish, cinco de inglés, tres de francés y pará de contar.

¿Antiborgianismo? Manuel Puig fue antiborgiano porque su mundo no necesitaba nada del mundo que había acopiado Borges. Básicamente, volviendo la especulación filosófica un asunto narrativo. En mis investigaciones literarias de pasados históricos que ficcionalizo a gusto me cruzo con Borges, voy a lugares donde espero no encontrarlo y de pronto ahí está. ¡Qué viejo turro! Borges es una prisión engañosa. Simula no tener límites porque no se ven, tan lejos fue, pero uno está dentro. Si hay antiborgianismo es por procedimiento narrativo: yo elijo la expansión y Borges, la condensación.

Tal vez el anti- fue una exageración, pero me refería a que entre sus marcas autorales está el manejo de lenguas, la traducción, etcétera.

Bueno, a veces el dilema parece de hierro: matar a Borges para que Borges no te mate. Otras veces, usar sus armas para ir más lejos que él. Si se puede, claro.

Retrato de Luis XIV. Gérard Edelinck, 1666-1707.

Retrato de Luis XIV. Gérard Edelinck, 1666-1707.

Hay una tensión con la lengua en tu trabajo, pero se da de otros modos, a través de la anacronía, como decía antes (en Tres visiones de Las mil y una noches, por ejemplo, usás la palabra femicidio en un contexto que le es completamente ajeno), pero también aparece como algo vinculado al secreto (recuerdo en El hijo judío el relato de cómo el ídish es usado para dejar fuera de la conversación a los niños, que no lo entienden).

En El hijo judío aparece la idea de que mi monolingüismo es una manera infantil de respetar los secretos de los adultos, y podríamos pensar entonces que tanto las remisiones a otras lenguas como los cruces de lenguajes de distintas épocas son maneras de intentar constantemente, literariamente, perforar esa veda, esa prohibición anterior.

En El rey y el filósofo se habla en español en cierto momento y ahí se ve de forma muy evidente el artificio general, porque la novela, por supuesto, está escrita en español en su totalidad, pero la ficción supone creer que los personajes hablan en francés, latín, alemán o lo que sea.

La correspondencia de Leibniz y sus escritos están, en su mayoría, en francés. Los siguen, en orden decreciente, el latín, el alemán y algún puchito de inglés. No se sabe que haya escrito algo en español. ¡Había que corregir eso! Pero, por su parte, Luis XIV tal vez lo hablara, ya que su esposa María Teresa de Austria era española. O quizá fingiera no entenderlo para no escucharla, ya que María Teresa también hacía lo suyo en el juego de tronos europeo. Las conspiraciones y las intrigas estaban a la orden del día.

En mi novela venía bien que Luis XIV dijera que hablaba castellano con Leibniz para “practicarlo”. Y eso me permitía, como autor, naturalizar juegos, chistes, alusiones en nuestra lengua: escribir en una forma artificiosa, falsamente antigua, con un toque del castellano de España y mucho del rioplatense, sin olvidar que el “espíritu del texto” era que pareciera una adaptación, a veces simplificada y a veces recargada, del habla cortesana de mediados del siglo XVII y comienzos del XVIII. Hacer estilo, pero no estilo propio, que es una petulancia o una condena, sino el estilo de los ríos y los desvíos del lenguaje, que van por donde se les da la gana, y aquí están en relación directa con el asunto central: hablar, hablar y hablar, de todo y de cualquier cosa, cosmos, máquinas, hemorroides, mujeres, fantasmas, política, crímenes, momias, polvos y filosofía, para demorar la respuesta concreta a una propuesta concreta: la invasión a Egipto.

¿Te ubicás en alguna tradición literaria? ¿Quiénes son tus precursores?

Mis precursores son los autores que se cuelan y se sientan sobre mis hombros para escribir en mis libros.

Nombraste tu admiración por Chitarroni, ¿quiénes son los contemporáneos con los que creés que tu obra puede dialogar mejor?

No lo sé.

Me parece que puede haber un diálogo con escritores como Enard, a quien mencionaba antes, pero tu obra es muy diversa, tus libros son muy distintos entre sí y respecto de los que se están escribiendo ahora en Argentina.

Por otra parte, ¿por qué pensar en los contemporáneos solamente? Cuando leo las listas de “los mejores libros de ficción del año” que publican los medios en diciembre, veo que escritores que no conozco eligen libros de autores que no conozco. Las marcas verdaderas, me parece, están en la visita a los hitos del pasado; no me refiero al histórico, sino a las lecturas que pesaron en su momento y que de algún modo reviven por necesidad o por memoria. Para dar un solo ejemplo: ahora estoy planeando poner a un personaje a viajar en barco desde Le Havre hasta algún puerto árabe, comienzos del siglo XVIII. No tengo la menor idea de cómo eran los viajes de entonces, en qué se viajaba, estoy en cero. ¿Qué hago, qué invento? De pronto, pienso: “Julio Verne. Veinte mil leguas de viaje submarino. Veamos sus recorridos”. Releo el libro. Es como un manual de piscicultura fantástico. No encuentro nada que me sirva para lo que busco, pero en la relectura me doy cuenta de que en mi juventud no hubiese podido escribir La perla del emperador si durante mi niñez no hubiese leído ese libro de Verne. Y el diálogo establecido fue silencioso, porque en aquel entonces, durante el momento de escritura, nunca recordé al capitán Nemo ni al Nautilus: pensaba en Salgari.

El diálogo con otras obras, entonces, siempre es esquivo, incompleto, lateral, indirecto. Y tampoco soy de releer mucho, salvo que haya olvidado enteramente un libro, pero sí visito de memoria los de los autores que me marcaron, me entrego a la contemplación de sus paisajes, a la adoración de los arquetipos.

Retrato de Gottfried Wilhelm Leibniz. Ernst Ludwig Riepenhausen, 1775-1840.

Retrato de Gottfried Wilhelm Leibniz. Ernst Ludwig Riepenhausen, 1775-1840.

En algún sitio te nombraste heredero de Osvaldo Lamborghini, Héctor Libertella y Jorge Di Paola.

¿Heredero yo? ¡No! Admirador y lector.

Me parece muy interesante que rescates sobre todo a escritores populares del siglo XIX, autores de aventuras magníficas.

La aventura es una relación de deseo con lo desconocido, lo inexplorado: es una zona de investigación. Y de conquista. Casi diría que no existe otro género y que podríamos pensar en Tirant Lo blanch, Veinte mil leguas de viaje submarino, Rojo y negro y En busca del tiempo perdido como novelas de aventuras que discurren sobre lo mismo mientras exploran universos diversos. Ahora que hay una idea de que nuestro planeta ha sido lo suficientemente descubierto, que el mundo está agotado, florecen las novelas y las películas espacio-estelares...

Hay algo en tus personajes de héroes como Nemo, que puede ser tan melancólico, tan erudito, encerrado en su porción de civilización andante, aunque no cumplan el estándar del verosímil realista y más allá de que estén excelentemente escritos.

Nemo es un personaje magnífico, una combinación de resentimiento y saber. Y está calcado, o tomado, de otra gran novela de aventuras: Moby Dick. Nemo es la versión francesa del capitán Ahab. Y ambos libros comparten el uso extensivo e intensivo de los manuales de pesca, las enciclopedias... Libros escritos con la biblioteca a mano.

Siento que, en ese sentido, tu literatura es una reivindicación del argumento: en general está bien visto rechazarlo en función del “estilo”, o lo que sea, pero pienso que en tus libros hay un interés por que pasen cosas.

El estilo es lo dado, es el don que uno cultiva o abandona, pero también —en mi caso— es efecto de una subordinación al asunto narrativo, que exige adecuaciones, variaciones. Sí, argumento, trama, hechos, relaciones, acontecimiento. Como grita Valeria Lynch: “Más, me das cada día más”. ¿Por qué abandonar todo eso? ¿En beneficio de qué? ¿Del arte demorado de la coma? ¿Del chiste beckettiano y su reducción a un ascetismo autoflagelante? Prefiero la maravilla al despojamiento.

Foto del artículo 'El lado del fuego'

En todo caso, a pesar de esa diversidad que veo en tu obra, es cierto que El absoluto marcó un punto central. Hace un tiempo Julio Premat decía: “El lugar de El absoluto se confirma observando la bibliografía reciente de Guebel: una serie de otros textos la anuncian, se desprenden de ella o la prolongan, desde prefiguraciones —Derrumbe— a libros que son digresiones y ampliaciones: Los padres de Sherezade, Genios destrozados, El hijo del sol (Genios destrozados II). O textos que completan ciertos aspectos, como la relación con figuras referenciales, la infancia, los conflictos con el padre y su muerte —Mis escritores muertos, El hijo judío—”. El Rey y el filósofo también surge de El absoluto, como una derivación de tu interés por Napoleón y la campaña de Egipto. ¿Se viene una novela sobre san Luis y la Séptima Cruzada?

El rey y el filósofo podría leerse como una precuela de El absoluto, porque expande y da marco a una parte de esa novela. ¡No sé nada de san Luis y la Séptima Cruzada! Esa ignorancia podría ser un excelente estímulo... ¡Otro Luis más! Era el nombre de mi padre...

Ah, el nombre del padre... Aunque fracasada, la expedición de san Luis vuelve a poner a Egipto —pensado como un espacio de contacto entre Oriente y Occidente y, por lo tanto, como la puerta a Tierra Santa— en los sueños europeos. Los motivos confesos, según explica Jacques Le Goff en su libro sobre el rey, son poblar esas tierras de cristianos, parte de su misión autoimpuesta de convertir a musulmanes y judíos, en un contexto de creencia acérrima en el advenimiento del Juicio Final que lo lleva incluso a contemplar la idea de una alianza con el poderoso Imperio mongol. Parece realmente material de una de tus novelas.

Podría ser. La pulsión demente por convencer al otro de que estamos en posesión de La Verdad. De hecho, ya escribí una novela acerca de eso, hace añares, Cuerpo cristiano, con los jesuitas intentando convencer a los indios en sus misiones acerca de las verdades eternas del catolicismo, cuando el idioma guaraní carecía de términos equivalentes a Iglesia, rezar, resurrección, Santísima Trinidad...

Me gusta el asunto, claro. Leibniz pugnaba por la unión de las iglesias cristianas, otra ingenuidad más, en un momento en que cada reino quería fundar su cristianismo de Estado para limar el poder de la curia romana. Y hasta estuve tentado de meterme en el asunto, pero las páginas que intenté no prosperaron. Quizá eso fructifique a futuro...

¿Pensás en tu obra de modo orgánico, como un todo que establece relaciones (tus libros como una serie de mónadas interconectadas, para seguir con Leibniz)?

Sí. Antes, de joven, tenía la impresión de que cada libro proponía un autor distinto, que operaba un corte radical respecto de los libros anteriores. ¡La vanguardia es así! Ahora tengo la sensación de estar entregándome a la expansión, cada libro como una burbuja que se desprende de la burbuja anterior. Y todas brillan en el aire, con su propio grado de fulgor e intensidad, y después estallan.

Ahora que lo pienso, no recuerdo si las mónadas eran sucesivas e interconectadas o autónomas, cerradas y autosuficientes, cada una un universo distinto. Vaya uno a saber. Da lo mismo.

¿A qué te referías, en el programa Los siete locos, cuando lanzaste la hipótesis de que este libro es “un largo viaje hacia la lengua argentina”?

A una ilusión.

¿Cuál?

Una que permita imaginar que se va de una lengua castellana convencional, no marcada, como de traducción, a una llena de inflexiones y recovecos, intensa y disfrutable, donde uno se puede revolcar gustoso, como chancho en un chiquero lleno de margaritas.

Escribiste tu primera novela “histórica argentina”, ¿me podés contar algo sobre ella?, ¿cómo se vincula con el resto de tu obra? ¿Nace o deriva también de El absoluto?

Es una novela breve, inédita, que combina mi interés por “La muralla china” y “La madriguera”, dos cuentos de Kafka acerca del fracaso de un intento infinito, uno sobre la superficie de la Tierra y otro bajo ella. Y en otro nivel, yo estaba atento al resurgimiento de un repugnante chauvinismo, combinación de nacionalismo de derecha con neoliberalismo que ahora asuela estas pampas bárbaras y elige como nuevo enemigo interno a los pueblos originarios. ¡Estos blancos no aprenden más!

Venía pensando en esas cosas cuando en un programa de radio escuché que allá por el 1800 y pico, antes de lanzar la Campaña al Desierto, el general Roca había dicho que el intento del ministro de Guerra Alsina de trazar una zanja para separar al indio del blanco —es decir, para impedir que los indios entraran en malón a los poblados para llevarse vacas y caballos y cautivas— era una estupidez, era como hacer una Muralla China invertida. Ahí todo hizo sentido. ¡La muralla no estaba en la China ni en la Cochinchina, sino acá nomás!

Algo que me gusta mucho de El rey y el filósofo es cómo, de algún modo, se da una suerte de corroboración de la existencia de un diseño divino. Leibniz va con un plan que falla, es cierto, pero esa falla es el germen de lo que va a suceder un siglo después, que es la consumación de su proyecto. ¿Vivimos en el mejor de los mundos posibles?, ¿o sólo las ideas (Versalles, un libro) pueden acercarse a esa perfección?

Si no me equivoco, para Leibniz el mejor de los mundos posibles es aquel que nos toca a nosotros, con nuestro relativo nivel de perfección, de entre la serie infinita de mundos que concibió Dios. Es el mundo posible, no el deseable. Y a joderse.

Versalles, por supuesto, es el testimonio de la historicidad o la finitud de las ideas de belleza. Ayer leí que una cantante multimillonaria gastó centenares de millones de dólares para comprar en Malibú una casa que parece una colección de cajitas de fósforos mal pegadas. Espero que eso no pase con mis libros, que aspiran a la imperfección.

El rey y el filósofo. Daniel Guebel. Random House, Buenos Aires, 2023, 320 páginas.