Siempre fui consciente de tener una personalidad heterogénea. De que mi cabeza está llena de voces contradictorias. Cuando era niña, eso me avergonzaba. Otras personas parecían tener una visión tan sólida de sí mismas, parecían saber exactamente quiénes eran. Yo nunca fui así. Nunca pude disipar la sospecha de que cada elemento que me constituía era el resultado de una serie de accidentes improbables, comenzando por el accidente mismo de mi nacimiento (uno entre 400 billones). A mi parecer, hasta mis más vehementes sentimientos y convicciones tranquilamente podrían ser otros si hubiese nacido en la familia de al lado, en otro siglo, en otro país, con otro dios. Mi mente se perdía en meandros como esos.
Por poner un ejemplo concreto: mientras Asma, mi vecina paquistaní, me pintaba mehndi1 en las manos (le gustaba practicar conmigo), de repente yo imaginaba que era su hermana. Fantaseaba con vivir con ella y saber y sentir lo que ella sentía y sabía. Para ser franca, rara vez entraba en la casa de alguna amiga sin preguntarme cómo sería si me quedara para siempre: cómo sería ser polaca o ghanesa o irlandesa o bengalí, ser más rica o más pobre, pronunciar tales o cuales plegarias o defender tales o cuales ideas políticas.
Como voyerista, no hacía distinciones. Quería saber qué se sentía ser todos los demás. Ante todo, me preguntaba cómo sería creer en la clase de cosas en las que yo no creía. Cuando estábamos reunidos con mi tío Ricky, un hombre muy religioso, y llegaba el momento de que los comensales inclinaran la cabeza, cerraran los ojos y dieran gracias a Dios por su plato de escabeche de pescado jamaiquino, me resultaba sumamente sencillo convencerme a mí misma de que yo también era testigo de Jehová. Me veía a mí misma dejando atrás la isla y arribando a una gélida Inglaterra, temblando y aferrándome con fuerza a la mano de mi propia madre, quien —en aquella visión ficcional particular— era de hecho mi hermana mayor.
No pretendo afirmar que nada de cuanto imaginaba fuese acertado: sólo digo que era un hábito compulsivo. Y lo que hacía en la vida lo hacía con los libros. Vivía en ellos y los sentía vivir en mí. Sentía que era Jane Eyre y Celie y el señor Biswas y David Copperfield. Nuestras coordenadas autobiográficas rara vez coincidían. Ninguno de mis amigos había muerto de tuberculosis, no había sido violada por mi propio padre ni había vivido nunca en Trinidad ni en el corazón del sur estadounidense ni en el siglo XIX. Pero me había sentido triste y perdida, desesperada en ocasiones, a menudo confundida. En virtud de pistas emocionales tan endebles como aquellas brotaban mis sentimientos hacia esos desconocidos imaginarios: sentimientos hacia ellos, por ellos, junto con ellos y a través de ellos, extrapolados de mis propias emociones, las cuales, aunque sumamente triviales en comparación con los grandes dramas de la ficción, guardaban alguna relación con ellos, como cualquier sentimiento humano. Las voces de los personajes se unían al coro de todas las demás voces que me habitaban, lo que contribuyó a volver indistinta la idea de mi voz propia. O tal vez sea mejor expresarlo así: nunca creí tener una voz totalmente independiente de las muchas voces que escuchaba, leía e internalizaba cada día.
En algún punto de esa niñez heterogénea, una vieja caricatura encontrada por azar me produjo un impacto profundo. En ella se veía a Charles Dickens, la imagen viva de la complacencia, rodeado de todos sus personajes como si estos fuesen de carne y hueso. La imagen me reconfortó: Dickens no se mostraba preocupado ni avergonzado. No parecía albergar sospechas de su propia esquizofrenia ni de sufrir cualquier otra patología. Su padecimiento tenía un nombre: novelista. Desde muy joven he adoptado, yo también, esa coartada. Y desde hace años, en las páginas de las novelas, yo he sido niña y adulta, hombre y mujer, de piel negra, marrón y blanca, gay y heterosexual, graciosa y melodramática, liberal y conservadora, religiosa y atea, por no mencionar que he estado viva y muerta. Todas las voces que llevo en mi interior han podido salir a tomar aire, y si bien nunca llegué a experimentar la complacencia que vi reflejada en aquella caricatura (tal vez una ficción en sí misma), con el correr de los años me he esforzado por sentirme menos avergonzada de mi interés compulsivo por la vida de los demás y de las muchas voces que residen en mi cabeza. Aun así, cuando me asalta el antiguo menosprecio de mí misma, intento visualizar aquella caricatura junto con los tantas veces evocados versos de Walt Whitman:
¿Que me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso...
y contengo multitudes).2
Sé que no he de ser la única novelista en desenterrar aquella vieja perla whitmaniana y blandirla en defensa de nuestro arte indefendible. Y no me sería difícil, a esta altura, despacharme con una defensa triunfalista de la ficción y ridiculizar en el afán a quienes consideran la práctica con recelo: me refiero a la clase de lectores que se preguntan cómo es posible que Anna Karenina haya sido escrita por un hombre, o por qué Zora Neale Hurston escribió un libro en el que los personajes negros brillan por su ausencia, o por qué una mujer homosexual como Patricia Highsmith pasó tanto tiempo imaginándose en los zapatos de un hombre blanco (presuntamente) heterosexual llamado Ripley. Pero el espíritu que me anima al escribir ficción no es triunfalista, y tampoco puedo defenderla en esos términos. Además, una voz antagonista en mi cabeza detecta, en los versos de Whitman, una buena dosis de privilegio autoadjudicado. En este momento, contener multitudes suena a un acto de colonización. ¿Quién es este Whitman y quién se cree que es él para contener a nadie? Que Whitman hable por Whitman; yo, si no les importa, hablaré por mí misma. ¿Cómo es posible que Whitman, un estadounidense blanco y gay, pueda, digamos, contener una inglesa negra polisexual o a una persona palestina de sexo no binario o a un bautista republicano de Atlanta? ¿Cómo es posible que Whitman, quien murió en 1892, pueda contener o siquiera tener el más mínimo conocimiento de las particularidades de cualquiera de nosotros, palpitantes de vida?
Esa voz interna sospecha que el problema radica, para empezar, en la palabra contener, la cual parecería compartir una porción de territorio léxico con otros discursos problemáticos. El lenguaje de los derechos territoriales. El lenguaje de la ideología penal. El lenguaje de la política migratoria. Hasta el lenguaje de la estrategia militar. Personalmente, no me sorprende en absoluto que hayamos desarrollado esta hipersensibilidad con respecto al lenguaje, puesto que es algo que llevamos encima, en la boca y en la mente. Está allí, al alcance de la mano, y podemos inducir cambios en él, cambios en ocasiones radicales. Mientras que muchas cuestiones más sustanciales —precisamente, la desigualdad económica, la reforma por la justicia penal, la política migratoria y la guerra— resultan alarmantemente inabordables, el lenguaje se presenta como un campo de batalla accesible. Y al mismo tiempo el lenguaje es, literalmente, el contenedor. Los términos que elegimos —o los términos que los demás nos ofrecen— actúan como contenedores de nuestras ideas, necesariamente dando forma y definición a lo que pensamos, o a lo que pensamos que pensamos. Nuestros argumentos sobre la apropiación cultural, por ejemplo, no pueden más que verse fuertemente influidos por el término mismo. Sin embargo, tratamos esas dos palabras deliberadamente seleccionadas como si fuesen elementales, neutras en sí mismas, caídas del cielo, cuando está claro que, al igual que todo el resto del lenguaje, no son más que un contenedor verbal que, como todos los contenedores de su clase, permite la emergencia de ciertas ideas y restringe las posibilidades de otras.
A veces me pregunto: ¿cómo serían nuestros debates sobre la ficción si nuestro contenedor verbal de cabecera para el fenómeno de escribir sobre los otros no fuese apropiación cultural sino voyerismo interpersonal o fascinación profunda por el otro o incluso reanimación transepidérmica? Nuestras conversaciones seguirían siendo acaloradas, enardecidas quizás, pero estoy segura de que no serían las mismas. ¿No estaremos siendo demasiado pasivos frente a un montón de conceptos heredados? Les permitimos que piensen por nosotros, y que actúen como marcadores de lugar cuando no podemos tomarnos la molestia de pensar. De una. ¡Pero si la tarea del escritor es pensar por sí mismo! E inmediatamente, en esa pomposa declaración exclamativa, una voz interna señala el tufillo delator del triunfalismo baby boomer, de la irresponsabilidad moral de la generación X... Sí, concuerdo con que la tarea del escritor es pensar por sí mismo, si bien para mí esa tarea no denota un estado fijo sino un proceso continuo: pensar las cosas de nuevo, cada vez, en cada situación particular. Para ello se requiere de no poca flexibilidad mental. Ningún lugar común de la cultura —sea pienso luego existo, ser o no ser, zapatero a sus zapatos o contengo multitudes— debe ni puede realmente permanecer inmóvil ni a salvo de las corrientes de la historia. Siempre existe la posibilidad de un cambio radical.
Nos exhorta Whitman: “Reexamina todo lo que te han dicho y desecha todo aquello que insulte tu alma”. Seré totalmente franca: lo que insulta mi alma es la idea —popular en la cultura de hoy y exhibida con grados sumamente variables de complejidad— de que podemos y debemos escribir sólo sobre personas esencialmente similares a nosotros: racialmente, sexualmente, genéticamente, nacionalmente, políticamente, personalmente. Que la ficción sólo puede basarse legítimamente en una conexión autobiográfica autoral íntima con el personaje. No estoy de acuerdo. Si así fuese, no habría podido escribir ni uno solo de mis libros. Pero no extraigo de mi apostasía ningún sentimiento de triunfo. Tal vez lo que ocurre es, simplemente, que ya no queremos o necesitamos novelas como las mías, o ninguno de los tipos de ficciones que para poder existir deben disentir fundamentalmente con la nueva teoría de la similitud. O tal vez la categoría entera de lo que solíamos llamar ficción esté perdiendo sentido para nosotros. Y si suficientes personas rechazan el concepto de ficción tal y como solíamos concebirla, luchar contra esa transformación sería como declararle la guerra a un neologismo aberrante o lamentar la pérdida de un vocablo anticuado. Cuanto ocurre con el lenguaje se observa también en la cultura: lo que no se utiliza ni se desea perece. Lo necesario florece y prolifera.
En consecuencia, lo que me interesa aquí no es tanto del orden de lo prescriptivo, sino más bien de lo descriptivo. Para mí, el interrogante no es si debemos abandonar la ficción (eso es algo que decidirán los lectores, que los lectores ya están decidiendo; muchos se pronunciaron hace tiempo). El interrogante es: ¿sabemos qué era la ficción? Creemos que sabemos. En nuestro distanciamiento la hemos acusado de apropiación, colonización, autoengaño, vanidad, ingenuidad, irresponsabilidad moral y política. Hemos señalado su infinidad de faltas, pero rara vez nos detuvimos a preguntarnos, o a recordar, qué era lo que pretendíamos de ella: qué teorías del yo y del otro postulaba o por qué, durante tanto tiempo, esas teorías fueron tan importantes para tantas personas. Avergonzados de la novela y su costumbre mortificante de poner palabras en bocas ajenas, muchos han emprendido una rápida transición a un terreno que perciben más seguro: el de la autenticidad supuestamente incuestionable de la experiencia personal.
Aquel viejo (y nunca especialmente útil) rezo de escribe sobre lo que conoces se ha metamorfoseado en una especie de amenaza: no te pases de la raya. Este principio admite la categoría de la ficción, pero sólo en la medida en que estemos dispuestos a reconocer y confesar que la experiencia personal es inmaculada e intransferible. Consciente en mostrarle la experiencia personal, con extremo cuidado, al no similar a nosotros, al extraño, incluso al enemigo, pero insiste en que ninguno de estos será verdaderamente capaz de compartirla. La regla también se aplica en la dirección contraria: bajo ningún concepto podemos asimilar, mimetizar ni robar de ningún modo la experiencia de los no similares a nosotros. (Como señaló el filósofo Anthony Appiah, estas ideas acerca de la propiedad cultural tienen algunos cromosomas en común con el concepto de integridad de la marca formulado por el capitalismo tardío). Sólo quienes son como nosotros son como nosotros. Sólo quienes son como nosotros son capaces de entendernos, o deberían siquiera proponérselo. Se trata de una construcción filosófica que depende en su totalidad de la visibilidad y la legibilidad, es decir, de la idea de que podemos determinar con certeza quién es y quién no es como nosotros con sólo mirarlo o escuchar lo que tiene para decir.
La ficción no creía en nada de eso. La ficción sospechaba que las personas eran mucho más que lo que elegían poner de manifiesto. La ficción se preguntaba qué podría constituir, en primer lugar, una similitud entre las personas, dado el profundo misterio de la conciencia misma, que tantas otras disciplinas —en especial, la filosofía— han sopesado durante milenios sin arribar a ninguna conclusión definitiva. La ficción desconfiaba de cualquier teoría del yo que pareciera fundarse mayormente en lo que es capaz de percibirse con el ojo humano, es decir, en las partes materiales y manifiestas de nuestra identidad, claramente distinguibles en la muchedumbre. La ficción —al menos la que poseía algún valor— dudaba de todo, especialmente de sí misma. Albergaba serias dudas sobre la naturaleza del yo.
Al igual que muchos escritores, quiero creer en la ficción. Pero al mismo tiempo estoy llena de dudas, como es mi costumbre profesional. Sé que la antigua defensa whitmanesca necesita una reforma. Contener —como metáfora del acto de escribir acerca de otros— no es concurrente con los tiempos en que vivimos. Tiempos en los que tantos de nosotros sentimos el deseo colectivo, desesperado y justificado de liberarnos definitivamente de las fantasías y las proyecciones limitadas (y limitantes) acerca de otras personas. Con el debido respeto a Whitman, lo relegaré al banco de suplentes y convocaré, en defensa de la ficción, a otra poeta del siglo XIX, Emily Dickinson:
Yo mido todas las penas que encuentro
con inquisidores, atentos ojos—
me pregunto si pesan como la mía—
o si tienen un tamaño menor.3
Estos versos se aproximan a la experiencia de crear personas ficticias. Parten de una conciencia que explora el mundo: alguien que mira, escucha, toma nota. Una cierta sensibilidad acompañada de preguntas. ¿Qué se sentirá ser esa persona? ¿Sentir lo que ella siente? Me pregunto. ¿Puedo usar lo que siento para imaginar lo que siente el otro? En versos posteriores, Dickinson va de lo abstracto a lo preciso:
hay dolor de querer—
y dolor de frío—
una clase que llaman
“desesperación”—
hay destierro de ojos nativos—
a la vista de aire nativo—
Dickinson traza un mapa mental de posibilidades. Pero más adelante, al concluir el poema, admite que ningún mapa mental puede aspirar a ser perfecto, lo que no quiere decir que tales mapas carezcan de propósito:
y aunque no pueda adivinar la especie —
correctamente— aún para mí
un penetrante consuelo consigue
pasando por el Calvario—
notar la forma —de la Cruz—
y cómo y de qué modo se usa comúnmente—
aún fascinados de presumir
que alguno —son como la mía—
Así, a cambio de la posible hybris del acto de contener, Dickinson nos ofrece otra cosa: la fascinación de suponer. Suposición que no presume ser correcta, tal y como yo no presumí que al mostrar la vida de un grupo diverso de personas en mi primera novela lo hice de manera correcta. Pero me fascinaba suponer que algunos de los sentimientos de aquellas personas imaginarias —sentimientos sobre la pérdida del lugar de origen, la ansiedad de la asimilación cultural, las contiendas con la fe y su antítesis— guardaban cierta relación superficial con sentimientos que yo misma he albergado o podría imaginar. Que mis penas no eran del todo ajenas a las de ellos. La alegría, y el riesgo, de escribir aquel libro provenía de la incertidumbre. No había peleado en ninguna guerra, no había estado en Bangladesh ni en la Jamaica de principios del siglo XX. No era, yo misma, inmigrante. ¿Podría hacerle creer al lector en las personas imaginarias que había colocado en esas situaciones ficticias? Tal vez sí, tal vez no. Todo dependería del lector. Al confrontar en la página tal o cual emoción, tal o cual acción, el lector tiene siempre la libertad de decir no me lo creo. Las novelas son máquinas de hacer creer en lo falso, y tanto sus logros como sus fallas se miden con esa vara. Sé que puedo leer la primera oración de una novela y que mi reacción sea: no te creo. Y sin duda más de un lector habrá hecho a un lado Dientes blancos sintiendo exactamente lo mismo.
Sin embargo, este acto de creer del que hablamos no es empírico. Al escribir aquel libro, yo no podía estar lo que se dice equivocada, pero podía no ser en absoluto convincente (y, de hecho, muchas veces no lo era). Podía no lograr que el lector creyera en lo que leía, pero sin perder de vista que ese creer al que apunta la ficción es de una naturaleza muy peculiar si consideramos que todo cuanto abarca una novela es, por definición, no verdadero. Entonces, ¿a qué nos referimos? Como profesora de escritura, he observado en el aula la emergencia de la convicción de que la ficción puede o debe ser el producto de una forma absoluta de corrección.
Los estudiantes me explican que debo creer en su personaje porque así es exactamente como se comportaría un tipo equis de persona. ¿Cómo lo saben? Porque, casualmente, ellos son un tipo equis de persona. O lo saben porque estuvieron mucho tiempo investigando sobre el tipo equis de personas y la novela en cuestión es el resultado de su minuciosa investigación. (En las entrevistas a escritores profesionales suelen encontrarse argumentos similares).
¡Como si la ficción pudiese ingresar en el sistema de creencias del lector a fuerza de argumentos! Como si, dotado de su arsenal de datos sobre lo que un tipo equis de persona siente, es y hace, siempre y en todo lugar, el escritor pretendiera eludir el juicio íntimo del lector, que se elabora oración por oración, momento a momento. ¿Acaso lo que tememos es justamente ese juicio? Es tan incierto, tan riesgoso. No se puede cuantificar: no es un conjunto de datos. Ocurre entre un lector y un escritor. Es un encuentro —o, a veces, un choque— de sensibilidades, que a menudo se manifiesta, como Dickinson bien sabía, en la comparación de una pena con otra.
¿Qué tengo en común con Olive Kitteridge, una corrosiva mujer blanca entrada en años que vivió toda su vida en Maine? Y, sin embargo, sus penas se asemejan a las mías. No todas. Identidad y libro no se solapan a la perfección; hasta la fecha no he hallado ningún libro que lograra algo semejante, mucho menos los míos. Pero parte de la pena de Olive pesa lo mismo que la mía. Si pasara de una escritora como Elizabeth Strout a una como Toni Morrison, sin duda descubriría penas más afines a las mías, por motivos obvios tales como la raza y la clase, dos contingencias que influyen considerablemente en moldear la experiencia de una persona y, por ende, sus sensibilidades. Pero lo que hubo entre Olive y yo existió. Me fascina suponer, como lectora, que muchas clases de personas que desconozco en el mundo real podrían develar, en el espacio íntimo de la ficción, penas similares a las mías. Por eso leo.
No obstante, pareciera que la lectura es más fácil de defender que la escritura. Escribir es un acto de suposición considerablemente mayor. Al presentir esto pretendemos apuntalar la escritura con falsas defensas, como la dudosa noción de que cualquier representación ficcional de la conducta humana podría llegar a ser absolutamente correcta. Comprendo la aspiración (yo misma la tengo), pero lo que no entiendo es cómo es posible que alguien realmente tenga la expectativa de alcanzarla. Después de todo, ¿qué implica decir “¡una mujer bengalí jamás diría eso!” o “¡un hombre gay nunca se sentiría así!” o “¡una mujer negra jamás haría tal cosa!”? ¿Cómo es posible pronunciar algo así de manera absoluta, salvo que ya tengamos en mente una especie de caricatura estática? (Cabe destacar que el argumento “¡un hombre blanco jamás diría eso!” rara vez se esgrime y es prácticamente inimaginable a nivel estructural. ¿Por qué? Porque se trata de una identidad a la cual se le conceden todas las potencialidades humanas posibles, no sólo un conjunto limitado).
Pero quizás esté planteando la pregunta al revés. El contraargumento sería que, si se trata de suponer, el riesgo de error es mucho menor cuando el escritor y el objeto de su escritura son lo más similares posible. El riesgo de contener es el riesgo de presentar conocimientos falsos como verdades: es el riesgo de caricaturizar. Quienes no son similares a nosotros tienen un largo y funesto historial de tratar de contenernos dentro de falsas imágenes. Por eso, sostiene el argumento, si el lenguaje ha de contenernos, que sea al menos nuestro propio lenguaje.
En un mundo ideal, una manera de mitigar el problema de los contenedores falsos sería a través de la variedad. No puedo imaginar que ningún hombre blanco, al momento de la publicación de Corre, Conejo, se haya sentido contenido o amenazado en tanto que hombre blanco por el modo en que Updike representó a Rabbit Angstrom, pero la variedad de representaciones de hombres blancos en la cultura era tal que ninguna en particular debía asumir la carga de representar a un grupo entero de personas. Rabbit Angstrom no era el hombre blanco. Era apenas un hombre blanco entre muchos, y la representación que Updike hacía de él no tenía el poder de distorsionar el capital social del hombre blanco en Estados Unidos. (Mientras que los hombres negros en los libros de Updike, en su mayoría caricaturas, son la prueba misma del contenedor grotesco). Por el contrario, cuando Margaret Mitchell publicó Lo que el viento se llevó, existía una cantidad ínfima de representaciones no tóxicas de mujeres negras en la cultura y, en consecuencia, el daño causado por Mitchell con su tristemente célebre personaje Mammy fue sustancial: inyectó en la cultura una nueva dosis de un antiguo veneno que aún persiste y que se propagó incluso hasta llegar a mí, una niña de doce años en su rincón de Londres en busca de algún reflejo cultural, del tipo que fuera, pero que sólo encontraba espejos distorsionados, clichés monstruosos, ridiculización denigrante, contenedores falsos.
Con estos antecedentes, es natural que temamos y desconfiemos de las representaciones que hacen de nosotros quienes no son similares a nosotros. Tan racional como la conjetura de que quienes son similares a nosotros cuanto menos serán cuidadosos en sus descripciones y los motivarán el amor y el conocimiento íntimo en lugar del prejuicio y la fobia. En los siglos XX y XXI, la escritura de mujeres, y de minorías oprimidas de toda índole, amplió maravillosamente el panorama literario y dignificó penas que históricamente habían pasado desapercibidas o habían sido brutalmente suprimidas y caricaturizadas. Estamos ansiosos por usar nuestra propia voz. Pero en nuestro justificado deseo de nivelar o incluso de anular las viejas estructuras de poder, de reclamar nuestra facultad de acción en lo que respecta a la representación del yo, solemos olvidar el misterio que yace en las profundidades de toda identidad. El misterio de sus contenidos imperceptibles y, en última instancia, inescrutables. El de las penas invisibles que podríamos compartir más allá de nuestras muchas diferencias manifiestas y sustanciales. También olvidamos qué somos los escritores: personas con la cabeza llena de voces y una buena dosis de curiosidad inapropiada sobre la vida de los demás.
La mayoría de nosotros siente amor e interés por su propia vida, por su gente. Nuestra vida es la no ficción. Esta es mi familia. Este es mi vecindario. Mi cuerpo. Mi realidad. La ficción, como modalidad, compartía ese amor y ese interés, pero siempre con su vuelta de tuerca particular. Le interesaba no sólo cómo eran las cosas, sino también de qué otro modo podrían ser. Una vez escribí una novela sobre un chico imaginario con una pluralidad de calificativos: británico, judío, chino. Lo que me motivó fue el amor y el interés, pero un amor y un interés por lo otro. En mi caso, el amor y el interés por el judaísmo y el budismo, dos sistemas de pensamiento que no me pertenecen por derecho natural. Pero también una profunda curiosidad por esa persona imaginada, Alex-Li, cuya voz resonaba en mi cabeza.
Alex-Li es un tipo extraño, obsesivo, melancólico, algo nerd. Aunque no lo delataría en apariencia, probablemente este personaje sea más similar a mí que cualquier otro que haya creado. La pregunta es, entonces: ¿en qué consiste esa similitud? No somos parecidos físicamente. No tenemos los mismos dioses. No pertenecemos a la misma raza ni al mismo género. Pero él es parte de mi alma. Y la ficción es uno de los pocos espacios que quedan en la Tierra donde una oración disparatada como esa puede tener algún sentido. Alex-Li no es correcto. No puede ni pretende representar a la comunidad de personas mitad judías, mitad chinas. En términos kafkianos, Alex-Li apenas se representa a sí mismo. Y por todo esto cabría la posibilidad de que su existencia fuese, de hecho, opresiva, por el simple hecho de ocupar espacio cuando ese espacio podría ser reclamado por un personaje ficcional mitad judío y mitad chino de verdad. Alex-Li no puede defenderse de la acusación, ni estaría en su naturaleza intentarlo. Todo lo que puede decir es que no le preocupa si nadie lo lee, si nadie lo compra, si nadie lo ama. Pero si una sola persona lo cruza en su camino y descubre que los sentimientos de los dos pesan lo mismo, habrá cumplido su absurda misión ficcional en este mundo.
Posiblemente el acto de contener y la fascinación de suponer no sean tan disímiles. Ambos corren el mismo riesgo: equivocarse. Tal vez sólo lo llamamos contener cuando sale mal. El clásico ejemplo es Madame Bovary. Desde hace más de un siglo, incontables mujeres se han identificado profundamente con esta mujer imaginaria, creada por un hombre, quien supuestamente se adjudicó una escandalosa identificación personal con el otro: “Madame Bovary, c’est moi”. Yo soy una de esas lectoras y, sin embargo, en varios momentos de Madame Bovary siento la presencia ulterior de una conciencia masculina, tal como me ocurre al leer Anna Karenina. Es decir que la superposición del yo y del otro a la que Flaubert y Tolstoi aspiraron no es perfecta. Pero es algo. Anna Karenina ha significado tanto para mí como cualquier otra mujer imaginaria.
Generaciones de lectoras nos hemos preguntado: ¿cómo puede un hombre conocernos tanto? Pero el misterio no es tan misterioso. Después de todo, los esposos saben muchísimo de esposas y las esposas, de esposos. Los amantes se conocen el uno al otro. Los hermanos conocen mucho de hermanas y viceversa. Musulmanes, cristianos y judíos se conocen, o creen conocerse. Nuestra vida social y personal es un continuo proceso de ficcionalización, en tanto internalizamos al otro que no somos, lo dramatizamos, lo imaginamos, hablamos en su nombre y por medio de él. La precisión de esta ficcionalización nunca está garantizada, pero sin la capacidad de siquiera tratar de adivinar lo que el otro está pensando no podríamos tener vida social. Una de las cosas que hizo la ficción fue explicitar este proceso, volverlo visible. Toda narración es una invitación a ingresar en un espacio paralelo, un campo de juego hipotético en el que tenés acceso imaginado a todo lo que no sos vos. Y si había algo que la ficción creía sobre sí misma, era que llevaba la empatía en el ADN, que era producto de la compasión. Podría llenar una biblioteca entera con citas autocomplacientes sobre esta convicción, pero he optado por una que encontré recientemente en un texto autobiográfico del maravilloso escritor colombiano Héctor Abad Faciolince:
La compasión es en gran medida una cualidad de la imaginación: consiste en la capacidad de imaginar lo que sentiríamos si estuviéramos sufriendo la misma situación. Siempre me ha parecido que las personas sin compasión carecen de imaginación literaria —la capacidad que nos dan las grandes novelas para ponernos en el lugar del otro—, y son incapaces de ver que la vida tiene muchos giros y vueltas y que en cualquier momento podríamos encontrarnos en el lugar de otra persona: sufriendo dolor, pobreza, opresión, injusticia o tortura.4
Eso creía la ficción sobre sí misma, pero, como cualquier otra creencia, esta no dejaba de ser en gran parte un deseo idealizado. Con el correr de los siglos, ¿la ficción ha sido generadora de compasión o un vehículo de contención? Creo que podemos defender ambas posturas. Con frecuencia la ficción se ha interesado por el otro, pero con más frecuencia aún ha hablado por el otro en vez de publicarlo. La ficción nos dio a Madame Bovary, pero también al Tío Tom. (También nos ha dado otra literatura, una literatura maravillosa que no se interesa en absoluto por seres humanos de ningún tipo y prefiere ocuparse, en cambio, de animales, árboles, extraterrestres, objetos inanimados, ideas, el lenguaje mismo). Pero independientemente de que la curiosidad de la ficción en relación con el otro fuese un gesto compasivo o contenedor, lo que podía afirmarse siempre en cualquier caso es que su interés existía.
Por el contrario, un elemento prominente de la nueva filosofía es el alarde performativo del no interés, un orgullo empecinado en no interesarse por el otro, que a veces se explica como un acto de venganza y otras, como un acto de autopreservación. (Si sentís que el otro irradia odio, es razonable volverle la espalda completamente). Orgullo que suele manifestarse diciendo que algo ya fue, no da y expresiones por el estilo. Y lo extraño es que las personas que ahora relegamos a ese sitio de no interés son justamente aquellas por las cuales la ficción sentía la mayor curiosidad. Los conflictuados, los mentirosos, los que se engañan a sí mismos, los ciegos por elección, los desdichados, los indecisos, los imperfectos, los malignos, los enfermos, los perdidos y divididos. Esos solían ser los habitantes de la ficción.
Lo que todo movimiento de liberación sin duda busca es comprensión y compasión. Sus integrantes quieren ser vistos y nombrados correctamente. Respetados y conocidos. Pero eso no es ni de lejos todo lo que quieren. También quieren ser libres. Quieren educación y derechos y vivir a salvo. A veces, para poder obtener esas cosas emerge una ideología separatista, sencillamente porque no es posible acceder a la compasión del otro o porque en el transcurso de la historia esa compasión nunca se ha manifestado y se da por sentado que nunca lo hará. Todos, en lo político y lo personal, tienen derecho a la ideología separatista. Es el derecho arduamente adquirido del realista político y del estudioso de la historia. Pero de lo que se ocupaba la ficción era de las personas, de todas las personas, todo el tiempo. De ningún modo quería decir que la ficción debía ser sobre todas las personas (rara vez lo era), sino tan sólo que la identidad, las sensibilidades y los sentimientos del lector eran imposibles de conocer, controlar o predeterminar completamente.
Toni Morrison escribía fundamentalmente para su gente. Pero lectores de toda clase asistirán conmovidos a las estaciones del calvario que hallarán en sus páginas. Y, para su sorpresa, encontrarán penas similares a las suyas, así como Morrison encontró penas similares a las de ella en Faulkner y —si leen sus ensayos académicos sobre literatura estadounidense— en miles de lugares más improbables. Incluso si usamos algún grado de separatismo en nuestra ficción —libros para nuestra gente, nuestra comunidad, nuestro público—, la infinita variedad de identidades y experiencias inherente a todo grupo de personas que se autodenomine como tal ofuscará cualquier fantasía que tengamos de controlar las reacciones de nuestros lectores. Puedo abrir una novela escrita por una mujer similar a mí en todos los aspectos —misma raza, clase, sexualidad, nacionalidad, herencia cultural—, leer la primera oración y descubrir que, después de todo, no es similar a mí. Nuestras sensibilidades son distintas. Nuestras penas no pesan lo mismo. Pero ese no será el motivo que me lleve a abandonar la lectura o a sumergirme en ella. Lo único capaz de determinar si un libro es o no adecuado para mí es ese misterioso acto de creer, que el escritor no puede suscitar a fuerza de citar su exhaustiva investigación ni explicando que todo aquello sucedió de verdad. Creer en una novela, para mí, se basa en cierto tipo de oración. La familiaridad, la afinidad cultural y la compasión cumplen su función, pero si las oraciones no me transmiten nada, ninguna otra cosa lo hará. Creo en una oración dotada de equilibrio, cuidado, rigor e integridad. La clase de oración que, contra toda evidencia empírica, me hace sentir que lo que estoy leyendo es, ficcionalmente hablando, cierto.
Actuamos como si no deseáramos que el otro nos conociera, y sin embargo por momentos parecemos ignorar que nos pasamos el día entero ingresando información sobre nosotros mismos en un inmenso engranaje de conocimiento, un engranaje que cree conocer todas nuestras aristas: nuestros gustos, nuestras opiniones, nuestras convicciones, qué compraremos, a quiénes amaremos, adónde iremos. Los actores invisibles que cosechan ese conocimiento no sólo aspiran a conocernos a la perfección, sino también a modificarnos en función de sus propios fines. Sin ir más lejos, este ensayo, con toda seguridad, será devorado por las mismas fauces digitales, y las ideas que expone se transformarán en puntos de datos y tal vez suscitarán respuestas expresadas por medio de frases hechas, primero detectadas por la máquina, luego viralizadas y finalmente devueltas a nosotros como si se tratase de nuestro propio lenguaje. “Zadie Smith ya fue”, “Zadie Smith es todo” o algún latiguillo vernáculo por el estilo. Hemos adoptado el hábito no de experimentar el acto privado y arriesgado de leer, sino más bien de representar cual actores nuestra reacción frente a lo que leemos, lo que seguidamente se traduce en puntos de datos.
Y la cruel ironía de todo esto es que ese yo especial al que nos apegamos tanto, que consideramos intransferible y a partir del cual algunos de nosotros aspiramos a escribir ficción —esas entidades espectacularmente individualizadas que sostienen tal o cual opinión, que se jactan de que una identidad es superior a otra—, es completamente irrelevante para ese otro texto fantasma que subyace a todo lo demás. Para los monopolios tecnológicos que compran y venden tus datos (para los que tu aporte diario de información personal no es más que el producto crudo que habrán de comercializar, como jugo de naranja o cargamentos de maíz) no te revelás tanto por medio de tus posturas y tus declaraciones provocadoras, sino más bien por la frecuencia de tus publicaciones o tuits, su longitud o sintaxis, el patrón de sus enlaces y sus seguidores. No importa si tenés una visión lúcida de los problemas sociales o si los ignorás, si sos patriota o activista. Para ese texto fantasma no sos más que un montón de datos. Sos la persona que tuitea catorce veces en veinte minutos y, por ende, susceptible de algún modo y vulnerable a una clase particular de propaganda política, o bien sos la persona que visita una seguidilla de sitios web de lifestyle y portales de noticias capaces de predecir, con extraordinaria especificidad, las probabilidades de que programes unas vacaciones a comienzos de febrero o votes en noviembre.
Esta versión de tu persona construida con base en datos es correcta a la enésima potencia: todo lo ve y todo lo conoce y, frente a ella, el conocimiento difuso de las identidades que la ficción solía reclamar como propio se vuelve realmente patético. El libro no nos observa mientras lo leemos; no puede metamorfosearse, página a página, para adecuarse a nuestros gustos, ni servirnos únicamente representaciones de personas que ya conocemos y con las cuales nos sentimos a gusto. No puede captar nuestras reacciones ni distorsionar sus relatos para confirmar nuestra visión del mundo o reforzar nuestros prejuicios. El libro no sabe cuándo lo abrimos y cuándo lo cerramos; no puede convencernos de que es preciso que lo miremos ni bien despertamos por la mañana y a última hora de la noche y, aunque puede volverse adictivo, nunca sabrá exactamente cómo ni por qué. Sólo los algoritmos son capaces de todo eso, y mucho más.
A esta altura, la idea de privar a las fauces digitales de su ingesta diaria de vos se ha vuelto inconcebible. Mientras tanto, el círculo cerrado que requería la ficción —lector, escritor, libro— parece tan anticuado que nos cuesta encontrarle sentido. ¿Para qué sostener un diálogo silencioso con una persona invisible sobre cosas imaginarias? Por lo demás, la cuestión de la utilidad de la ficción es otro tema ambivalente. ¿Cuántas historias compasivas sobre el otro tenemos que contarte para que nos consideres íntegramente humanos, tan humanos como vos mismo? Según lo que creas, o bien ninguna de esas historias compasivas surte ningún efecto o bien son los cimientos de todo movimiento de liberación.
En cuanto a mí, como lectora, la balanza se ha inclinado hacia el lado de la compasión. En más de una ocasión he dado vuelta la última página de una novela y fijado largamente la mirada en la contraportada y sentido que ese libro me conocía con una profundidad que honestamente no puedo decir que haya estado presente en muchas interacciones del mundo real con otros seres humanos, o aun en mi conocimiento de mí misma. Porque si bien es posible que el otro no nos conozca a la perfección, o siquiera bien, la cruel verdad es que no siempre nos conocemos a la perfección o siquiera bien a nosotros mismos. En efecto, hay ciertas cosas frente a las cuales la subjetividad es ciega y que sólo los de afuera son capaces de ver. Sin embargo, para nuestra frustración, no existen leyes establecidas que regulen el proceso. Sabemos que algunas representaciones gozan de privilegio mientras que otras son ignoradas, y debemos escrutar el prejuicio en cada instancia. ¿La novela que tengo ante mí intenta ser compasiva o contener? La decisión corre por cuenta de cada lector. Es la labor propia de una conciencia individual y no puede delegarse a argumentos generalizados, ni siquiera al contenedor mental prefabricado de la apropiación cultural.
Podemos sospechar que algunas personas contarán nuestra historia mejor que otras, pero jamás podemos saberlo con certeza. A pesar de la confianza de los cosechadores de datos, no es posible conocer ninguna identidad a la perfección ni en su totalidad. El encuentro íntimo entre un libro y su lector no se puede predeterminar. En otras palabras, aunque un libro se proponga influir en tu conducta, no tiene modo de saber con seguridad si ha logrado o no su cometido. Frente a un libro seguís siendo libre. Entre el libro y el lector sólo existe el riesgo perpetuo de equivocarse, palabra por palabra, oración por oración. La decisión no corre por cuenta de internet. Tampoco del escritor. Sólo el lector decide. Así que decidí.
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