1. Lo que comen

Quien tenga tiempo y ganas puede echar una mirada al perfil de Facebook de Xmue Xmue y curiosear entre sus videos. O sea, el perfil en inglés dice que es de una señorita china llamada Xmue Xmue, pero lo más probable es que se trate de un emprendimiento de quién sabe quién que saquea videos y fotos de alguna red social china (Youku, Tudou, Douyin, abundan). En realidad saquea más que perfiles, pero lo central es el material de (la supuestamente llamada) Xmue Xmue. Como todo originalmente está en riguroso chino, no hay muchas maneras de chequear la veracidad de lo que se afirma en inglés.

Sus videos siguen casi todos el mismo esquema. (Digámosle) Xmue Xmue, una joven esbelta y elegante, llega a la puerta de una casa tradicional china, la abre de una patada y entra al patio, donde está su (se supone) hermano dedicado a sus asuntos. Xmue Xmue lleva en la mano algo comestible, que le arroja a su hermano. Este lo recoge y de inmediato, entre displicente y eficiente, lo cocina al aire libre. Los videos terminan con ambos comiendo.

La gracia del asunto es lo que Xmue Xmue lleva en la mano al patear la puerta. Puede ser literalmente cualquier cosa. Piezas de carne, pescados, mariscos, aves, frutas, verduras, flores, insectos, cabezas de animales, tortugas vivas, serpientes, crustáceos, achuras, el espinazo entero de un buey o una vaca (ayudada por su otra —se supone— hermana, que a veces le da una mano y entonces terminan comiendo los tres). Cualquier cosa. Y su hermano sabe cómo prepararlo. Desde lo más normal (un corte de cerdo, un pescado) hasta lo más insólito para paladares occidentales, todo tiene su ciencia. Puede resultar chocante ver cómo se cocinan unos escarabajos o los pulmones de algún animal de granja, pero no más que ver cuando Xmue Xmue le entrega a su hermano una sandía y este la usa para hacer un guiso con porotos y condimentos de aspecto peligrosamente picante.

Parece estar implícito que Xmue Xmue obtiene sus ingredientes mediante métodos no del todo legales, pero es difícil decirlo. Un par de veces es perseguida por señores enojados, pero su hermano intercede y terminan todos comiendo armoniosamente. A veces el esquema se rompe y se los muestra a ambos en el campo, donde consiguen algo para cocinar luego. Y, de nuevo, ese algo puede ser cualquier cosa, desde insectos o larvas hasta pescados, frutas, hojas o alguna desafortunada tortuga de arroyo.

Además de lo gracioso de la puesta en escena, hay algo muy instructivo y chino en estos videos. No sólo Xmue Xmue puede aparecer con lo más inesperado para que su hermano prepare, sino que este sabe perfectamente cómo hacerlo. Y hay veces que no es nada sencillo llegar a la parte comestible de lo que le proporcionan. Antes de lanzarla al wok, cada cosa tiene sus procesos, que a veces llevan varios pasos (¿cómo cocinar una cabeza de cabra?, bueno, primero hay que tirarla al fuego para quemar el pelo, después...) y luego la cocción en sí es un asunto aparte. Viendo los ingredientes básicos de cada comida, se empiezan a entender esos métodos de preparación chinos que implican cocinar las cosas dos y hasta tres veces.

Xmue Xmue y sus hermanos comen absolutamente todo lo que haya en el ambiente semirrural que los rodea y pueda aportar proteínas. El proceso de volver cualquier elemento digerible una comida sofisticada y visualmente esplendorosa es el secreto de la dieta china. Cuando hay mucha gente que necesita alimentarse, no hay comida despreciable. Todo lo comestible se come, y en algún punto de la larga historia del país algún ciudadano probó todo lo disponible en la naturaleza para averiguar si era digerible. Y si no murió en el acto por la ingesta, comenzó el proceso de buscar la mejor forma de elaborarlo.

Tampoco es que esta sea una peculiaridad china, sino algo común a todos los países densamente poblados de Asia. Para los relativamente menos atestados países occidentales la necesidad de consumir cualquier cosa consumible nunca fue tan perentoria, y aunque algún francés primigenio pensó en algún momento que comer un caracol era buena idea, no existe algo como la muy probable larga lista de mártires japoneses anónimos que fueron experimentando cómo cocinar un pez globo. Gustavo Laborde, doctor en Antropología Social especializado en alimentación, explica el mecanismo: “Las cocinas son el resultado de la actividad política (incluyendo las guerras y las ocupaciones). Las cocinas verdaderas son regionales, porque tienen raíces sociales comunes. Es la comida de una comunidad que usa de modo regular ingredientes, métodos y recetas para producir su comida cotidiana o la festiva, comiendo más o menos consistentemente lo mismo y compartiendo lo que cocinan con los demás”.

Algunas pistas sobre el asunto pueden encontrarse viendo videos de comida al paso del sudeste asiático en YouTube. Hay varios canales que se especializan en recorrer puestos de lo que sea que se acostumbre comer en las calles de Tailandia, Vietnam, Malasia y el resto de la región. En todos estos países la tradición de comida al paso es de una riqueza y una variedad que avergüenzan a la limitada hamburguesa de carrito uruguaya, pero si se observan atentamente las diferencias entre un país y el otro, hay uno que destaca: la comida al paso camboyana es de una diversidad que dejaría asombrada a la misma Xmue Xmue. Dejando de lado la pasión nacional por los huevos de pato fecundados o la ensalada de fruta con ají picante, es bastante desorientador para el espectador occidental repleto de prejuicios alimenticios ver cómo una adolescente rumbo a clases se detiene un momento para comprar un snack y come con deleite una araña gigante frita pinchada en un palito. También es un poco descolocante ver a la cocinera de un puesto que, luego de embolsar un recipiente con alguna comida elaborada y exótica y una bolsita con salsa, anuncia que va a agregar la ensalada y mete en la bolsa una ramita cualquiera de aspecto inane con algunas hojitas adheridas, como arrancada al azar del ornato público. Una explicación posible a estas rarezas nacionales, que se cuenta en otro video y que, a falta de corroboración, es una teoría tan buena como cualquiera, es que durante el atroz régimen de los Jemeres Rojos, durante los años setenta, gran parte de la población de las ciudades se refugió en la selva (hablamos de millones de personas) y una vez allí debió ingeniárselas para sobrevivir comiendo lo que fuera. Una araña gigante se convirtió en una delicia, y luego de la traumática experiencia grupal esa cocina de emergencia se convirtió en cocina nacional. Como se dijo, la explicación es tan buena como cualquier otra (aunque no explica la pasión por los huevos de pato fecundados) y se non è vero, è ben trovato.

Dice Laborde:

Las cocinas se comportan igual que las lenguas. Así como las personas crecen en un entorno lingüístico determinado y aprenden esa lengua de manera vivencial, también se aprende a comer dentro de una cultura alimentaria. Y así como las lenguas nos parecen todas diferentes y las cocinas nos pueden parecer todas diferentes, si las miramos desde el punto de vista estructural son todas iguales. Un esquema explicativo sería así:

1) Todas las cocinas se basan en un limitado número de alimentos seleccionados de entre los que ofrece el medio (por capacidad de acceso y utilización de energía).

2) Todas las cocinas tienen un modo característico de preparar esos alimentos (cortados, asados, cocidos, hervidos, fritos, etc.).

3) Todas tienen principios de condimentación tradicional del alimento base de cada conjunto social (tomate y chile en México, ajo y perejil en la Provenza, soja, ajo y jengibre en China, Japón y el sudeste [asiático], etc.).

4) Todas tienen un conjunto de reglas relativas al status simbólico de los alimentos, el número de comidas diarias, que los alimentos se consuman individualmente o en grupo. Todos distinguimos lo que es comida de desayuno o almuerzo (en condiciones normales nadie se manda unos tallarines con tuco de desayuno) y todos distinguimos comida de fiesta de la cotidiana.

Respecto de la cultura omnívora asiática, Laborde la pone en perspectiva: “Los franceses comen casi de todo, en algunas regiones de Italia se comen murciélagos y en algún cantón suizo comen perros. Es cierto que como en el México prehistórico y en toda América precolombina no hay grandes animales, son culturas que tienen dietas de amplio espectro en las que ingresan muchos insectos”. Un caso interesante es el de la India, subcontinente poblado si los hay, que se encuentra en el eje entre los dos extremos asiáticos y donde la presión de una de las religiones principales hace que los 150 millones de vacas que pastan en su territorio sean animales sagrados desde hace 2.500 años, a pesar de la necesidad extrema de proteínas. De todas maneras, se considera a las vacas fuente de cinco productos “esenciales para la vida”: leche, manteca, yogur, orina y estiércol (los últimos dos no se ingieren). Y nada impide a los habitantes no vegetarianos (65% del total) comer la cantidad que se les antoje (o a la que puedan acceder) de proteínas animales provenientes de aves, conejos, ovejas, cerdos (aunque son tabú para la otra religión predominante), cabras, etcétera.

Resumiendo todo esto, se puede concluir que a mayor presión poblacional, menor tiquismiquismo alimenticio. Una región muy poblada cuyos habitantes quieran mantenerse rozagantes y saludables es una región donde se come de todo. Los países occidentales con más metros cuadrados que habitantes siguen otra lógica, aunque en casos de hambrunas extremas, por ejemplo en la Europa medieval, abundan los registros de gente comiendo cualquier cosa que lograra encontrar, incluso a algunos conciudadanos distraídos. Afortunadamente, esa práctica no se integró al menú ancestral de casi ningún país, salvo algunas raras excepciones.

2. Lo que comemos

Los uruguayos comemos lo que nos ofrecen el supermercado, la feria, el almacén de la esquina y el delivery sobrevaluado de barrio costero. La variedad no es mucha ni poca, pero se ha incrementado en las últimas décadas. No hace tanto era inimaginable ir a la verdulería y comprar kiwis, paltas o brócoli. Tampoco hace tanto que el yogur venía sólo en dos sabores (natural, o sea, sin sabor y frutilla) y que la carnicería no sabía de la existencia de cortes vacunos que llegaron gracias a cierto mestizaje frigorífico regional, como la picaña y la cuadrada. Y el uruguayo de hace 30 o 40 años vivía en feliz ignorancia de la existencia de ese mazacote insulso de color radiactivo al que llaman queso cheddar.

Igual bajo ningún concepto puede decirse que el uruguayo coma “de todo”. Incluso en el espectro del insumo estrella de la gastronomía local, la carne, hay porciones del bovino que no se consumen o sólo se comen localmente en zonas fronterizas, como la ubre y los testículos. Siendo, como es, un país tradicionalmente productor de alimentos, era esperable que los productos locales se mantuvieran en el podio de lo más consumido durante décadas. Pero Uruguay tampoco escapa a un fenómeno global que se acentúa cada vez más: el cambio del esquema de producción de alimentos regional a un mercado global en el que todos quieren comer todo, o al menos lo que esté de moda. El profesor de Filosofía de la Universidad de Tokio Kohei Saito, en su libro El capital en la era del Antropoceno, da varios ejemplos de cultivos de productos originalmente locales que, pasados por el filtro de la economía de mercado y convertidos en bienes suntuarios abiertos al mundo, trastocaron el equilibrio productivo, el ecosistema y la misma sociedad de los países productores. Para Saito, estas sobreproducciones y estos monocultivos son algunos de los peores atentados del capitalismo al medioambiente. El aceite de palma, por ejemplo, cada vez más usado tanto industrial como hogareñamente, literalmente destruyó el sistema agrario de producción de alimentos de Indonesia, en un proceso apoyado con entusiasmo por firmas como Nestlé y Unilever. Hoy Indonesia suministra al mundo millones de toneladas anuales de aceite de palma, pero depende casi en su totalidad de importaciones de alimentos para que su gente coma.

Otro ejemplo de Saito es la palta chilena. Chile produce una ingente cantidad del fruto de moda, sin duda más que suficiente para el consumo interno y de la región. Pero a medida que más y más gente de países desarrollados adquiere el gusto por las paltas, más se exige a los terrenos productores. Habiendo demanda, es ley del capitalismo que la oferta tiene que equipararla a cualquier costo. Y el cultivo de paltas es extraordinariamente malo para el medioambiente, por ser un árbol que necesita tremendas cantidades de agua de riego. Los niveles actuales de producción chilenos están desecando los terrenos cultivados, y la demanda sigue creciendo. El día que algunos cientos de millones de prósperos chinos decidan que quieren untar palta en sus tostadas antes de la sesión matutina de tai chi, gran parte de Chile puede terminar convertida en un erial reseco.

Y a medida que cambian las modas aparecen nuevos castigos al medioambiente. La última atrocidad, de momento, es el auge del açaí, un fruto nativo de la región amazónica que pasó a integrar la temible lista de los “superalimentos” (etiqueta que de inmediato vuelve cualquier producto vegetal terriblemente apetecible para pobladores de países sin ningún problema para mantener una dieta perfectamente saludable con los alimentos a secas que tienen disponibles) y, al volverse económicamente muy rentable, de inmediato desplazó a otros cultivos y comenzó a generar los consabidos trastornos y catástrofes inminentes. El monocultivo no sólo afecta la biodiversidad y el acceso de los pobladores locales a una dieta balanceada, sino que castiga todavía más a la selva amazónica, ya reducida a su mínima expresión, al aumentar la tala para producir más terrenos cultivables.

El mercado global de alimentos es exactamente eso, un mercado. La comida que circula por él no se considera una necesidad humana básica, sino bienes de consumo. Y, como tales, sus destinatarios principales son aquellos que más plata tengan para consumirlos. Por todo el mundo se dan incontables paradojas de productos producidos en determinadas regiones que son demasiado caros, a precios internacionales, para ser consumidos por los locales que los producen. Y para encontrar ejemplos de esto no hay que mirar en lejanos rincones del planeta. Uruguay exporta carne, que ya de por sí es bastante cara para el consumo interno. Los mejores cortes se exportan casi en su totalidad. Pero pocos saben que en el país se produce carne de wagyū, una raza japonesa famosa por la calidad de sus cortes. Con minuciosidad nipona, la raza wagyū se fue criando selectivamente durante siglos hasta lograr una variedad cuya carne tiene determinado veteado de grasa que la vuelve, dicen los que la han probado, insuperablemente tierna y deliciosa. También la vuelve delirantemente cara. El ganado wagyū comenzó a salir de Japón luego de la Segunda Guerra Mundial, por métodos poco amables aplicados por los ocupantes estadounidenses, y la fama de su carne se fue extendiendo. Sigue siendo una delicatessen de precios locos tanto dentro como fuera de Japón, porque criar ese ganado de manera que su carne satisfaga los estándares tradicionales es caro y complejo. Uruguay tiene un rodeo no muy grande de ganado wagyū, pero ni se moleste en preguntar en la carnicería del barrio. Prácticamente 100% de la producción, primorosamente empaquetada y acondicionada, sale bien refrigerada en barco rumbo a países donde los ricos se pueden permitir caprichos. Localmente tal vez alguna parrillada de alta gama con contactos frigoríficos tenga en su menú un corte o dos escamoteados a la importación. Ya lo dice una de las estancias que producen este tipo de carne: “Nuestro producto se exporta envasado al vacío en cajas de 20 kgs. a los mercados más demandantes del mundo”. Se puede descartar de esa lista de mercados a la carnicería Don Eduardo, la parrillada Tres Amigos y el supermercado Firulete de Lascano.

El asunto, entonces, es que el mercado global de alimentos provoca un corrimiento de los productos de mayor calidad desde su zona de origen hasta mesas selectas de San Petersburgo, Los Ángeles, Singapur, Zúrich, Dubái o donde sea que esté la plata en estos momentos. El capitalismo dicta que el crecimiento tiene que ser constante y el consumo que lo fogonea tiene que ir aumentando en consonancia. Además, el capital tiende a concentrarse, pese a lo que entusiastas teóricos liberales suelen decir. Cada vez más gente rica consumiendo cada vez más productos en espacios cada vez más acotados. Y todo esto basado en un medioambiente con recursos limitados. Salvo que se invente un método aplicable para cultivar paltas en la luna con agua de cometas, el apetito de la gente pudiente seguirá desecando Chile.

Dejando de lado la flagrante injusticia alimentaria que este sistema provoca, hay temas igualmente complejos y urgentes. Si toda la buena comida sale de los países productores a los consumidores (y ni un solo barco de los que transportan cortes premium uruguayos a sus destinos se desvió nunca por motivos humanitarios hacia Yemen, Haití o Sudán del Sur) y los países productores dedican cada vez más esfuerzo, insumos y espacio a producir bienes para los ricos, queda una brecha notoria que no se sabe bien cómo llenar: quién va a alimentar a los que producen alimentos. Y no estamos hablando de la gente que directamente pasa hambre (se calcula que para 2030 podrían llegar a ser 660 millones de personas), sino de todos los no ricos que, teniendo fuentes de ingreso razonables y niveles de vida de aceptables para arriba, no tendrán acceso a una variedad alimenticia acorde. Los cuatro puntos que menciona Laborde como base de cada menú regional están siendo desmantelados y cancelados. Por ejemplo, a medida que se llegue al límite de la producción de carne vacuna y siga creciendo el apetito de los países ricos, alguna vez se cruzará la línea luego de la cual será imposible que haya churrascos con los que alimentar a toda esa gente que tendrá plata para gastar, pero no suficiente, incluso en los países tradicionalmente productores de carne. Y mire si el capitalismo se va a perder esos ingresos. Ya hay planes en marcha, algunos directos, otros más solapados.

3. Lo que comeremos

Alguna vez Argentina llevó orgullosa el mote de Granero del Mundo (granero a secas, no “el” granero, porque hay varios; Ucrania, por ejemplo). En 1946 la España de Franco estaba en problemas (aparte del problema representado por el propio Franco): no lograba salir del pozo económico posterior a la guerra civil, la pobreza era extrema, la hambruna iba creciendo y se temía una catástrofe. De esa situación al Generalísimo lo salvó el general Perón, que era un gran fan. Recién elegido presidente, le ofreció a Franco una mano: alimentos a precio de remate. 400.000 toneladas de trigo, 120.000 de maíz, 8.000 de aceites comestibles, 16.000 de tortas oleaginosas, 10.000 de lentejas, 20.000 de carne congelada, 5.000 de carne salada y 50.000 cajones de huevos. Sin mover la aguja del consumo interno ni de las exportaciones comerciales, Perón liquidó la hambruna de toda España. No es de extrañar que al año siguiente, cuando Evita viajó a España, las masas la ovacionaran. Literalmente, su marido les había dado de comer.

Casi 80 años después, en febrero de este año, en Argentina se difunde la noticia de que está en marcha un plan para fomentar la producción de harina de grillos (o sea, grillos molidos), con la cual fabricar panes, budines (por no decir tortas) y pastas. Se hizo una encuesta oficial que reveló que 60% de los consumidores estaría dispuesto a probar estos productos. Dos institutos científicos estatales, el Instituto Nacional de Tecnología Industrial y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTI e INTA, como si fueran dos personajes hermanos de alguna historieta de Dante Quinterno), se ocuparon de investigar cómo resultaban los alimentos con entre 10% y 20% de grillo en polvo, y quedaron muy contentos con los resultados. “Los insectos, junto con las algas y los hongos, contribuirán a la alimentación del futuro”, afirmó con algo parecido al entusiasmo Carlos Morón, funcionario público con el kilométrico cargo de director de Agregado de Valor y Gestión de Calidad de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. ¿Y por qué la gente de la Argentina del futuro no podrá seguir consiguiendo las proteínas necesarias de los productos de toda la vida, como aquellos que tanto bien hicieron a los sufridos españoles del siglo pasado? Bueno, entre otros motivos, porque gran parte del suelo donde se los cultivaba está ahora ocupada en hacer crecer toneladas y toneladas de soja.

La comida del futuro se está desarrollando en dos vertientes, una racional y otra emotiva. La racional se basa en el colapso futuro del sistema alimenticio global, aunque sin nombrarlo. La emotiva, en la supuesta superioridad ética de ciertos alimentos.

El planeta tiene sus límites, pero nada impide estirarlos. Al día de hoy alimenta, con notorios desniveles, a 7.900 millones de personas, y con los niveles de consumo actuales puede alimentar a bastantes más. Se calcula que a unos 10.000 millones, cantidad a la que se llegará alrededor del año 2050, pasado mañana como quien dice. A esa limitante directa hay que sumarle algunas variantes. Un estudio de 2020 indica que la cantidad de gente a la que se puede alimentar sin dañar irreversiblemente el medioambiente es 3.400 millones, la mitad de los que somos en la actualidad. O sea, todavía estando relativamente lejos del límite de gente alimentable, ya se está degradando la capacidad del planeta para producir alimentos. Esos posibles 10.000 millones calculados con datos actuales van a ir bajando, porque se va a poder producir menos. Va a seguir naciendo gente a la que hay que darle de comer, pero cada vez va a ser menor la cantidad de comida. Este mismo año algunos celebraron que en China, entusiasta colaborador del crecimiento poblacional, este se detuvo por primera vez en siglos. Mientras tanto, al lado nomás, en la India, se disparó. Globalmente la cantidad de gente sigue creciendo alegremente, como si hubiera paltas infinitas para todos.

Es necesario, entonces, ir buscando alternativas para estirar algunas décadas la capacidad de llenar las heladeras del mundo. Si los cereales no alcanzan porque los campos están a tope de soja, paltas, açaí o lo que demande el mercado, será cuestión de recurrir a grillos, hongos, gusanitos o alternativas menos agradables aún. En 2017 el alcalde de San Pablo, João Doria, apareció muy contento con un plan brillante para alimentar a los niños pobres: recoger sobras de comida, desecarlas, molerlas y reconstruirlas en una especie de pienso no muy distinto de la comida para mascotas, a la que pensaba llamar farinata, y repartirla en las escuelas. La idea fue secundada con entusiasmo por el cardenal local de la Iglesia católica Odilo Scherer. Un punto importante de la propuesta es que no tendría casi costo para el Estado. Afortunadamente para el sentido común y la dignidad humana, el proyecto no prosperó. Nada indica que tarde o temprano no va a resurgir, con nuevo branding y mejor publicidad.

No es que las alternativas no abunden. Los grillos son una de las posibilidades más avanzadas y ya se comercializan en Europa, desde Finlandia hasta Italia, con el argumento de que son ecológicos, sustentables, buenos para el medioambiente, etcétera. La sustentabilidad es un argumento poderosísimo para alcanzar la psique de consumidores de países prósperos que despilfarran recursos naturales a velocidad de jet privado mientras apaciguan su sentido ético donando a ONG ambientalistas que enseñan a tribus amazónicas a cuidar su medioambiente (esas ONG existen y hacen exactamente eso sin inmutarse ante el contrasentido implícito). Pero, como se dijo antes, el mercado no va a renunciar tan fácil a esos consumidores con pesitos para gastar pero que no van a poder acceder a cosas tan lujosas como el aceite de oliva (debido al cambio climático, su precio se cuadruplicó desde 2020 y sigue subiendo), las paltas o la carne de ningún ser viviente. Nuevas delicias se están desarrollando en laboratorios del mundo (básicamente, de Europa); de momento casi todas están en fase experimental y son enormemente costosas, pero sus creadores tienen gigantescas expectativas a futuro.

La más célebre es la carne artificial, en distintas fórmulas y variedades. La más conocida es básicamente una pasta de diferentes ingredientes vegetales (que incluye, a veces, aceite de palma, el destructor de Indonesia) que, una vez que tiene la consistencia adecuada, es moldeada en una impresora 3D. La dieta de quienes la consuman seguirá estando compuesta de harina de garbanzos, aceite de palma y esas cosas, pero se mantendrá la ilusión de comer un churrasco. Incluso, si los científicos logran el equilibrio justo, un churrasco de wagyū.

Más sofisticada es la auténtica carne artificial, que sigue en desarrollo. Se toman muestras de animales, se procesan, se les agregan nutrientes, se les realizan procesos científicos incomprensibles y eso se multiplica en un aparato llamado biorreactor durante un mes o un mes y medio. El resultado también se moldea en una impresora 3D y listo. Es carne real, sin haber formado una parte constituyente de ningún bicho. De momento su comercialización es casi nula, pero existe al menos un restorán en el mundo que ofrece carne de pollo sintética. El Huber’s Butchery and Bistro de Singapur tiene su propio laboratorio-factoría donde produce cantidades acotadas de falso pollo siguiendo la receta de una empresa de California, Eat Just, que asegura que el producto es seguro, ecológico y con sabor a pollo. Un día a la semana, el restorán lo incluye en el menú. El plato de pasta con falso pollo cuesta unos 14 dólares, porque se ofrece con descuento para promocionar el producto. De todas formas es baratísimo, si se toma en cuenta que producir la primera hamburguesa de carne artificial en 2014 salió 330.000 dólares. Un cronista de la BBC fue al restorán y la probó. Tiene el sabor y la consistencia de un McNugget de McDonald’s. Un estudio de una universidad de California afirma que producir carne de esta manera produce entre 4 y 25 veces más dióxido de carbono que criar y carnear animales a la antigua. Detalles a solucionar, es de suponer.

Luego está el argumento emotivo: es más ético masticar una planta que un cordero, podría resumirse. Es lo que sostienen vegetarianos y veganos, que afirman que su dieta no sólo protege el medioambiente (lo que es debatible), sino que es moralmente superior. Y como el discurso se solapa con las posibles alternativas alimenticias futuras (carne para pocos, farinata para muchos), es abrazado con entusiasmo por muchos apóstoles del monocultivo de superalimentos. Lo curioso es que gran parte de la alimentación vegetariana o vegana está dirigida a mimetizar compuestos de plantas para que parezcan de origen animal. La carne vegetal es su producto más sofisticado y conocido, pero no es difícil encontrar hamburguesas, chorizos, salchichas y panchos vegetarianos. Hasta no hace mucho, una rotisería montevideana ofrecía asado vegetal (los huesitos se hacían con zanahorias y, a diferencia de en el asado real, eran comestibles). Una empresa española ofrece panceta de hongos (“bacon de setas” suena mejor, sin duda). En otro logro científico monumental, una universidad de Inglaterra desarrolló una arveja genéticamente modificada que no tiene gusto a arveja, lo que impide que su sabor interfiera en la preparación de productos veganos. Basta de asado falso con gusto a arveja. Y para recrear estos engendros, una vez solucionado el temita del sabor vegetal, hace tiempo que existen en el mercado saborizantes como el que se promociona con orgullo como “Chicken Powder 100% chicken free” (“Polvo de pollo 100% libre de pollo”). Obviamente, en su envase aparece de forma destacada la palabra Organic.

El futuro, entonces, será de lo que los laboratorios nos consigan para comer. Nos bombardearán a eufemismos y etiquetas y tratarán de reforzar la idea de que nos alimentaremos con “superalimentos amigables con el medioambiente y éticamente aceptables”, obviando la parte del reparto injusto provocado por la mercantilización global de la comida, el crecimiento imparable de la población y la degradación ya consumada del ecosistema (el punto de equilibrio entre la cantidad de gente en el mundo y la producción sustentable de comida se alcanzó en 1973 y se dejó atrás sin un minuto de reflexión). Pero, al menos hasta que esas soluciones parciales también colapsen, lo que se estará encubriendo es que la variedad alimenticia a la que hacía referencia Laborde, típica de cada región o comunidad, desaparecerá para ser sustituida por un mínimo de ingredientes básicos mil veces reciclados y enmascarados. Claro que incluso en el mercado de la comida vegana que pretende ser otras cosas hay delicatessen, como el falso foie gras producido por una empresa española, Hello Plant Foods, que lo promociona como “hiperrealista” a pesar de estar hecho a base de castañas de cajú, aceite de coco, cúrcuma, lentejas, especias y brandi armañac. Pero la mayoría de las alternativas disponibles al día de hoy están lejos de ese nivel de apetecibilidad, por más ingenio y voluntad que les pongan los veganos (es la gente que inventó el merengue hecho con el agua en que se hierven garbanzos, no lo olvidemos). Los “quesos” veganos no logran superar el aspecto gomoso y el color tristón de algo que creció por cuenta propia en el fondo del desagüe del duchero. La harina de grillos (que no es vegana, obviamente) no suena tan mal, pero hay que tener coraje para probar alguna delicia confeccionada con la molienda de larvas de escarabajo del estiércol (autorizadas en la Unión Europea).

El colapso es inevitable. La revolución alimenticia también. Se trata de afirmar que la caída del capitalismo no tanto, pero el sistema tiene incorporado el germen de su propia destrucción y el derrumbe no va a ser agradable. No se puede precisar cuánto va a demorar ese colapso, pero el punto en el que se podría evitar que ocurra ya es pasado. Cómo viviremos luego de esos eventos, si es que sobrevivimos, y qué comeremos está por verse. Parafraseando a Warren Zevon, cuya filosofía de vida era “enjoy every sandwich” (“disfruta cada sándwich”), es conveniente disfrutar cada palta. No se sabe cuál podría ser la última.