“La niebla es amarilla y espesa, se adhiere como una lámina plástica y asume las formas de nuestro cuerpo; tiene sabor (desagradable) y penetra en las casas lentamente hasta ocuparlas por entero, borrando los techos, creando zonas de incomunicación entre cada uno de sus ocupantes”.

Así describe la piel de Londres Emir Rodríguez Monegal. Llama la atención el color (amarilla) antes que la consistencia (espesa). Uno la imaginaría blanca e insípida, sin embargo, también es gris o verde en el campo del recuerdo (Saúl Ibargoyen Islas), incluso amable en la lejana frontera (Enrique Amorim), y puede tener olor a almendras amargas (Daniel Vidart).

Carlos Quijano quiso agujerearla para poder ver al otro lado y “pensar la realidad” en plena euforia por el ascenso de John Fitzgerald Kennedy, en un Uruguay que empezaba a resquebrajarse. Fue también el nombre de una sociedad secreta, masónica, que integraron Julio Verne y Alejandro Dumas. Pero si se quiere encontrar su costado más ominoso, ella sola no alcanza; es necesario asociarla con la noche.

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La frase “noche y niebla” describe, aunque no se recuerde siempre, la desaparición de personas, dando otro sentido a la expresión “NN”. Así, Nacht und Nebel fue el nombre clave de la orden dada por Adolf Hitler en diciembre de 1941 para la eliminación clandestina de opositores políticos. El nombre oficial fue “Instrucciones del Führer y comandante supremo del Ejército para el enjuiciamiento de los crímenes contra el Reich o contra las fuerzas instaladas en los territorios ocupados”, pero, desde 1942, según el estudioso Rainer Huhle, se conoció en las comunicaciones internas entre autoridades del régimen nazi como Decreto Noche y Niebla.

En sus investigaciones, Huhle incluye el testimonio de Arne Brun Lie, detenido en 1943 en Noruega, a la edad de 16 años, y deportado junto con 504 compatriotas al campo de concentración de Natzweiler-Struthof. Allí, dice Huhle citando a Brun, el comandante alemán los recibió con las siguientes palabras: “Bienvenidos a Natzweiler [...]. Este no es un campo de concentración. Es un campo de exterminio [...]. Ustedes están ya muertos [...]. Los destrozaremos, los haremos pedazos, los exterminaremos de noche y entre la niebla, en la noche del patíbulo, en la niebla del crematorio”.

El eco literario anuda el estómago. Se dice que la expresión fue tomada por Hitler del siniestro personaje Alberich de la ópera El oro del Rin, de Richard Wagner. Esa sofisticación, más que el número (ya que los afectados por Noche y Niebla fueron cuantitativamente muchos menos que los que sufrieron el exterminio por razones “raciales” en los hornos nazis), fue lo que hizo decir a los fiscales del juicio de Núremberg: “Tal vez nunca en la historia ha existido un plan tan perverso y diabólico como este para intimidar y reprimir”. Sería cuestión de tiempo. El Plan Cóndor, de las dictaduras del Cono Sur, con sus vuelos de la muerte, no le fue en saga.

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Alain Resnais reflejó la crueldad nazi en su película Noche y niebla (1956, estrenada en Uruguay como Noche y bruma). Ya sea con hielo seco o con procedimientos químicos más complejos, como los glicoles —unos anticongelantes que en mezclas convenientes alimentan las máquinas de humo en los sets de filmación—, la bruma ha sido siempre parte del cine.

Hay ejemplos autorales, como los del griego Theo Angelopoulos. Este verdadero maestro en el uso de este recurso lo utiliza para crear climas de irrealidad interior en el choque con un entorno hostil; como si el futuro ideal estuviera tan lejos que sería necesario tapar el presente, con la bruma, para saltearse lo real y extraer lo utópico de lo que se cree que alguna vez ocurrió. Si bien los ejemplos de Angelopoulos son muchos, comenzando por Megalexandros (1980) habría que citar, por razones obvias, el caso paradigmático de Paisaje en la niebla (1988). Antes que el griego, el maestro japonés Akira Kurosawa ya echó mano a la meteorología, en especial para algunas escenas antológicas de sus versiones shakespearianas, como la inolvidable Trono de sangre (1957).

Desde ahí, pasando (en términos de calidad, no cronológicos) por cine de transición, como Casablanca (1942), ese dramón que el tiempo ha convertido en clásico, la niebla dio su salto con garrocha para ocupar un lugar protagónico en el cine de terror. Lo hizo con tanta elegancia que en el presente su carácter metafísico es casi un desliz kitsch de las nuevas producciones, manteniendo los clásicos como refugio autoral y el terror como nuevo hábitat. Baste nombrar La niebla (1980), de John Carpenter, estelarizada por una Jamie Lee Curtis en su primer zenit (el segundo y definitivo será el actual), quien ya venía de acompañar al director dos años antes en la taquillerísima (y muy “secuelada”) Halloween.

Por el espesor que asume a veces, no extraña que funcione tan bien en el terror e incluso en su parodia (Sombras y niebla, 1991, de Woody Allen). Tampoco asombra, volviendo a la literatura, que algunas visiones poéticas la corporicen y la imaginen como la bufanda con la que el puerto se esconde de los barcos que no quiere dejar entrar (Alfredo Mario Ferreiro), o incluso que la entiendan como un vehículo dantesco adecuado para el invierno de provincia: como escribió el poeta Ricardo Paseyro, se puede “ir en niebla” en un descenso a los infiernos.

Referencias

  • Enrique Amorim, Para decir la verdad, 1964.
  • Alfredo Mario Ferreiro, El hombre que se comió un autobús, 1927.
  • Rainer Huhle, “Noche y niebla. Mito y significado”, en María Casado y Juan José López Ortega (coords.), Desapariciones forzadas de niños en Europa y Latinoamérica, Universidad de Barcelona, 2014.
  • Saúl Ibargoyen Islas, Patria perdida, 1973.
  • Ricardo Paseyro, “Poesía”, 1954.
  • Carlos Quijano, “Un agujero en la niebla”, Marcha, enero de 1961.
  • Emir Rodríguez Monegal, “Redescubrimiento de Londres”, Ficción 14, Buenos Aires, julio/agosto de 1958.
  • Daniel Vidart, Tiempo de dinosaurios, 1984.