Me van a pedir razones.
José Watanabe

I

Al niño le gustaría saber si el minuto en el que su padre atravesó la calle corriendo, para de nuevo descolgar del árbol al Gaucho de la Fuerza, fue en el mundo un minuto de vida o de muerte. Debe haber minutos en los que nacen más personas que las que se mueren y al revés. Alguien, en algún lado, debe de llevar el recuento. En eso piensa, en una bolilla con el nombre del Gaucho en un ábaco de madera, oscilando entre estar vivo y estar muerto. Por la ventana de la cocina ve al hombre, grande, gigantesco, toser en el suelo como el perro epiléptico de la tía Ermilda. Su madre, el tío Tomás, todos le respiran en la nuca y observan juntos los movimientos del padre y el Gaucho. Cuando desaparecen dentro del rancho, vuelven a sentarse a la mesa y esperan a que vuelva con los detalles. Entra agitado y con la camisa húmeda en el pecho. Todos lo miran mientras camina hacia la mesa, mientras se seca el sudor de la frente, mientras balbucea un ya voy o algo parecido que ninguno entiende ni responde. Se sienta y empieza a cortar la carne.

—Casi con la lengua de afuera lo encontré —dice, mientras mastica—. Lo bajé y quedó meta llorar por la Silvia, pero lo hice jurar que se iba a dejar de pavadas. Lo entré pa la casa y le di agua garganta abajo.

—Se va a terminar matando en serio un día y ahí lo quiero ver, cuando se ate y vea que nadie lo va a descolgar.

—Ha de ser algo patológico —dice Tomás, que desde que empezó a estudiar le gusta hablar con palabras importantes.

—Patológico —dice Enrique, mientras niega con la cabeza y hace el gesto de tomar un vasito en el aire. Se ríe y agrega—: Todito el cuello amoratado le quedó, imagínate. Ser pescuezo y tener que sostener semejante cuerpo.

Vicente come el puré en silencio y siente cómo el corazón se le acelera. Se mira la camiseta y ve el movimiento, el bumbum del miedo; al Gaucho de la Fuerza le tiene todos los terrores del mundo. Vive enfrente, es grande, grita y mata gallinas con las manos apenas girándoles el cuello con el índice y el pulgar. Puede cargar dos bidones de cincuenta litros de agua a la vez, con un palo y subido sobre su caballo. Cuando lo ve de lejos, le parece un gladiador. Cuando se acuesta, en el silencio de la noche, le parece escuchar los pasos del gigante forzudo del otro lado de la calle, chocándose con las paredes de su casa en busca de una cuerda lo suficientemente fuerte de la que atarse para siempre. Su tío Tomás, que ya está en el liceo, dice que es tan grandísimo porque de adolescente se comió a dos niños del barrio, que encontraron los huesitos nada más en su patio, y que por eso se sacó el nombre, para que la policía no lo encuentre nunca. Así que, cuando no se porta bien, su madre amenaza con dejarlo solo afuera, para que el Gaucho pueda llevárselo. Y, aunque de pensarlo le dan ganas de llorar, se lleva otra cucharada de puré a la boca, esperando que alguien diga alguna otra cosa.

El tintineo de los tenedores, de las bocas masticando los chorizos, deshaciendo el embutido rasgando la tripa liberando la grasa y la carne del chancho que faenaron antes de ayer y que se llamaba Toto, lo distrae lo suficiente.

—Es que ha de caber mucha angustia en ese cuerpo —dice la madre, en el momento en el que se levanta para rellenar la jarra de agua.

—Ha de caber, sí —le responde Tomás, haciéndose el adulto.

Vicente mira la mesa, el bol gigante de ensalada de fruta, el pan casero que mandó la tía, los duraznos en almíbar, la olla de sopa, y piensa en cuánta angustia podría caberles a ellos después de comerse toda esa comida.

II

Es carnaval y en la casa de Vicente nadie va al desfile. Es que queda lejos y a la tía Ermilda los tambores no le gustan porque siente que le hacen sonar más fuerte el corazón y ella tiene un marcapasos, así que a todos les da miedo que le dé un infarto, y la hermana de Tomás llora a los gritos cuando ve a los cabezudos y todos los niños quieren siempre manzanas acarameladas y algodones de azúcar y nadie tiene nunca plata para comprarles, así que alguno termina llorando y entonces la madre dice se acabó y se vuelven todos caminando, muertos de calor, sin haber visto nada del desfile.

En la casa del Gaucho, el carnaval significa fiesta. La comparsa del barrio calienta las lonjas en un fuego que el Gaucho prende apenas entrada la tardecita. Hay cerveza, hay tortafritas. Hay niños corriendo descalzos por la calle, jugando a tirarse agua. La tía Ermilda se encierra en el cuarto de Vicente, que está en el segundo piso, se tapa los oídos con dos almohadones atados con una bufanda y trata de dormir. El resto de la familia se sienta en la vereda a mirar el despliegue de alegría de la casa de al lado. Vicente no se anima a acercarse, pero tira bombitas de agua desde el límite entre su casa y la del gigante. Los primos corren despavoridos con los perros pegados a los talones. Y el Gaucho, como un pavorreal en pleno cortejo, se ensancha en encantos de anfitrión y saca sillas, rellena vasos, ríe a carcajadas por sobre la música.

Los tambores preceden el desparramo de cuerpos en el patio del Gaucho. Ya de madrugada él baila solo, en círculos, entre la ropa seca que nadie le entró. Sus hijas y los primos y los amigos y los vecinos bailan también, alrededor del mediotanque prendido fuego. Y a la mañana son ellos los que amanecen sobre el pasto, ebrios y cubiertos de rocío.

Foto del artículo 'Gaucho de la fuerza'

III

El Gaucho de la Fuerza corre al galope por el borde del camino y estira los brazos desde arriba del caballo al pasar junto a Vicente. Lo levanta, agarrándole las axilas por un segundo, lo suelta y sigue su camino, después de largar una carcajada. Vicente deja caer los huevos que llevaba en la mano y se le rompen sobre las piedras sueltas del camino. No siente el corazón ni la lengua ni los ojos a través de los que le gustaría llorar. Siente las piernas calientes y mira cómo las medias grises se le enchumban de orina. El short naranja se le oscurece en la entrepierna y atina a retroceder para hincarse dentro de la cuneta. Necesita recuperar el aliento que se le fue. Hasta el alma se le fue. Piensa en sí mismo elevándose en el aire como la gente que la abuela dice que ve en los velorios. Respira hacia adentro. No se le sale ni un suspiro. Piensa que, si se queda mucho tiempo sobre el agua podrida y fermentada al sol, se va a transformar en sapo. Un sapito lleno de culebrilla. Se imagina verde, se imagina chiquito, más chiquito, pegajoso, feíto. Y ahí se queda, temblando, sin lágrimas, sin huevos, sin alma.

—¡Pero cómo te vas a mear así! —dice su madre y le saca el short de un tirón bruto que lo hace tambalearse—. ¡Te quedaste traumado! —Dirige la mirada hacia el padre, que se acomoda en la silla para mirarlo de frente—. ¡Lo dejaste todo traumado con tus cuentos! ¡Mirá cómo se meó la criatura!

—Vos, mujer, no te hagás la mala conmigo, si sos vos la que lo deja afuera metiéndole miedo: que el Gaucho esto, que el Gaucho lo otro. ¡No me hagás hablar! Vicente se queda parado en la cocina, colorado de vergüenza. Tartamudea algo que no sabe qué es y su madre lo mira con espanto.

—¡Lo que falta es que ese bruto te haya dejado tartamudo! ¡Hablá!

Así que Vicente habla y también llora un poco, porque le da vergüenza que su padre lo haya visto con la ropa mojada, y dice algo como que lo agarró de sorpresa y que justo venía con ganas de ir al baño, pero que no fue para hacer tanto pamento. Pero, mientras lo dice, por más que intenta e intenta, no puede parar de temblar.

IV

El perro barbilla es viejo y petiso, y la dupla que forma con el Gaucho es extraña. De lejos, si lo viese alguien que no lo conociera, podría confundirlo con un perro cachorrón. Pero es veterano, camina lento y ya casi no ladra. Vicente espera a que el Gaucho se pierda de vista para salir al patio y llamarlo desde la puerta de la cocina. Le chista una, dos, tres veces; le tira dos piedritas que no llegan a pegarle, hasta que el perro, medio sordo, se gira a mirarlo y mueve la cola.

Vicente golpea el piso con ambas manos y lo llama. El perro se acerca y le lame el sudor de los brazos. Se le ha quedado el centro de los ojos medio blancuzco y las canas le brotan desde alrededor del hocico hacia todo el cuerpo. Tiene la nariz cubierta de tierra y el pelo áspero y clarito. Vicente lo levanta en brazos, le acaricia la cabeza, le repite muchas veces qué lindo que sos, qué lindo que sos, bajito, con la boca muy cerca de las orejas, que se mueven, molestas, ante su susurro, y se lo lleva a su cuarto.

V

El padre, durante la cena, anuncia la noticia con seriedad y tristeza. Dice: Se perdió el cuzco del Gaucho, mañana vamos a salir a buscar al pobre bicho. Ermilda dice algo como que se debe haber muerto de años, porque lo vio nacer y ella no era tan vieja en ese momento. Tomás dice que espera que no se haya muerto, porque le gusta que lo acompañe al liceo en la mañana. Vicente... Vicente no dice nada.

Los rayos caen más acá y más allá en el cerro. Ellos caminan agachados y, con cada impacto, se llevan las manos a la cabeza, como si el gesto pudiera protegerlos de algo. No hay señales del perro, y con los estruendos, piensan, debe estar refugiado en algún bajo o corriendo despavorido en ese u otro campo. Igual silban, lo llaman, porque no pueden hacer otra cosa más que avanzar. Mejor estarse moviendo, aunque sea para dar la retirada.

—Cómo lo quiero al perro ese, qué lo parió —dice el Gaucho, y se agarra de una piedra por un momento, como si fuera a caerse—, es compañerazo.

—Y claro que es, cómo no va a ser. Si son lo más fieles esos animales. Cómo no va a ser compañero.

El cielo se ilumina. El relámpago abre una brecha en el tiempo del campo y, de repente, todo movimiento queda suspendido en el aire. Cada piedra, rama, oveja, vaca, ellos mismos se elevan en el aire por unos segundos, imantados por la electricidad inminente, y todos los seres vivos del campo tienen el mismo pensamiento: Ojalá que el rayo caiga en otra parte.

Los dos hombres se tiran al suelo, se acuestan junto a las piedras y se tapan los oídos. Uno, flacucho, frágil como una ramita seca; el otro, macizo, imponente. Cuando el rayo impacta en algún lugar cercano, el Gaucho aprieta el hombro de su compañero de búsqueda y ahí se quedan durante mucho rato, quietos, unidos por ese roce producto del miedo o del desespero o de la tormenta, debajo del chaparrón.

VI

El temporal amainó hace rato, pero todavía flota entre las casas la turbulencia eléctrica de la tormenta. El aire se anaranja, mientras el sol, más allá, se oculta detrás de las nubes y los cerros. Las cunetas están llenas de agua, las ranas croan sin parar y los horneros anuncian, por fin, el cese de la lluvia. A través de la ventana, los árboles, los cables de la luz, el mundo todo parece sacudido a propósito por un gigante invisible. Eso piensa Vicente cuando lo ve. El Gaucho sale de su casa hacia el monte, con una butaca sobre el hombro y una cuerda enroscada en el brazo como si fuese una serpiente. Atraviesa el campo no con la delicadeza de las liebres blancas, estrellas fugaces del pastizal, sino como un toro que se lo lleva todo por delante. Llega al sauce que está contra la cañada, pasando la línea de eucaliptos. Coloca la butaca en el suelo. Vicente se pega a la ventana y empieza a respirar por la boca, así que el vidrio se le empaña y por unos segundos no tiene visión. El perro se despierta por su movimiento y sale de debajo de la cama moviendo la cola. A Vicente el corazón se le sacude. Después ve.

Desastres naturales. Tamara Silva Bernaschina. Ediciones de la Plaza, 2023. 120 páginas.