Su obra más ambiciosa es Septología. Cargada de simbolismo religioso, adquiere, gracias al uso de un lenguaje hipnótico y repleto de reiteraciones formales, el rimo de un rosario. Quiebra el sentido del tiempo y pone varias tradiciones literarias cabeza abajo. ¿Como un thriller nórdico al que se le hubiera quitado el crimen y se le hubiese dejado sólo el misterio? No, es algo bastante diferente a eso. Publicado en The New York Review of Books, este artículo, traducido especialmente para Lento, llega a nuestros lectores por un acuerdo con Clave Intelectual, de Argentina.
En 2018, Noruega arrasó en los Juegos Olímpicos de Invierno y se llevó 39 medallas, más que cualquier otro país. (Alemania, que tiene una población 16 veces mayor, salió segunda, con 31). Algo similar viene sucediendo en años recientes con la literatura noruega: posee una concentración muy elevada de escritores pujantes y bien establecidos que por fin empiezan a ocupar el escenario internacional. Pero así como el esquí de fondo y el alpino han sido siempre parte fundamental de la cultura noruega, lo mismo podría afirmarse acerca de sus eminencias literarias. En la actualidad, un ejemplo notable dentro de ese grupo es Jon Fosse. A sus 64 años, este prolífico autor —dramaturgo, poeta y novelista— ya ha recibido casi todos los galardones nórdicos [a los que ahora se suma el Premio Nobel] (y eso a pesar de utilizar el nynorsk, la variante menos usual del noruego escrito, propia de los condados rurales del oeste del país).1 Dice mucho sobre Noruega el hecho de que el Estado premie con una residencia en los terrenos del Palacio Real de Oslo a ciertos artistas con méritos extraordinarios. Durante la última década, ese honor —un nombramiento sin fecha de caducidad— se le ha otorgado a Fosse.
Sin embargo, hasta la aparición de sus primeras traducciones al inglés, publicadas a partir de 2018 por el sello británico Fitzcarraldo (una gema editorial que también dio a conocer en lengua inglesa libros de autoras como Svetlana Alexiévich y Olga Tokarczuk [ambas también ganadoras del Nobel]), y su inclusión en la nómina de finalistas del International Booker Prize (en 2020 y 2022), las novelas de Fosse eran casi ignotas fuera de Escandinavia (como dramaturgo, por el contrario, es uno de los artistas vivos más representados en los escenarios europeos). Aunque es de lamentar, este reconocimiento tardío resulta entendible, al menos en parte. La escritura de Fosse es sombría, circunspecta, pesarosa, enrevesada, casi maquinalmente inescrutable. Y tiene, además, una profunda espiritualidad (que no es, por supuesto, esa espiritualidad simpática de Instagram, hecha de aforismos new age).
Fosse se convirtió al catolicismo en 2012 y su más reciente serie de libros, la Septología, está imbuida de simbolismo religioso y adquiere, gracias al uso de un lenguaje hipnótico y repleto de reiteraciones formales, el rimo de un rosario. Para describir su propia obra, este autor ha recurrido a la noción de “realismo místico”. A diferencia de sus piezas teatrales, de escritura veloz, su narrativa es, según ha dicho, un experimento en el terreno de la “prosa lenta”: novelas concebidas con morosidad, que proponen varias “instancias contemplativas” y numerosas “reflexiones”. Todos los tomos de la Septología finalizan con un recitado del Ave María (en latín). Y están escritos sin utilizar un solo punto.
Esa falta de movimiento es capaz de brindarnos una experiencia profundamente conmovedora. Por momentos, mientras leía los dos primeros libros de la Septología, deambulaba por ahí en una suerte de estado de fuga tratando de entender a qué me enfrentaba con exactitud. ¿A una parábola? ¿A un evangelio? ¿A una novela desprovista de sus coordenadas habituales: trama, temporalidad, personajes? La respuesta parecía ser: a todo eso junto. Aunque por lo general desapruebo cualquier atisbo místico, aquí el efecto me resultaba cautivante, eficaz en su acumulación. En manos de otro novelista, tantas páginas destinadas a meditar sobre el sentido de Dios —que no es “todopoderoso”, sostiene el narrador, sino más bien “poderoso en su impotencia”— resultarían una tortura artificiosa. Pero en el caso de Fosse se nos antojan esenciales para su experiencia vital (o la de su narrador), un elemento más del entorno, como el silencio de los fiordos o la amenaza omnipresente del pub de la esquina.
Los alcohólicos, recuperados o en ejercicio, abundan en la obra de Fosse. Él mismo dijo haber abandonado el trago el año de su conversión religiosa. “Creo que para algunos está bien tomarse una botella de vino todas las noches. ¡Pero no habría que sumar a eso una de whisky!”, declaró en 2019 durante una entrevista con su editor noruego.
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La primera novela de la Septología se llama El otro nombre (2019, compilación de los volúmenes I y 2); la segunda, Yo es otro (2020, volúmenes 3 y 4), una referencia al verso de Rimbaud que le sirve de epígrafe: Je est un autre2 [en tanto que la tercera es Un nuevo nombre (2021, volúmenes 6 y 7)]. Las tres fueron traducidas a un inglés sobrio y elegante por Damion Searls, quien aseguró en un ensayo publicado en The Paris Review que había aprendido noruego para leer a Fosse. “Ese idioma”, añadió, “es uno de los núcleos recónditos de la lengua inglesa, de modo que al leerlo uno siente una familiaridad sobrecogedora, casi como si escuchara una canción que conoce a medias”. [Lejos de la sonoridad del idioma, pero en una vecindad poética, su traductora al español, Cristina Gómez Baggethun, ha dicho que, pese a ser novelista y dramaturgo, lo que en verdad define a Fosse es la poesía que atraviesa su literatura; en ese sentido, lo siente vecino a Federico García Lorca].3
Los títulos del ciclo Septología aluden al interés que despierta en Fosse el tema de la duplicación: esas multitudes que anidan dentro de cada ser humano, sí, esos caminos que hemos elegido no tomar, pero también el modo en que nos vamos distanciando, con el correr del tiempo, de nosotros mismos.
Los personajes centrales de estas novelas son dos hombres llamados Asle, ambos pintores, ambos habitantes de la costa oeste de Noruega. Se nos informa, también, que se parecen incluso en los detalles más nimios: el pelo canoso, largo, atado en una coleta; el saco de terciopelo negro (rasgos que son, por otra parte, casi una marca registrada del propio Fosse). El primer Asle, el narrador, es un viudo solitario que reside en un pueblito remoto y cuya monótona vida cotidiana sólo se ve interrumpida por algún ocasional viaje en auto, a través de rutas cubiertas de nieve, hasta la ciudad más próxima, Bjørgvin (nombre histórico de Bergen), para comprar pintura o mostrarle sus cuadros a su galerista de siempre. Muy pronto, el relato se sumerge de manera intermitente en la conciencia del segundo Asle, que vive en Bjørgvin y conoce al narrador desde que ambos eran dos modestos estudiantes de arte. Mientras el primer Asle, de paso por la ciudad, se pregunta si debe o no visitar al segundo, se nos da acceso a la conciencia de este último, que ahora malgasta sus días bebiendo hasta perder el sentido y sopesando la posibilidad del suicidio:
Y lo veo a Asle ahí echado en el sofá, temblando, se le sacude todo el cuerpo, y piensa ¿no podrá acaso cesar este temblor? y piensa que anoche durmió en el sofá porque no podía levantarse ni sacarse la ropa para ir a meterse en la cama.
No es infrecuente que una novela en primera persona le permita al lector ingresar en la conciencia de los demás personajes. Gustave Flaubert escribió Madame Bovary (1856) desde el punto de vista de un antiguo compañero de escuela de Charles Bovary, quien aun así transmite a la perfección los pensamientos de Emma. Pero lo que sorprende en el uso que hace Fosse de ese “yo” omnisciente es que su narrador no se limita a enmarcar el relato o a entregárselo al segundo Asle, sino que continúa siendo el protagonista de toda la Septología y le confiere su omnisciencia únicamente a otro personaje: su doppelgänger. Cuando dice “lo veo a Asle ahí echado en el sofá”, en realidad no lo está viendo, porque en ese preciso instante se encuentra en el auto, manejando. A no ser que, tal como sospechamos, haya que entender al segundo Asle como una manifestación del primero, otra versión suya, una suerte de advertencia: está borracho mientras que el narrador no; es un artista fracasado mientras que las exposiciones del narrador son un éxito absoluto.
En la extensa tradición de la literatura del doble suele haber un momento impactante en que el héroe (se trata, casi siempre, de un varón) reconoce a su doppelgänger y siente, en simultáneo, cierta cercanía y un poderoso extrañamiento, esa clase de experiencia que en alemán se define con la palabra unheimlich: “lo siniestro”. Goliadkin, protagonista de El doble (1846), de Fiódor Dostoyevski, vive una situación así cuando se cruza, en medio de una tormenta de nieve, con un desconocido que se le parece muchísimo: “¿Pero es que acaso me he vuelto completamente loco o qué?”. Con Fosse, en cambio, el lector llega tarde a la acción, o bien la acción ha sido ubicada adrede fuera de cuadro. Para cuando empieza la primera novela, hace ya muchos años que el narrador se ha topado cara a cara con su doppelgänger. En el segundo libro, cuando Fosse por fin describe, en un largo flashback, aquel primer encuentro, el hecho nos resulta casi prosaico: están los dos sentados en el bar de un hotel, junto a un amigo en común. El narrador se acerca al segundo Asle, se dan la mano, descubren el parecido físico, el nombre compartido, se toman una cerveza, hablan de arte.
Semejante transgresión al canon enfatiza la inestabilidad del lector frente a esta obra. (Hay dos personajes llamados Guro, con un parecido sorprendente, que también van a cruzarse de casualidad). Para Dostoyevski, ese instante de reconocimiento cercena en su protagonista todo sentido de realidad. Para Fosse, en cambio, la duplicación forma parte de algo aún más extraño, ya que sugiere la existencia de un estado del ser continuo y absoluto. Quedamos atrapados en la conciencia de nuestro narrador, y cuando miramos hacia afuera no vemos más que refracciones suyas.
A esa sensación claustrofóbica debe sumarse el estilo recursivo de Fosse, sus circunloquios: el uso constante del “piensa”, las reiteraciones con mínimas variantes:
Y ahora piensa que hará un esfuerzo, que conseguirá levantarse y después ir hasta la cocina a servirse una bebida fuerte para que cesen un poco los temblores y después recorrerá el departamento, apagando luces, recorrerá el departamento de punta a punta para asegurarse de que todo quede prolijo y ordenado, y después saldrá, cerrará la puerta con llave, bajará hasta el mar y entrará al mar y seguirá caminando más adentro, piensa Asle.
Cada repetición es un paso más hacia la muerte: “bajará hasta el mar”, “entrará al mar”, “seguirá caminando mar adentro”. Es habitual que los críticos teatrales comparen a Fosse con Samuel Beckett o con Harold Pinter, otros maestros de la reiteración y la descomposición del lenguaje. Las obras del noruego, en efecto, muestran cierta afinidad con las de ellos. Su primera pieza, Alguien va a venir (1996), se basa sin ambages en Esperando a Godot (1952), de Beckett. Pero en la Septología el recurso iterativo tiene otro propósito: no funciona tanto como un comentario perspicaz sobre el fracaso de la comunicación, sino más bien como la descripción de una mente que se va desplegando. En cuanto nos enteramos de los temblores alcohólicos del segundo Asle, la narración da un nuevo giro y nos devuelve al narrador, que va manejando su auto:
Sigue temblando y se las arregla para guardarse los fósforos en el bolsillo y se inclina sobre el cenicero que hay encima de la mesa ratona, y escupe el cigarrillo en el cenicero y yo estoy manejando hacia el norte y pienso que debería pasar a ver a Asle.
El narrador, por supuesto, no va a pasar a verlo, porque él mismo está petrificado en modos que no advierte ni acepta. Nos cuenta, ya desde el comienzo, que su esposa, Ales, murió “muy joven”, y de inmediato agrega: “y no quiero pensar en eso”. Pero no puede contenerse. La mujer aparece varias veces en estos volúmenes; es una presencia tan tenue como el amigo “real” del narrador, Asle, o su vecino Åsleik, un tosco pescador-granjero que le ofrece costillas de cordero, bacalao y leña a cambio de cuadros. (Hasta los nombres de estos personajes, meras variaciones de Asle, el narrador, subrayan su presencia onírica en esta obra).
Los únicos toques de liviandad en estos libros —si es que se la puede llamar así— los aporta Åsleik. En cierto momento, el narrador vuelve a su casa y descubre que su vecino lo está esperando adentro. El pescador lo recibe al grito de: “Me alegro de que hayas podido venir”. Después le dice que parece una nenita, o “más bien una vieja”, y no deja de acosarlo con invitaciones para pasar la Navidad con él y su hermana. “No sé cómo hice para soportarlo todos estos años”, piensa el narrador. Más tarde, sin embargo, cuando reflexiona sobre la gente cercana en su vida, dice: “Creo que no hay mucha gente así, estrictamente hablando, hoy en día sólo Åsleik”. (Cuánto es capaz de transmitir Fosse con ese giro escrupuloso: “estrictamente hablando”).
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Åsleik cumple, además, otra función: es el resabio de una Noruega antigua que va desapareciendo con rapidez, un símbolo del pueblito ficticio de Dylgja, donde, nos dice el narrador, “aún viven unas pocas personas, gente buena, gente que no cierra la puerta con llave cuando sale de la casa, o cuando se va de viaje, aunque tampoco es que salgan tan seguido, y casi todos los que viven ahí han pasado ahí toda su vida”. Åsleik evoca con nostalgia aquellas épocas en que todavía no había rutas que conectaran ese pueblo con el mundo exterior, cuando los hombres aún tenían que remar para ir hasta el almacén. Fosse vive parte del año en un caserío minúsculo llamado Dingja, al oeste de Noruega, que parecería ser la base sobre la que moldeó el pueblo de Dylgja. Fosse le permite al desdichado Åsleik encarnar esa visión romántica de una Noruega preeuropeizada sin que el narrador tenga que dar su opinión al respecto.
Fosse aseguró en varias entrevistas que le rehúye a la escritura política. En efecto, si hay algo que amalgama toda su obra, a pesar de la variedad de géneros, es la ausencia de anclaje temporal y de marco historio. Estos volúmenes se podrían haber publicado tanto en 2021 como en 1921. Casi no hay menciones a los teléfonos, ni a la internet, casi no se habla sobre el resto de Europa; es como si el siglo entero hubiera pasado inadvertido para el narrador. Esa sensación de atemporalidad resulta atractiva (como si estos libros fueran textos primordiales) pero desconcertante. Hasta una figura tan huraña como Asle debe de preguntarse, cada tanto, en qué andará el mundo al otro lado de su ventana. En ese sentido, uno de los pocos indicios de una Noruega cambiante es un símbolo trillado y estereotípico: una reproducción de Procesión nupcial en Hardanger, una pintura al óleo del siglo XIX, algo sensiblera, que representa la vida tradicional en ese país. La lámina en cuestión, que Asle recortó de un libro de texto cuando iba al colegio, está —según se dice— tan rota y ajada que resulta ya “casi imposible distinguir la imagen”.
Es otra la pintura que da forma y les confiere un sentido posible a estos libros. Los dos primeros tomos de la Septología abren con una escena idéntica: el narrador contempla un lienzo con dos líneas diagonales que se intersecan en el centro. No queda claro si se trata de un cuadro terminado. El narrador, en todo caso, no le reconoce grandes méritos. Y sin embargo no puede dejar de mirarlo. Se nos dice que las dos líneas, pintadas en marrón y violeta, se funden y se derraman “bellamente” una sobra la otra. Esa cruz oblicua se convertirá en una metáfora guía para las dos versiones de Asle (lo que refrenda el sentido de ese “Yo es otro”). Que un cuadro tan abstracto sirva de base para estas novelas pone de manifiesto el tipo de narración sin trama a la que apunta Fosse. Cuando tiene la posibilidad de optar entre la acción (el llamado “conflicto”) y cierta trivialidad mundana, se inclina de manera sistemática por esto último. Pocos novelistas resolverían de la siguiente manera una escena en la que un hombre solitario conoce, lejos de su casa, a una mujer atrevida y pasada de copas que lo invita a dormir con ella:
Y creo que en realidad nunca me gustó mucho entrar en la casa de otra gente, siempre me dio timidez, sí, era como si sintiera que estaba haciendo algo para lo que no tenía ningún derecho, me sentía como un intruso, como si me metiera por la fuerza en las vidas ajenas, como si conociera sus vidas más de lo que me correspondía, como si perturbara esas vidas, o al menos como si esas vidas perturbaran la mía, como si sus vidas se entrometieran en la mía, sí, como si otra vida me colmara, creo, y que alguien entre en mi casa, bueno, esa es una de las peores cosas que conozco.
El narrador rechaza la oferta de esta mujer, alquila una habitación en un hotel, se mete en la cama y reza. Es recién hacia el final de la primera novela que surge algo distinto: un episodio fascinante situado en la infancia del narrador que es pura acción, casi sin reflexiones; una secuencia que incluye un accidente en el que alguien se ahoga y una incómoda anécdota sobre abuso sexual. A causa del lugar en que está situada —cuando el lector ya ha pasado más de 200 páginas preso en la conciencia del narrador—, esta escena resulta aún más impactante.
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Entre el final del primer libro de la Septología y el comienzo del segundo transcurre apenas una noche, y sin embargo hay algo en el tono de Fosse que se ilumina, se expande, se airea. ¿Una explicación posible? Mientras que en la primera entrega el narrador se yuxtapone con el personaje del otro Asle, en la segunda novela se traslapa con una versión más joven de sí mismo. De modo que esas páginas, que hasta el momento estaban llenas de figuras solitarias, de pronto se colman de guitarras desafinadas y de bullicio escolar (“a la mierda con el mierda ese, dice”). En ese sentido, Yo es otro se acerca más a las convenciones del Bildungsroman [novela de aprendizaje]. Comparte también algunas imágenes recurrentes con “Escenas de una infancia”, un ensayo muy personal de Fosse que se lee casi como si fueran entradas breves en un diario íntimo, que apareció publicado en un libro homónimo.4 También nos recuerda a la escritura de Karl Ove Knausgård, que fue alumno de Fosse y cuyos textos reflejan una fuerte influencia suya: reminiscencias, extensas descripciones de cervezas, de bandas, de anhelos apasionados. En Yo es otro hay una acumulación de detalles puntuales, en apariencia superfluos, que perfectamente podrían haber hallado sitio en cualquiera de los seis tomos de Mi lucha (2009-2011), de Knausgård:
Y digo que quiero poner en marcha el auto, prender la calefacción y quitar toda la nieve, por supuesto, y Åsleik dice que me puede ayudar con eso y entonces me calzo el saco negro de terciopelo y salgo al vestíbulo y me pongo el abrigo negro y la bufanda y después meto los pies en los zapatos y salgo y enciendo el coche, que arranca al primer intento, como siempre, y después abro atrás y encuentro el cepillo para la nieve y limpio el auto, y después empezamos a transportar hasta el auto los cuadros que voy a llevar a la ciudad, a la Galería Beyer, y los guardamos con cuidado en la parte de atrás.
Sin embargo, si a Knausgård le interesa retratar lo cotidiano tal como es (por eso lo considero un escritor profundamente secular), a Fosse le importa aquello que hay más allá. Podemos llamarlo Dios. O poesía. Para el narrador, al menos, ambos impulsos —el de la religión y el arte— son complementarios:
Para mí esas dos formas de estar en el mundo son muy afines, ya que las dos crean una suerte de distancia con el mundo, por así decirlo, y apuntan hacia otra cosa, algo que está al mismo tiempo en el mundo, algo inmanente, como se suele decir, pero también apuntan hacia algo que está lejos del mundo, algo trascendental, como se suele decir.
Fosse no es el primero en articular esta idea sobre la inmanencia y la trascendencia tanto del arte como de la religión. Sin embargo, la forma en que el tema se va desplegando en estas novelas resulta sumamente orgánica, carente de artificios. La voz que anima esta obra tan rara y original está plagada de esas muletillas lingüísticas a las que recurrimos para ganar tiempo mientras vamos moldeando el pensamiento: “por así decirlo”, “como se suele decir”. Es una voz que canaliza nuestro incesante devaneo mental, ese proceso inexplicable y confuso gracias al cual surgen las ideas. Dudo de la pertinencia de comparar la lectura de estas novelas con el acto de la meditación, pero es lo más acertado que encuentro para describir el modo en que la prosa de Fosse socava una parte de nuestro yo crítico y la reemplaza por algo más elemental. Un estado de ánimo. Una atmósfera. El sonido de las palabras al desplazarse por la página.5
Traducción: Juan Nadalini.
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Según sostiene Clair Wills en una reseña sobre la obra de Carl Frode Tiller, la variante idiomática en que eligen escribir los autores noruegos es una decisión política. Ver “The Possessed”, The New York Review, 22 de julio de 2021. ↩
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La tercera novela de la Septología, Un nuevo nombre, también con traducción al inglés de Damion Searls, fue publicada en marzo de 2020 por Transit. ↩
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RTVE, 5-10-2023 y ABC, 6-10-2023. ↩
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Scenes from a Childhood [Escenas de una infancia], traducido al inglés por Damion Searls, Fitzcarraldo, 2018. ↩
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La autora de este artículo, Ruth Margalit, es colaboradora de The New York Times Magazine. Sus textos también han aparecido en The New Yorker. ↩