Un álbum de estudio es mucho más que una selección de canciones nuevas registradas en un ambiente aislado. Un disco, o un Long Play, tal como se lo denominaba en épocas pretéritas, encierra más conceptos en su contenido de los que podemos percibir en una primera escucha e incluso más información de la que un/a artista puso de forma consciente.
Allí hay anhelos, frustraciones, apuestas y compromisos. Un puñado de canciones significa todo un estímulo emocional. La selección, la producción artística de las mismas, el orden sugerido de reproducciones o la presentación gráfica y física tienen siempre una intención y, por supuesto, decenas de horas de trabajo.
Es probable que The dark side of the moon, de Pink Floyd, sea de los álbumes más complejos en cuanto a su tratamiento de grabación y mezcla en la historia del rock.
Aquel octavo disco de estudio de la banda británica de rock psicodélico configuró toda una obra conceptual, con miles de detalles que demandaron enorme dedicación técnica. El álbum, grabado en los estudios Abbey Road, entre mayo del 72 y enero del 73, con Alan Parsons como jefe técnico —quien se había fogueado como ingeniero de sonido nada menos que con los álbumes Abbey Road y Let it be de The Beatles—, tuvo las técnicas más sofisticadas de la época. El estudio, sin ir más lejos, permitía mezclas simultáneas de dieciséis pistas, y hubo incluso que duplicar las copias para agregar.
En varios momentos, la experimentación sónica había sido tal que era necesario que todos los técnicos e incluso los miembros de la banda operasen, en simultáneo, los potes de sonido de la mesa para mezclar las complicadas e intrincadas grabaciones multipista. Fue gracias a este trabajo que Alan Parsons ganó un Premio Grammy por “la mejor ingeniería de sonido”.
El productor Chris Thomas, que había trabajado con George Martin y era conocido de Steve O’Rourke, mánager de Pink Floyd, fue decisivo para unificar criterios y contemplar la voluntad general de los miembros de la banda: Roger Waters y Nick Manson, que preferían una mezcla más limpia, mientras que David Gilmour y Richard Wright optaban por una mezcla con más cámara de reverb.
Como este, son varios los álbumes en la historia de la música universal que han demandado centenares de horas de grabación y mezcla.
Sin embargo, a nivel de la música nacional sobrarían los dedos de la mano para contarlos. Uno de esos fue 7 y 3, el disco que Jaime Roos publicaría inmediatamente después del estruendo cancionístico de Brindis por Pierrot.
Aquel disco de tan sólo seis canciones y poco menos de 33 minutos de duración, recibido por la prensa con reticencia, fue mezclado en tres oportunidades y en estudios de dos países diferentes. Era “el loro” quien terminaría dando el veredicto de cómo sonaba la mezcla final y Jaime, por supuesto, tomando la decisión.
Luis RESTUCCIA —En aquel momento, Jaime tenía una especie de radiograbador, un Toshiba creo, muy típico de la época. Él le llamaba “el loro”. Entonces todo pasaba por ahí. Lo que mezclábamos iba al loro y el loro decía la verdad; si había quedado fuerte el bombo, la guitarra... Era la escucha típica, la escucha promedio de las personas.
Jaime ROOS —[Risas.] Le decía “el Loreley” o “el Alcahuete”, porque así lo había bautizado otro técnico, Darío Ribeiro. Yo viajaba con él a todos los estudios del mundo, incluso cuando fui a Nashville me lo llevé... Los estadounidenses no se aguantaban que yo les cayera con un radiograbador de porquería así [define con las manos sus pequeñas proporciones, no más de 20 cm].
RESTUCCIA —Muchos estudios usaban parlantes chiquitos que emulaban lo que podía tener cualquiera en su casa o un oyente radial. Pero nosotros teníamos el loro, que nos cantaba la posta.
J. ROOS —El Collazo le decían también, por “el loro” Collazo. “¿Trajiste el Collazo?”, me preguntaban. “Sí, traje”. Bue... Ese era mi punto de referencia para el sonido.
L. RESTUCCIA —Todos los días, terminada la jornada de trabajo, que era larga, de entre ocho a diez horas, cenábamos y después nos juntábamos con el loro a esperar que nos tirara “la verdad de la milanesa”.
J. ROOS —John Fogerty contaba que en las épocas de Creedence Clearwater Revival, hacían las mezclas muy rápido. Eran dos guitarras, bajo y batería, y una vez mezclados él se las llevaba en un casete para escuchar en el auto. Ahí escuchaba música todo el día y sabía cómo tenía que ser. Hasta que no sonaran bien en el auto, entraba y volvía a seguir con la mezcla.
Hoy como ayer. Carlos Dopico. Ediciones B, 2023. 648 páginas.
Apenas iniciada la grabación de 7 y 3, señala Guilherme de Alencar Pinto en Obras completas, de Jaime Roos, “Darío Ribeiro, el histórico ingeniero a cargo, dejó de trabajar en La Batuta. El trabajo se terminó con otros técnicos, entre ellos Luis Restuccia, a quien Jaime alentó a tomar el control de la consola por primera vez en su vida”.
L. RESTUCCIA —Nosotros estábamos trabajando en La Batuta, terminamos la mezcla y estaba todo muy bien, aunque nos parecía que todavía no tenía las cualidades sonoras requeridas. Los procesos de mezcla con Jaime siempre son largos y aquella era una época sin tiempo limitado. Si bien el sello planteaba un límite, Jaime seguía invirtiendo de su bolsillo por encima de eso, hasta quedar conforme.
J. ROOS —Para mí la mezcla había quedado bien, lo que pasa que en pro de mejorar y mejorar el sonido, resolvimos remezclar en Buenos Aires. Fuimos con Luis Restuccia, ingeniero de sonido, y estuvimos una semana editando en Moebio, con Carlos Píriz, en un gran estudio y con un gran técnico.
L. RESTUCCIA —Llegamos a esa nave increíble... y era una cosa impresionante. Tiramos las pistas en las cintas y temblamos de cómo sonaba aquello.
J. ROOS —Cuando terminamos la remezcla en Buenos Aires yo me quedé mal... Me quedé rumiando, y cuando volvíamos en el Aliscafos rumbo a Colonia, con Restuccia veníamos sentados juntos sin hablar. Ya ambos sabíamos que lo íbamos a hacer otra vez.
L. RESTUCCIA —Llegamos, y tres o cuatro horas después suena el teléfono del estudio. Era Jaime, que me decía: “Resta, te va a parecer muy loco lo que te voy a decir...”.
J. ROOS —“La semana que viene lo mezclamos de vuelta en Uruguay”. [Risas.] Después de habernos matado una semana... [Risas.] Aparte yo, en aquel momento, no disponía de mucha plata para hacer las cosas.
L. RESTUCCIA —Y arrancamos otra vez, de cero, como si nada. Obviamente, con un conocimiento del material muy madurado, porque lo habíamos hecho ya dos veces y sabíamos lo que queríamos. Arriesgamos bajar las cualidades sonoras del disco e hicimos una mezcla que es la que salió definitivamente.
J. ROOS —Increíble... Volvimos a mezclarlo en Uruguay, con una consola hecha a mano por Paco Grillo, a quien le dediqué “La hermana de la Coneja” cuando salió. Y era una consola que hizo él... ¡Uruguay a tope! [Risas.]
Nota del redactor: Más tarde, dos de los temas de aquella mezcla argentina serían finalmente editados en lo que fue el primer CD del mercado uruguayo: Seleccionado. Allí estaban “Esta noche” y “Mío”, del trabajo realizado con Píriz en Estudio Moebius.
L. RESTUCCIA —Para empezar, teníamos una máquina de 16 canales, que en aquel momento era: “¡Guauuuu!”. Todos los discos necesitaban más canales donde alojar información.
En las épocas en que la computadora no había comenzado a jugar el papel que hoy tiene, la mezcla se hacía toda por consola y en tiempo real. Corría la cinta y todos los que estaban en la mezcla debían poner la mayor atención para: habilitar canales, ecualizar, modificar volúmenes, diferenciar los planos o panear. Un error en el proceso implicaba volver a empezar. Y así, hasta lograr lo deseado.
J. ROOS —Lo que sí te puedo decir es que escribíamos mucho sobre la consola. [Risas.] Cuando empecé a mezclar acá, los técnicos no querían que les escribiera la consola. Por ejemplo, durante un tema, en tal estrofa, si hay un solo y hay que aumentarlo y después traerla de vuelta y al final acentuarla un poquito más, hay que anotar. Los sonidistas tenían como un orgullo decir: “Nos acordamos... no escribas nada...”. ¡Me desesperaba! “¿Cómo que no escriba nada?”. Teníamos 16 pistas que se movían todas. ¿Te vas a acordar? “Después, ¿dónde lo vas a dejar? Después de que lo llevás, lo traés... ¿Va a quedar exacto ahí?”.
L. RESTUCCIA —Teníamos tiempo en la mezcla, manualmente a toda velocidad, a cuatro, seis y ocho manos de personas que participaban. Íbamos apagando instrumentos, cambiando ecualizaciones, para que bueno... que cada tirada de la cinta que pasaba en tiempo real fuera aprovechada. De repente: “¡Uh, me equivoqué, me olvidé de apagar tal cosa!”, decía alguien... “¡Vamos de vuelta!”.
J. ROOS —Yo escribía con rayitas la posición del potenciómetro. Con números 1, 2, 3, 4; bueno, por el orden cronológico en que se irían dando las mezclas.
L. RESTUCCIA —Después de la pasada nos preguntábamos: “¿Cómo estuvo? Yo hice todo lo que tenía que hacer. Yo también... Vamos a escucharla a ver qué pasó. No, me parece que hay que bajar...”. Estaba toda la consola marcada con lápiz blanco, todos los puntitos. Era como una partitura, todo con marquitas blancas. Cada uno ponía su simbolito.