A los géneros literarios les cuesta prosperar en la literatura argentina. No suelen tener el reconocimiento de la crítica, tanto académica como periodística, quedan afuera de las colecciones prestigiosas de las editoriales grandes y el simple acto de definirse como “literatura de género” lleva a su autor a cierto ostracismo, cuando no a una mirada condescendiente de sus colegas. Hay excepciones, por supuesto, como la gauchesca en el siglo XIX y algunos autores del siglo XXI. La literatura fantástica siempre contó con un buen recibimiento, amparada en la justa fama de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. También el policial tiene su prestigio, que remite a los dos mismos nombres, Borges y Bioy Casares, pero que se diluye cuando el autor encara el género no como una actividad ocasional sino de manera contundente. La mayoría de los escritores de género policial no ha tenido el reconocimiento de sus pares ni de la crítica. Algunos de ellos, desesperadamente, intentaron ser autores a secas, pero la marca de género se les había pegado demasiado como para ser considerados.

Los demás géneros literarios permanecen a la sombra de esa cosa que todos creen conocer y reconocer que es la gran literatura argentina. Escritores y escritoras de ciencia ficción, de novela romántica, de literatura erótica, de libros juveniles y, también, de terror. El terror siempre fue visto como algo menor, obras de mentes adolescentes afiebradas. Es quizás el género literario que más al margen se ha mantenido. Ni siquiera el auge del terror en Estados Unidos, de H. P. Lovecraft a Stephen King, fue un incentivo para crear una corriente de literatura terrorífica propia a lo largo del siglo XX. Incluso un género mucho menos popular, como el fantasy, encontró un campo más fértil en autores de literatura juvenil.

A los escritores argentinos no les gusta lo excesivo, la abundancia, el derroche, a no ser que ese despilfarro sea el de su propia prosa en un ego trip celebrado por sus escasos pero calificados lectores. Descreen —o mejor: la minimizan— de la importancia de despertar sensaciones básicas como la excitación o el miedo. Tal vez por eso en la literatura argentina no abundan ni el sexo ni el terror. Cualquier lector de las novelas de Stephen King o de Clive Barker sabe que se va a encontrar con un festín de sangre, deyecciones, mutilaciones, quemaduras, cuencos de ojos vacíos. Si algo comparten la literatura erótica y el terror es la obsesión por el cuerpo, por exponerlo en todas sus posibilidades creativas, para desearlo en un caso y para inmolarlo en el otro. Considerando sólo un período corto de la literatura argentina, podría decirse que en los ochenta y los noventa del siglo XX los autores emergentes dejaron el cuerpo de lado para incurrir en una literatura que David Viñas1 no dudaría en calificar de idealista, sin transpiración ni sangre. Imposible que ahí se estuviera cultivando literatura de terror, erótica o cualquier otra que apuntara al paroxismo de los cuerpos.

Ciudad de Buenos Aires, el 12 de octubre.

Ciudad de Buenos Aires, el 12 de octubre.

Foto: Anita Pouchard Serra

El realismo asusta

Gran parte de la ficción argentina de terror hasta comienzos de los años dos mil puede reunirse en un libro. Es lo que pensaron e hicieron Elvio Gandolfo y Eduardo Hojman cuando, en 2002, publicaron El terror argentino (Buenos Aires, Alfaguara), una antología que es casi un inventario del género, que fuerza los límites sobre qué es el terror en muchos de sus relatos.

Una breve digresión sobre Elvio Gandolfo, uno de los compiladores de esta antología. Gandolfo2 es uno de los escritores más destacados de la Argentina (radicado desde hace décadas en Uruguay), que sin embargo suele pasar desapercibido, como la literatura de género. Tal vez justamente porque es un especialista en este tipo de literatura en casi todas sus vertientes. Uno de los pocos autores que han sabido moverse con soltura por el fantástico, el policial, la ciencia ficción, el fantasy, incluso el terror (en su magnífico relato “Las negritas”). Como crítico siempre ha destacado las obras de terror, tanto las literarias como las cinematográficas. Sus ensayos al respecto están reunidos en El libro de los géneros (Buenos Aires, Norma, 2007).

La antología El terror argentino está integrada por 18 cuentos de los siguientes autores: Esteban Echeverría, Horacio Quiroga (uruguayo, pero integrado a la literatura argentina), Roberto Arlt, Manuel Mujica Láinez, Julio Cortázar, Bernardo Kordon, Antonio Di Benedetto, Rodolfo Walsh, Abelardo Castillo, Germán Rozenmacher, Amalia Jamilis, Lázaro Covadlo, Osvaldo Lamborghini, Carlos Chernov, Guillermo Martínez, Ana María Shua, Anna Kazumi Stahl y Gustavo Nielsen. Extrañamente, no hay relatos de Leopoldo Lugones ni de Silvina Ocampo, que entran dentro de los parámetros priorizados por los antólogos, aunque se puede suponer que su ausencia se deba más a problemas editoriales de derechos de autor que a un desinterés de Gandolfo y Hojman por esos escritores.

El listado completo permite ver que ninguno de los autores puede ser vinculado con el género de terror. Las excepciones posiblemente sean Chernov, cuya obra oscila entre el terror y la distopía, y Quiroga, autor de cuentos de géneros muy variados, pero que basa su amplia popularidad en sus relatos de terror. Sin embargo, cuesta imaginar a los demás autores escribiendo literatura terrorífica, mucho más cuando se analizan los textos seleccionados: “El matadero”, de Echeverría; “Cabecita negra”, de Rozenmacher, e “Infierno grande”, de Martínez, han sido leídos más como textos realistas vinculados a la política: el rosismo del siglo XIX, el peronismo proscrito de los años sesenta y la última dictadura cívico-militar, respectivamente.

Recurrir a una lectura del terror desde el realismo se hace necesario considerando que en la literatura argentina no abundan, tal como remarcan Gandolfo y Hojman, “monstruos, personajes fantásticos, representantes de lo imposible, de lo sobrenatural. [...] Si, como sostienen algunos, el terror basado en lo sobrenatural tiene la función de proveer un escape ante los terrores demasiado reales y cercanos —guerras, peste, crisis, hambrunas—, ¿qué pasa con la psiquis de una literatura que se niega a ese escape?”.

Una respuesta posible es que ante el desinterés de ese universo que emparenta el terror con lo fantástico, la literatura argentina prefiere llegar al terror desde la literatura realista. También hay en esto un cierto menoscabo a las tradiciones literarias más enraizadas en el folclore de las provincias argentinas, esas historias fantásticas que alimentan la literatura de otros lugares de América Latina, pero que la ficción “porteñocentrista” de Buenos Aires no suele tomar como fuente.

Microcentro porteño, el 12 de octubre.

Microcentro porteño, el 12 de octubre.

Foto: Anita Pouchard Serra

Gandolfo y Hojman se hacen cargo de este problema o, mejor dicho, de esta particularidad. El terror no está en historias de género, sino en la literatura que el lector y el crítico vinculan más con lo político o lo policial. Hacen una relectura de la literatura argentina a la luz del terror: toman relatos que pueden calificarse prima facie de realistas y los leen desde la óptica del miedo que generan. El justificativo puede encontrarse en una cita de Douglas E. Winter que hacen los antólogos: “El horror no es un género como el policial y la ciencia ficción o el western. No es un tipo de ficción destinado a verse confinado al ghetto de un estante especial en las bibliotecas o las librerías. El horror es una emoción”.

Los miedos de la política

El terror, desde su nombre, remite con claridad a una emoción, algo que no ocurre en los otros géneros, que recurren más a una caracterización menos visceral. Ni el policial, ni la ciencia ficción, ni las literaturas erótica o fantástica, por ejemplo, encierran en sus nombres lo que intentan despertar en el lector. En cambio, el terror quiere aterrorizar. El terror es una conmoción, un efecto físico sobre el cuerpo del lector. “El terror es un miedo muy intenso”, dice el diccionario de la Real Academia Española, que luego se refiere a las obras literarias o cinematográficas del género definiéndolas como “que buscan miedo o angustia en el espectador o en el lector”.

Si uno busca el terror en la literatura argentina tiene que hacer como Gandolfo y Hojman: buscar el miedo en la literatura realista. Entonces sí podemos descubrir que un relato como “El matadero” tiene importantes elementos que lo vinculan con el terror, incluso parece un argumento del cine de terror clase B, tan común en Estados Unidos: el muchacho inocente que llega a un lugar que desconoce, cuya gente está unida por un pacto de ribetes satánicos (para Echeverría el rosismo era tan diabólico como el satanismo de los vecinos de El bebé de Rosemary)3 y dispuesta a destruir al recién llegado. “Cabecita negra”, leído en clave de género, podría emparentarse con los cuerpos invadidos de Don Siegel en Invasion of the Body Snatchers (1956) y todas sus secuelas.

Un cuento que no forma parte de la antología pero que no desentonaría utilizando la lente aplicada por Gandolfo y Hojman es “La fiesta del monstruo”, escrito a cuatro manos por Borges y Bioy Casares, que expresa el estupor por la irrupción del peronismo en la política nacional. “El peronismo es el hecho maldito de la sociedad burguesa”, afirmó John William Cooke. ¿Qué otra cosa hacían Borges y Bioy Casares, dos pequeños burgueses asustados, que expresar —de manera cínica y simplista— el terror que les despertaba el peronismo?

La nueva generación

Si el terror ha sido históricamente un género poco tenido en cuenta por los escritores argentinos, esto está cambiando en la última década. Una nueva sensibilidad, que permite un cruce entre la alta cultura y sus expresiones más populares, como las series de televisión, el cine de género de bajo presupuesto, los videos amateurs, etcétera, hace más permeable la incursión en el terror, y ya no desde un fanzine, una revista alternativa, un sitio web nostálgico de las películas de John Carpenter o un revival de las ficciones de Shirley Jackson; los cuentos de Mariana Enríquez de Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016) y su novela Nuestra parte de noche (2019), la novela corta Distancia de rescate (2014), de Samanta Schweblin, el debut literario de Agustina Bazterrica con la novela Cadáver exquisito (2017) y la variada producción de Luciano Lamberti hablan a las claras de un auge inédito del terror.

Buenos Aires, el 12 de octubre.

Buenos Aires, el 12 de octubre.

Foto: Anita Pouchard Serra

Cabe preguntarse si este auge del terror es de una matriz distinta a las manifestaciones anteriores (débiles, inconstantes, pero rastreables) del terror en Argentina. Basta una lectura de los textos nombrados para descubrir que no, que se mantiene ese vínculo fuerte con la realidad, incluso en los autores menos realistas. Schweblin ya había escrito algunos relatos de género fantástico antes de Distancia de rescate, aunque algunos de sus mejores cuentos son, justamente, los de corte realista (“Matar un perro”, “Un hombre sin suerte”). Es con esos relatos que Distancia de rescate establece una tensión fascinante. Quizás una anécdota sirva para explicar mejor el vínculo de ese relato de terror con el realismo. Al poco tiempo de que saliera su primera edición en Argentina, el libro se agotó. Los tiempos editoriales de reedición suelen ser lentos y eso hizo que Distancia de rescate no se consiguiera en librerías. La directora de una publicación periodística especializada en temas políticos, con una mirada muy crítica de la realidad y, sobre todo, del negocio del glifosato, salió a decir en las redes sociales que la dificultad para conseguir el libro se debía a que la obra denunciaba las consecuencias de utilizar agrotóxicos en el campo. Procedimiento en espejo de lo hecho por Gandolfo y Hojman, en esa revista leían el terror en clave realista, como literatura de denuncia política.

Los cuentos de Mariana Enríquez también tienen un importante arraigo en la narrativa realista, historias cotidianas que se vuelven, gracias a la aparición de elementos extraños, historias de terror. “Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de lo cotidiano”, escribió Lovecraft, y Enríquez parece tomar nota de esta afirmación. Sus cuentos se mueven siempre dentro de lo cotidiano, pero con la incorporación de dos fuentes que la narrativa porteña (o conurbana en el caso de Enríquez, que nació y creció en el conurbano bonaerense) había dejado de lado: los mitos folclóricos y las leyendas urbanas, sobre todo estas últimas, que alimentaron la imaginación y el miedo de todas las generaciones de los últimos 50 años. La dictadura militar (el llamado, justamente, “terrorismo de Estado”) es recurrente en muchos de sus cuentos y en Nuestra parte de noche. Hay también, en la narrativa de Enríquez, una marcada impronta de la literatura gótica, especialmente de las Crónicas vampíricas (1976-2014) de Anne Rice, con su carga de sensualidad, algo a lo que el terror local no había prestado atención hasta entonces. En ese cruce de literatura gótica y sensual y los años de plomo suele aparecer lo mejor de la narrativa de Enríquez.

La Matanza, provincia de Buenos Aires, el 12 de octubre.

La Matanza, provincia de Buenos Aires, el 12 de octubre.

Foto: Anita Pouchard Serra

La irrupción de Agustina Bazterrica en la literatura argentina fue de esos casos excepcionales que consiguen imponerse con un primer libro, algo inusual sólo comparable en las últimas décadas con los debuts de Carlos Gamerro (Las islas, 1998) y Gabriela Cabezón Cámara (La Virgen Cabeza, 2009). Pero, a diferencia de estos dos autores, Bazterrica todavía no ha tenido en la Argentina el reconocimiento crítico que merece su Cadáver exquisito. Todo parece indicar que será en otros países y otras lenguas que ocurrirá primero ese reconocimiento. Una razón posible de esta desidia del aparato crítico es, justamente, que su novela se inscribe en el género del terror distópico. Utilizando los elementos de la ciencia ficción, Bazterrica construye una obra que va a uno de los mayores miedos de los argentinos: la imposibilidad de comer carne animal (en especial carne de vaca). A pesar de la militancia vegana, la cultura gastronómica en la Argentina sigue siendo fuertemente carnívora. El asado es un ritual irremplazable, la milanesa de ternera es el plato materno más recordado de la infancia de muchas generaciones y la primera opción a pedir en un bodegón, el choripán es la comida al paso preferida a la salida de un recital o de un estadio de fútbol.

En la sociedad que describe Bazterrica, la carne animal ha sido reemplazada por carne humana, la carne de personas criadas para ser alimento de otros seres humanos, con todas las características y la crueldad que significa el consumo animal. En principio, esto último parece muy alejado de la realidad, pero no es así. En la memoria colectiva argentina está muy presente el motín de la cárcel de Sierra Chica de 1996, en el que presos pertenecientes a un grupo llamado Los Doce Apóstoles mataron a los integrantes de otra banda de criminales, descuartizaron los cuerpos y luego los cocinaron. Prepararon empanadas de carne humana que les hicieron comer a los guardias que tomaron como rehenes. La realidad, una vez más, alimentando la ficción y el miedo.

“Estoy aterrado”, comienza La maestra rural (2016), la primera novela de Luciano Lamberti. Toda una declaración de principios de su narrativa, que por entonces contaba ya con tres libros de cuentos y una nouvelle. El terror es el principio constructor de gran parte de las ficciones de Lamberti, que también recurre a otros géneros, como la ciencia ficción y el policial. Cuanto más apuesta al terror, el discurso se vuelve más realista, o mejor dicho: simula ser realista. Esto se evidencia más en su segunda novela, La masacre de Kruguer (2019), en la que estructura la historia con elementos que podrían ser parte de un documental, como esas películas de terror que intentan confundirse con el género testimonial (los testimonios son también fundamentales en La maestra rural). La fascinación de lo real, el miedo que esconde la realidad es un atractivo que Lamberti maneja muy bien.

Ciudad de Buenos Aires, el 12 de octubre.

Ciudad de Buenos Aires, el 12 de octubre.

Foto: Anita Pouchard Serra

En una entrevista hecha en 2017, Lamberti afirma sobre el terror: “Más que un género es una clase de experiencia que podemos llegar a tener donde se cuestionan muchas cosas acerca de nosotros, se cuestiona lo que somos, nuestra identidad y las seguridades que tenemos sobre el mundo. Te deja al borde de algo que no podés explicar. Además, el terror tiene la posibilidad de hablar de ciertas cuestiones como no tienen otros géneros. Es una sensación, además, no es que tenga siempre los mismos elementos. Podés ir variando, ir jugando con eso y no se agota tan rápido. Igual, cada vez que un escritor agarra un género y lo hace desde su experiencia, desde su realidad específica, no va a ser lo mismo un escritor de terror argentino que uno norteamericano”.

Lejos de lo sobrenatural

Si el terror se construye desde la realidad, entonces habría que buscar sus generadores creativos en lo que se vive o se vivió. Gandolfo y Hojman abren un interrogante al respecto en el prólogo de su antología: “Si la historia argentina fuera un relato, probablemente caería, de manera difuminada y con bordes indecisos, bajo la categoría de varios estilos, todos relacionados con el paroxismo (comedia, grotesco, absurdo, terror). Esto, parece, trae problemas a los escritores argentinos: ¿cómo aplicar las claves del terror a un relato cuyo referente es una realidad que constantemente supera, desmiente y empequeñece esas claves?”.

Si el realismo del siglo XIX consideraba que “una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino” (Stendhal), el terror en este siglo XXI globalizado y pandémico es un espejo que se pasea a 200 kilómetros por hora por una autopista desolada. Lejos de las fantasías sobrenaturales, el terror argentino no pierde la fuerte impronta de la novela naturalista y, sobre todo, de la novela policial, del thriller y las distopías. Al fin y al cabo, aquello que genera terror se esconde en lo cotidiano de una sociedad que sufrió el terrorismo de Estado en varios momentos del siglo XX y que se enfrenta todos los días a la incertidumbre de que aquello que construye no sea suficiente, se derrumbe, caiga hecho pedazos. El demonio no asusta, los muertos vivos no producen miedo, los fantasmas son objetos de burla futbolística. El terror en Argentina está en otra parte, está de manera latente en las historias que aparecen en la prensa: hijos que asesinan a sus padres por dinero, niñas embarazadas a las que grupos católicos ultramontanos no les permiten abortar, jueces que expulsan a una madre extranjera del país pero dejan varados a los hijos menores, niños abusados por un cura carismático, un campesino convertido en mula que cruza la frontera llevando en su estómago una cantidad enorme de droga que disfrutarán los chicos ricos de la ciudad, la mujer que sorpresivamente se encuentra en un bar de moda al hombre que la torturó y la violó en un centro ilegal de detención, un candidato a presidente que utiliza el lenguaje violento de la dictadura y amenaza con destruir la salud y la educación públicas. El terror en Argentina está a la vuelta de la esquina.


  1. David Viñas (1927-2011), crítico argentino de referencia, autor de Literatura argentina y realidad política, una “obra en progreso” con varios cierres puntuales entre 1965 y 1996. 

  2. Ver también Osvaldo Aguirre, “Ganas de Gandolfo”, Lento, julio de 2023. 

  3. Película de 1968 de Roman Polanski basada en la novela homónima de Ira Levin, del año anterior.