Axel Nordman despertó, se sentó en la cama y observó el amplio cielo a través del ventanal. En él percibió la tersura de un aire todavía brillante pero ya tamizado por las primeras sombras del atardecer. Para volver a la realidad tuvo que recordarse a sí mismo que estaba en un hotel, casi en el centro de la capital de República Atlántica, que había llegado al país unas horas atrás, extenuado después del largo viaje, y que se había echado a dormir apenas entró en la habitación.
Decidió despabilarse de una vez y se puso de pie. Entonces vio, por arriba de azoteas y de árboles verdes, la extensa franja azul del Océano Atlántico que daba nombre al país, majestuoso y potente, reverberando hasta el horizonte como un gran animal vivo.
Salió a la calle en busca de un lugar donde comer. La brisa de la costa le acarició la piel y caminó con placer por veredas de baldosas quebradas que aquí y allá se levantaban, empujadas por la irrupción de las raíces voluminosas de los plátanos de sombra. Los árboles gigantes formaban cúpulas de un verdor traslúcido sobre el centro de las calles, cúpulas que observó con sorpresa como si estuviera bajo bóvedas de catedrales vegetales.
Encontró un café y restaurante que tenía algunas mesas en la vereda. En el menú había platos de pasta, pizza y distintas carnes. (No supo si el camarero era joven o viejo, pero a medida que hablaba con él se dio cuenta de que era un hombre joven envejecido de forma prematura; llevaba la cabellera canosa y larga atada en una cola de caballo y su cara triste parecía arrugada por el hacha de los sufrimientos. Fue inevitable pensar en sí mismo: ¿qué marca había dejado en su rostro todo lo ocurrido?). El camarero le ofreció lo que llamaba parrilla completa, un surtido de lo que entendió que eran embutidos, vísceras y tripas asadas. Le repugnó la idea de comer entrañas de animales y negó con la cabeza. Encargó, en cambio, una porción del famoso asado del país, una ensalada y un vaso de vino. Luego se dedicó a mirar la calle, la escasa gente que circulaba por las veredas y los escasos automóviles que pasaban de largo. Su mirada era benigna: aceptó los rasgos de pobreza de los transeúntes, la precariedad de los vehículos y el deterioro de las fachadas como si tuvieran una suerte de encanto natural. Las sombras de la noche iban cubriendo los espacios escasamente iluminados, mientras allá arriba, donde los gigantescos plátanos enredaban sus copas, la luz del día aún fulguraba con un color de miel.
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En los días siguientes hizo un esfuerzo por abandonarse al encanto casi provinciano del lugar. En medio de la noche oía el llamado primitivo de los tamboriles y los buscaba por las calles cubiertas de plátanos que bajaban hacia el paseo marítimo. Seguía a los músicos junto con la gente que bailaba detrás de los tambores, recorriendo las calles y bebiendo a veces del vino barato con el cual lo invitaban. La gente era amistosa y al descubrir que era extranjero lo llevaban a sus casas, le enseñaban palabrotas en el argot del lugar y le explicaban cómo funcionaban las cosas en Atlántica. Algunos buscaban su amistad para pedirle dinero, pero él ya había aprendido que eso creaba lazos peligrosos.
Caminó mucho por los barrios céntricos y en todos lados percibió las trazas de un viejo esplendor. Un asombroso eclecticismo de palacios neobarrocos con injertos de arcos árabes y otros toques de exotismo, pero también una gran serie de edificios art déco y muchas casas hijas de un modernismo del siglo XIX parecido al jugend, todo muy deteriorado, con grandes daños en la mampostería, los detalles de bronce de las puertas arrancados, las ventanas tapiadas con tablones. En una calle del casco antiguo vio un hermoso edificio tapiado que parecía un palacio veneciano. Alguien había logrado forzar el portal y en uno de sus grandes balcones de mármol unos hombres de torso desnudo quemaban los tablones que cubrían las ventanas. Una gran hoguera sobre el mármol blanco, las lenguas del fuego salían hacia la calle y un humo negro oscurecía el cielo. Una imagen propia de la guerra, un asombroso acto apocalíptico que sin embargo no alarmaba ni llamaba la atención de nadie.
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Conoció a Roberto Escarlatti durante su segunda semana en el país, cuando aún pensaba que podía encontrar una pista de Fontana en el ambiente artístico y literario de la capital. En esos días visitó la redacción de Amanecer, un semanario independiente que había empezado a publicarse durante los últimos meses de la dictadura y en torno al cual parecía reunirse buena parte de los intelectuales del país. Allí había conversado con Carlos Giordano, el jefe de redacción. Se presentó como escritor y le dijo que estaba recogiendo material para un artículo sobre la vida cultural de la ciudad, algo tan amplio que no dejaba de ser cierto. Giordano abrió unos ojos muy grandes y manifestó casi conmovido esa gran admiración por la sociedad y la cultura suecas que profesan quienes no conocen la sociedad y la cultura suecas. También alabó con entusiasmo su español. Le contó que además de su trabajo como periodista dirigía una pequeña editorial que publicaba ensayos literarios, sobre todo sus propios ensayos. Estaba interesado en encontrar a un buen traductor para difundir su obra en Suecia y en otros países europeos. Le dijo que la casualidad quería que esa misma noche presentara en un conocido café de la ciudad un nuevo libro con sus recientes ensayos, más incisivos y polémicos que todo lo que había escrito antes. Le tendió un pequeño volante fotocopiado que anunciaba el evento y dijo que si le hacía el honor de asistir a la presentación tendría una pequeña muestra de su trabajo. Agregó que después de la lectura podrían compartir una copa y mantener una charla informal.
Fuera de eso el contacto no le había brindado ningún fruto. En algún momento de la conversación Axel había mencionado a Fontana, pero Giordano no tenía la más mínima idea de quién podía ser. Sin embargo, abierto como estaba a todas las posibilidades, en una situación en la que carecía de la mínima información concreta, decidió asistir a esa presentación.
El lugar quedaba en una zona residencial de alamedas, mansiones enjardinadas y edificios con porteros de uniforme azul y botones dorados. A dos cuadras del paseo marítimo encontró el café, decorado con una rusticidad que pretendía imitar la de una posada de los Alpes suizos, lugar que uno imagina cálido y acogedor, muy propio para una pausa de turistas que han salido a esquiar. No era una noche de calor agobiante, pero entre cornamentas de ciervos, antiguas jarras de cerveza sobre las repisas, ventanas cerradas, ausencia de aire acondicionado y un fuego eterno en el eterno parrillero donde se asaban carnes y chorizos, Axel traspiraba a chorros mientras Giordano hacía una lectura interminable de algunos de sus ensayos. La acompañaba de gesticulaciones, ademanes y entonaciones que querían ser histriónicos y con los cuales remarcaba ciertas frases más inteligentes o geniales que otras. El público parecía haber pasado del desasosiego inicial a una especie de abulia tan extrema que bien podía ser llamada abombamiento. Axel sufría estoicamente mientras esperaba alguna oportunidad de confusión general que le permitiera desaparecer sin ser notado hacia el frescor de la calle. Un hombre de unos cincuenta y pico de años que Giordano le había presentado al comienzo de la lectura, sentado en su misma mesa, traspiraba también copiosamente y se revolvía en su silla como si lo hubieran atado y prendido fuego. Sus miradas se encontraron e intercambiaron fugazmente, con mucha discreción, lo que él pensó que era un destello de mutua compasión frente al momento difícil que ambos atravesaban. El clima de aquel sauna alpino embotaba el cerebro y las palabras de Giordano se hilaban sin sentido como un canto gregoriano monódico y torturante. No era posible entender nada, no solo por el grado de velocidad intelectual que debían exigir aquellos textos, sino por una especie de magia nociva que poseía el lugar, un hechizo asfixiante y deshidratante bajo el cual no se podía pensar en otra cosa que no fuera el hielo, el aire y el agua.
A través de sus anteojos empañados Axel buscó a su compañero de infortunio del otro lado de la mesa. El profesor de literatura o poeta local —ya no podía recordar bien lo que Giordano había dicho porque su cerebro se había vuelto un engrudo— le devolvió la mirada alzando las cejas con una expresión de franca solidaridad. Él se sacó los lentes, los limpió y se secó la frente y la cara con la última servilleta de papel que quedaba en la mesa. Luego volvió a colocárselos y miró en derredor, solo para constatar la inminente muerte masiva del público. Detrás de su mesa, en un asiento expuesto a la mirada general, un señor mayor había perdido ya el control sobre sus párpados, su columna vertebral y su sistema respiratorio. Inclinado con los ojos cerrados sobre su voluminosa barriga, silbaba con las aspiraciones y roncaba con las espiraciones, acompañando así con un efecto musical concretista el discurso de Giordano.
Su colega de infortunio atrajo su mirada desde el otro lado de la mesa con un gesto que, aunque desesperado, no carecía de una cierta expresión divertida. Luego señaló con la cabeza hacia la puerta. Todavía ajeno a las costumbres y usos del país, Axel se había mostrado hasta el momento expectante y pasivo, pero aquel gesto fue para él liberador. Miró a su compañero de mesa como se podría mirar a un ángel salvador y se puso de inmediato de pie como sabían hacerlo en Suecia en esas situaciones, sin brusquedad y naturalmente, con una delicadeza que lo tornaba a uno casi transparente. Así cruzaron limpiamente, con efectiva decisión, a través de decenas de zombis que apenas los miraron, y ganaron con enorme alivio el aire de la vereda. Aquel hombre era Roberto Escarlatti y así se conocieron.
Se dirigieron hacia el paseo marítimo que bordeaba la costa. Un poco avergonzado por abandonar la presentación del libro de Giordano de manera brusca, Axel se sintió obligado a decir algo obvio, que no había podido continuar allí dentro a causa del calor y de la falta de aire, y se preguntó en voz alta por qué en aquel café no abrirían las ventanas.
No creo que se puedan abrir, respondió Escarlatti. ¿Dónde viste una posada alpina con las ventanas abiertas? ¿Querés exponer a la gente a una tormenta de nieve? Si se abren las ventanas va a entrar el aire helado y el público, en vez de morir de calor y aburrimiento, va a morir congelado.
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Después de tres semanas de búsqueda intuyó que habría más posibilidades de encontrar una pista de Fontana en algún barrio periférico. Sin embargo, esa no fue la principal razón por la que dejó el hotel y se estableció allí. Había ido a dar al barrio por azar, recorriendo la ciudad, pero enseguida sintió un magnetismo raro y su fealdad lo atrajo como un agujero negro en la periferia del cosmos. Caminó por sus veredas de baldosas quebradas, a lo largo de decenas de pequeños comercios y puestos de venta callejeros, entre el humo negro de los ómnibus y el tráfico de la avenida principal. Era por la mañana y las veredas estaban llenas de peatones. En las paradas se apiñaba la gente esperando autobuses que venían cargados como camiones de ganado. Fue en otoño —en Atlántica una época del año agradable para un hombre nórdico—, el sol era tibio y brillante y a pesar de los gases del tráfico corría una brisa fresca. Toda esa fealdad caótica parecía alegremente cobijada bajo un sol muy suave. Los comerciantes de las veredas tenían instalados verdaderos campamentos donde tomaban mate y comían galletitas, algunos niños corrían entre las mesas y los perros callejeros se acercaban a olfatear los puestos de comida hasta que eran ahuyentados por los vendedores.
Entró en un “salón de quinielas” a comprar una botella de agua mineral y vio un anuncio pegado en la pared. El hombre del salón le dijo que era un buen lugar y le contó que la dueña lo había arreglado especialmente para su madre, quien no había llegado a vivir allí mucho tiempo antes de morir. El hombre lo miró con curiosidad y le preguntó de qué país venía. Cuando le respondió que venía de Suecia el comerciante sonrió asombrado y dijo que la dueña estaría encantada de alquilárselo a un suizo.
Esa tarde fue a verlo. Quedaba en una calle tranquila y arbolada. La casa tenía un largo pasillo abierto al cielo sobre el que daban las entradas de tres apartamentos. Era una de esas casas viejas que han dividido y reciclado de forma improvisada, sin un plan arquitectónico, pero el apartamento en cuestión tenía una habitación bonita que daba a la calle, con una gran ventana y un pequeño balcón. Allí el piso era de madera, el espacio era acogedor y de inmediato le pareció un buen lugar para trabajar. La habitación podía aislarse del resto de la vivienda mediante una puerta que tenía unos vidrios esmerilados a través de los cuales se colaba la luz del vestíbulo contiguo, cubierto por una claraboya. El resto del apartamento, del otro lado del vestíbulo, era bastante oscuro y hasta sórdido, pero no le importó.
Poco después de mudarse comenzaron los fríos del invierno, algo que había subestimado por completo. Por la noche el frío se colaba por todas las rendijas de puertas y ventanas y el dormitorio se transformaba en un sitio de terror. Ninguna estufa lograba calentar el ambiente. En ese país el tiempo podía ser lo que en Escandinavia llamaban “crudo”, esa combinación letal de una gran humedad y temperaturas bajas. Ni siquiera debajo de un grueso edredón de plumas en el que invirtió mucho dinero lograba entrar en calor, porque el frío, y hasta el viento frío, lo atacaba desde abajo, atravesando el colchón como por una puerta abierta. Era paradójico que él, un hombre del extremo norte hasta en la etimología de su apellido, acostumbrado a inviernos de 20 grados bajo cero, no hubiera pasado nunca tanto frío en su vida como en esa ciudad.
El apartamento más grande de los tres que daban al corredor de entrada era, en realidad, la casa original. Allí vivían tres ancianos, dos hermanas mellizas y un hombre al que le decían Cholo. Se trataba de una constelación rara porque el hombre era el esposo de una de las ancianas —él mismo se lo dijo a Axel una vez—, pero a quien no los conocía íntimamente le resulta imposible identificar a la esposa, dado que las hermanas eran muy parecidas, posiblemente gemelas. Y por si eso fuera poco, ambas lo trataban de la misma manera, lo rezongaban, le daban instrucciones y lo enviaban a hacer las compras con la misma intimidad y el mismo tono de voz autoritario: “Dejá esa pavada ahora, Cholo, que tenés que ir a la carnicería. Traé tres costillas, pero no como las de la otra vez que eran como suelas con grasa, hacé el favor de avivarte”. Y él tomaba el dinero que le daban, agarraba una vieja bolsa de plástico tejida y salía en silencio con unos pasitos cortos que repiqueteaban por el pasillo.