Si HP Lovecraft hubiera sido algún tipo de nigromante retorcido y dominara el secreto de trasladar su espíritu al cuerpo de un descendiente (aunque no tuvo ni uno, quizá algún pariente lejano serviría igual), su nueva encarnación hoy tendría 86 años. Eso le pasa a un personaje en otro de sus cuentos.
A primera vista, las ficciones de Lovecraft van por esos rumbos. Una tensión entre ciencia y magia: seres extraterrestres, conjuros que son fórmulas, brujas que dominan la geometría no euclidiana (hay una en uno de sus cuentos). Lo más avanzado del conocimiento de su época, ya sea astronómico (el descubrimiento de Plutón) o geográfico (la exploración de la Antártida) mezclado con religiones pretéritas, razas no del todo extintas, seres abominables y bultos que se menean. Pero obviando todos esos aspectos, lo inquietante en sus relatos siempre se relaciona con la mente. Hay viajes al pasado, pero son con la conciencia (cambiándola con la de otro ser). Respecto del pobre sujeto cuyo cerebro termina en un frasco viajando por el espacio, no importa lo que le pase a su cuerpo durante la extracción, sino los tormentos mentales posteriores al verse expuesto a un universo desolado, inabarcable y terrorífico. Las torturas y mutilaciones abundan, pero el castigo definitivo y más temible siempre es la locura. Las revelaciones truculentas son demoledoras, pero sobre todo por ser confirmaciones de sueños, alucinaciones o desvaríos previos. Lovecraft fue casi un recluso, un intelectual de gabinete, y su ficción da cuenta de cómo privilegiaba la mente por sobre el cuerpo. Hasta que su colon le cobró el desdén.
¿Entonces ese es su legado? ¿El miedo a la locura, el desprecio a lo físico? En definitiva, ¿el pánico a lo que hay pasando la puerta de calle? Pues no. O en realidad sí, pero a un nivel muchísimo más complejo. El legado de Lovecraft es el pánico cósmico, centro y alma de la narrativa de terror del último siglo.
También el nihilismo, la insignificancia humana y la locura al acecho son la cal y la arena de la narrativa lovecraftiana, que tampoco está corta de sectas siniestras, personajes acechados y suicidios por desesperación.
Hay ecos de Lovecraft, reconocidos o no, en lugares obvios (Stephen King lo considera la piedra de toque del género), esperables (Mariana Enríquez tiene un cuento lovecraftiano ambientado en el Riachuelo de Buenos Aires) y totalmente inesperados (Borges, que lo despreciaba como escritor, trató de subirse a la lovecraftneta con un relato, para su promedio, muy fallido, “There are more things”). Narrador imperfecto, semi recluso (aunque en sus últimos años descubrió que le encantaba viajar), prejuicioso hasta el racismo, autor de muchísimas más cartas que relatos, maniático, fóbico, neurótico y poseedor de muchos defectos más, así y todo, sentó las bases para una completa genealogía arborescente de ficciones de terror.
La cancelación que cayó del cielo
La ficción completa de Lovecraft entra en dos volúmenes gorditos (hay varias ediciones disponibles desde que su obra cayó en el dominio público). Su correspondencia es inabarcable, y siguen apareciendo cartas. En vida publicó en revistas pulp, sin llegar a ver su obra en un libro, lo que solo ocurrió después de su muerte gracias al entusiasmo y la devoción de varios amigos, seguidores y admiradores, a muchos de los que nunca conoció en persona, pero todos los cuales formaron parte del “círculo Lovecraft”. Influyó de forma directa e indirecta en decenas de autores y se lo puede considerar sin mucha discusión la base de la weird fiction estadounidense, uno de los movimientos literarios populares más fuertes e influyentes del siglo XX, que sigue marcando su impronta tanto directamente como mutado en la new weird y posterioridades. Por ejemplo, de manera casi irreconocible, la más reciente novela del inglés M John Harrison, La tierra hundida ya vuelve a levantarse (Sigilo, 2022), es lovecraftiana hasta la médula. Explícitamente, Lovecraft asoma en La joven ahogada, de Caitlín R Kiernan (Valdemar, 2014). La obra completa de Thomas Ligotti puede considerarse una reescritura o continuación de la de Lovecraft, llevada casi al punto de la abstracción. Michel Houellebecq le dedicó una biografía (HP Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida, Anagrama, 2021). Hay trazas de Lovecraft en casi todo el cine de Guillermo del Toro, en el de John Carpenter o en las historietas de Mike Mignola. A la vez, Alan Moore y Neil Gaiman frecuentaron y reescribieron su universo, y se podría seguir tirando nombres infinitamente. Lovecraft empapa la cultura popular desde mediados del siglo pasado, sin señales de secarse.
Y viviendo hoy en la época de la cancelación, el escritor de Providence es cancelable hasta el tuétano. Sus defectos incluyen el racismo, el antisemitismo, la admiración por el fascismo (aunque en sus últimos años, a medida que se abría al mundo, comenzó a mirar con simpatía el socialismo leve de Franklin Delano Roosevelt y su New Deal) y otras aficiones cuestionables. Todas ellas podrían catalogarse como “de la época”, pero se sabe que la cancelación retrospectiva no admite medias tintas.
¿Fue Lovecraft una mala persona? No, cada una de las declaraciones de sus contemporáneos dice lo contrario. Fue amable, empático, tímido, retraído en lo personal y muy comunicativo por escrito, enormemente generoso con su tiempo para aconsejar y revisar la obra de autores más jóvenes. Le gustaban muchísimo los helados y los gatos, aunque eso no aporte nada sobre su catadura moral. Tuvo todos esos defectos, pero fueron más producto del miedo a lo desconocido que verdaderas convicciones (a)morales. Por ejemplo, fue el antisemita menos creíble de la historia: en 1924 se casó con una divorciada judía de ascendencia ucraniana, Sonia Greene (nacida Shaferkin), sin un segundo de vacilación ante la supuesta incongruencia. Aunque el matrimonio duró poco, Greene jamás tuvo nada más que palabras de elogio para con su segundo esposo. Hasta escribió una muy amable mémoire al respecto, The Private Life of HP Lovecraft (1985). De hecho, aunque luego volvió a casarse, ni se molestó en completar los trámites de divorcio.
Lo más cuestionable de las creencias personales de Lovecraft radica en su repulsión ante los migrantes, en particular asiáticos, aunque extensiva a mestizos, negros, latinos y “no anglosajones” en general. Respecto de los negros, se habla mucho de su primer gato de la infancia, bautizado con el cuestionable nombre de Nigger-man, aunque al parecer fue idea de su abuelo y no suya. Lovecraft lo adoraba hasta el punto de hacerlo personaje de su relato de 1923 “The Rats in the Walls”. Para posteriores reediciones del cuento se le cambió el nombre a Black Tom para no ofender a nadie.
Los migrantes le provocaban pavor. Durante el breve período en que vivió en Nueva York (1924-1927, mantenido por Sonia) salir a las calles multiétnicas de la ciudad le daba pánico. Hay abundantísimas menciones a este rechazo en su correspondencia, y hasta un cuento de 1927 dedicado al tema, “The Horror at Red Hook”. Que, digámoslo todo, es de los más flojos entre los suyos. Los adjetivos despectivos, insultantes y denigrantes que les dedica a las “degeneradas masas de mestizos y extranjeros” (sus palabras) son inacabables. De semihumanos para abajo, no ahorra epítetos. Y como se dijo, se ensaña en especial con los asiáticos, aunque no hay registro de que alguna vez haya conversado con alguno. Les tenía miedo, un miedo visceral de neurótico, de niño sobreprotegido, de falsa sensación de privilegios amenazados, de quien, salvo esos pocos años de matrimonio neoyorquino, vivió toda su vida en una burbuja, mimado y aislado a la vez por su madre primero y sus tías después. Se pueden buscar muchas causas a su desprecio, pero era real, documentado y furibundo. Lovecraft era racista y punto. Material para cancelación.
Pero si escuchamos a ST Joshi la perspectiva puede ser otra.
Joshi es un académico estadounidense nacido en la India en 1958 y emigrado a Estados Unidos con sus padres cuando tenía cinco años. ST es por Sunand Tryambak. A los 13 descubrió la narrativa lovecraftiana, y tan impresionado quedó que tanto durante sus años de estudio en la Universidad Brown (en la mismísima Providence) como en toda su carrera posterior se dedicó a estudiar a fondo al autor, su obra, su vida, sus amistades, su influencia, su dieta, en fin, todo. Joshi tiene una enorme bibliografía dedicada casi en su totalidad a Lovecraft, incluyendo una monumental biografía en dos volúmenes, aparecida en 2010 y titulada I’m Providence (que es lo que está grabado en la tumba del autor), y por monumental debe entenderse de casi el mismo tamaño que la obra narrativa completa de su objeto de estudio. Además, Joshi publicó innumerables ediciones críticas, estudios literarios, selecciones de correspondencia o ensayos y material asociado, como por ejemplo, la mémoire de Sonia. Luego extendió su área de estudio a otros autores previos y posteriores a Lovecraft, pero siempre tomándolo como piedra de toque. Las pocas publicaciones suyas no referidas al universo lovecraftiano son ensayos sobre su ateísmo, que es muy similar al de su autor de cabecera. En términos básicos, Joshi ha cartografiado la totalidad de la weird fiction, así como sus antecedentes y derivados. Sin ninguna duda es la persona que más sabe y entiende a Lovecraft en el mundo. Tan asociado está Joshi al autor que cuando Alan Moore escribió su novela gráfica en 12 entregas Providence (2015-2017), donde reinventa la mitología lovecraftiana, lo incluyó como uno de los personajes.
En I’m Providence Joshi bucea en la vida de Lovecraft hasta el más mínimo detalle y sin esquivar nada. Todo mito y maledicencia sobre el autor es analizado y despejado (para los que especulaban sobre sus preferencias sexuales, Sonia Greene aclaró que “Howard era adecuado sexualmente”, aunque tirando a desinteresado, casi lo que hoy se catalogaría como asexual), o asumido y diseccionado, para dimensionar su auténtico alcance. La xenofobia lovecraftiana jamás es negada por Joshi, pero sí puesta en perspectiva y en gran medida explicada por sus circunstancias de vida, sobre todo en la infancia. El Lovecraft adulto de a poco se fue suavizando, saliendo de su caparazón de sobreprotección maternal, perdiendo sus entusiasmos malsanos de adolescente de manera conmovedora y gradual, con base en pequeñeces. Un viaje en ómnibus a Florida, Estados Unidos, donde fue recibido con afecto por la familia de un admirador y cosechó naranjas, otro a Quebec, Canadá, donde se maravilló con la arquitectura colonial, pequeños paseos que le abrieron un mundo al que no estaba acostumbrado y fueron puliendo su visión de la vida y de las personas. Desde niño fue solitario, ajeno a las relaciones directas, incluso de casado pasaba los días en soledad (Sonia tuvo que aceptar un trabajo de viajante y lo dejaba semanas enteras abandonado en Nueva York, salvo cuando se reunía con un grupo de entusiastas llamado el Khalem Club). Si se sigue su vida de modo milimétrico como hace Joshi se percibe el cambio que se iba gestando, y se puede sospechar que su muerte temprana impidió que se convirtiera en mejor persona, o que perdiera los aspectos desagradables que empañaban lo buena gente que ya era. Puede sonar a descargo, whitewashing o torpe intento de limpieza a posteriori de un autor cuestionable, pero no hay que perder de vista que la tarea titánica de explicar su vida la realizó Joshi, y tanto él como sus padres, hermanos y parientes migrantes son, desde todo punto de vista, parte de esa “masa ítalo-semítica-mongoloide, leprosa, llena de podredumbre” [carta de sus años en Nueva York, citada por Rafael Llopis en el prólogo a la edición en español de Los mitos de Cthulhu, en 1969] que tanto lo horrorizaba. Y si el propio Joshi pudo superarlo, entender al autor, admirarlo y estudiarlo como lo hizo, hasta llegar a contemplarlo con piedad y ternura, algo de atención hay que prestarle a su opinión. Porque cancelar al uso actual es fácil, rápido y definitivo. En cambio, analizar, entender y decidir lleva tiempo y esfuerzo pero se parece más a la justicia.