La ciudad subterránea que está debajo de Gaza permanece ahora en silencio. He visto salir de esos túneles trajes de novia y hasta vacas.

Esa matriz une y delimita esos túneles precarios y claustrofóbicos que son las únicas puertas a la libertad que tienen los que viven en Gaza. He visto familias enteras vestidas con sus mejores trajes bajar a los túneles para ir a un entierro en Egipto, o a un casamiento, o a un cumpleaños.

Hay historias de fantasmas y de gente que se cree que murió en los túneles y se quedó allí anhelando ese aire del que los ha privado la casualidad de haber nacido palestinos justo allí, en Gaza.

Aldous Huxley escribió la novela Blind in Gaza; ciegos en Gaza están los ancianos y los murciélagos que viven allí huyendo de la luz del sol. Son medio vampiros y medio ángeles, no saben cuál es su verdadera naturaleza. Son líquidos y efímeros, tienen miedo de ser consumidos como la llama fugaz de una vela, o de derretirse como ratones alados de parafina frágil.

En Gaza la ciudad subterránea se despierta y los ruidos se vuelven vacas rumiando, dejándose guiar por guías que las traen con los ojos tapados para que no se asusten.

Gaza ha estado habitada por 4.000 años y ha cambiado de manos decenas de veces; egipcios, griegos y asirios se la han disputado. Como la falsa moneda que va de mano en mano pero nadie se la queda, la ciudad ha pasado de una dinastía a la otra. Han elevado templos a dioses de todos los colores y tamaños. Fueron romanos, griegos, cristianos, luego musulmanes. Han sido pragmáticos y han adoptado el lenguaje y las normas del imperio de turno.

Saben que son un pueblo de sobrevivientes.

El tejido del tapiz que es Gaza está hecho de sueños y de leyendas. Allí estuvo Alejandro el Magno, que la asedió, la conquistó y la helenizó. Trajo a filósofos y a sacerdotes, pero también usó clarividentes y pitonisas para saber cuál sería su destino y si llegaría a la grandeza que su madre le había augurado.

Todos le decían: “Vas a morir joven, descansa, desposa a una mujer, concibe hijos”. Pero él se reía, decía: “Seré como Aquiles, prefiero morir y ser un mito que morirme de viejo en una cama”.

No se sabe el origen de los túneles de Gaza ni quién los construyó ni quién los diseñó ni cuál fue su primer uso. Sólo se sabe que están ahí y que son una copia, una perfecta reproducción del mapa de la superficie. Como el reflejo de un espejo invertido en donde palacios, avenidas y casas con patios se multiplican como los granos de trigo en un tablero de ajedrez.

Por allí circulan caballos y camellos, esclavos y gente que no sabe aún si son esclavos o libres. Porque su destino se discute en mesas de negociaciones y en cuartos secretos defendidos de toda mirada no autorizada.

Pero en Gaza hay secretos que desafían a los que negocian y a los señores de la guerra y a los príncipes de la muerte pálidos como erebos rutilantes armados de espadas y de armas que hacen de la muerte violenta y muy temprana la forma más común de morirse en Gaza.

En Gaza nadie se ha muerto en una cama desde hace varios siglos, la vida es tan precaria que no vale la pena ni documentarla. A los niños se les escribe su nombre y el nombre de sus padres en el brazo para facilitar su identificación cuando los mate una bomba, o una mina, o un francotirador.

Fui a misa varias veces en Gaza y la hermana María José, que era canadiense de Quebec y que detestaba el inglés, nos contaba con su voz de octogenaria que había llegado a Gaza en 1948 y que probablemente se iba a morir allí.

“Pero estoy casi segura de que me voy a morir en la calle cuando vamos corriendo a dar la extrema unción a un moribundo o a consolar a un agonizante. Alguna gente elige ciudades para vivir, yo elegí Gaza para morir junto con todos los cristianos de acá. Las bombas no hacen diferencia, los verdugos tampoco. Nos matan a todos, a musulmanes, a cristianos, hasta a los ateos les toca morir acá. Son los que me dan más pena, nosotros creemos y sabemos que vamos a ir a un mejor lugar, pero ellos no creen que en algún lado nos van a recompensar las buenas acciones y se nos castigará por pecados, por omisiones, o por nuestra simple indiferencia”.

De Gaza cuenta la Biblia que la ciudad brillaba y que los platos en los que se comía eran de oro y de plata labrada.

Marco Polo le habló a Kublai Khan de Gaza entre las otras ciudades maravillosas de las que contaba leyendas y verdades.

Kublai Khan lo escuchaba embelesado y soñaba con llevar su horda y apropiarse de todas esas ciudades: de Palmyra, de Samarkanda, de Sanaa, de Gaza. Allí sus jinetes podrían llegar con sus caballos rápidos y su hambre de mujeres y de hijos que los sucedan en el tiempo.

Pero Khan no llegó nunca a Gaza y su imperio duró poco tiempo, ese momento efímero de todos los imperios, ese espacio intemporal en donde el tiempo se detiene y se transforma en leyenda.

Gaza se detiene, cuenta sus muertos, lame sus heridas, entierra a los que puede, quema al resto. En su antigua sabiduría sabe que los muertos nunca se quedan allí muertos, que se quedan en los túneles esperando la vida eterna y las promesas de una tierra de miel y de leche.

Cuentan los sabios que Allah envío a una legión de ángeles cargados con bolsas de piedras para repartir por el mundo recién creado, pero hubo un ángel que se tropezó y su bolsa de piedras cayó casi íntegra en Palestina, por eso hoy es difícil cultivar allí trigo, tomates, arroz o cebada.

Madres y abuelas emigradas de Nablús les han enseñado a los panaderos de Gaza a hacer el mejor knafe de la región, casi tan sabroso y dulce como el que se come en el restaurante Damas, en Malmo, en donde reposteros sirios lo hacen recordando siempre su origen y lo llaman knafe nablusi.

Y es casi tan famoso como las baklavas que se comen en todo el Medio Oriente hechas por los hermanos Zalatimo en Amman.

Allí se pueden reservar las mejores especialidades hechas con masa filó y pistachos con nueces y miel.

Pero Gaza no es solo poesía y leyenda. Allí vivía hasta hace tiempo Um Fatima, que hacía los mejores vestidos de la región y a la que yo le pregunté una vez por qué los vestidos de las mujeres de Gaza tenían pollos y gallinas bordados. ¿Qué significaban esos animales ahí?

Me sonrió perpleja por mi ignorancia y me dijo: “Los pollos y gallinas nos liberaron a las mujeres de acá; teníamos pollos y huevos y los vendíamos, empezamos a tener dinero propio, ya no éramos dependientes de los escasos ingresos de nuestros maridos, podíamos pedir zapatos y máquinas. Por los túneles nos traían lo que pedíamos; eran como el Ebay de los palestinos, nuestros túneles. Jamás vi un arma pasar por los túneles, estamos hartos de armas y ¿para qué las necesitamos? Nuestros antepasados peleaban con piedras y garrotes. Podemos volver a hacerlo. Pero de aquí, no nos sacan”.